martes, 19 de diciembre de 2017

Una Simple Confusión (III)

Resumiendo, o mis amigos eran unos desalmados con más imaginación de la que les atribuyo, y su cómplice una auténtica bruja de las de Salem, o esa noche podrían haber finalizado cuatro décadas de amor platónico. Y ante tal disyuntiva solo me pude plantear una duda:

¿Cuál de las dos hipótesis me parece más terrible?

La procesión de visitas de mis presuntos amigos a la supuesta aparición sorpresa del amor de mi juventud, cesó. No tan pronto como me hubiese gustado, pero llegó el terrible momento de encontrarme con ella a solas. Con el agravante de que no se fue. Y no se le olvidó la petición que me hizo, la de conocer todo lo que había sido mi vida hasta la fecha del presente cumpleaños. Me veía en la disyuntiva de explicarle mis penas de varias décadas o dar una larga cambiada y hacer mutis por el foro. Por lo que no tuve más remedio que tomar una decisión, que sopesé cuidadosamente.

La alternativa “A”, es decir, la elaboración de un pormenorizado relato de mi existencia, presentaba no pocos inconvenientes. El primero y más importante, que no me apetecía ni un poquito. El segundo, que el entorno no era el más adecuado. La fuerte sospecha de que mis amigos me estaban timando y las copas de más que llevaba a esas alturas de la noche, podría desembocar en cualquier tipo de catástrofe imaginable, desde ponerla de vuelta perejil, a inundar la sala con torrentes de lágrimas por las desgracias acumuladas, tras haber sido ignorado por Estela durante muchos años. Ninguna de las alternativas me apetecía.

Por otro lado, y viendo las cosas con relativa naturalidad, lo cierto es que ella estaba sentada conmigo y quería escucharme. Dejemos de lado el pequeño detalle de que pudiese estar compinchada con mis amigos para hacerme vivir una ilusión, una mentira, si es que nos ponemos crudos. Yo había deseado durante muchos años el estar en esa situación y ahora, con mucha más experiencia, mucho más maduro y exactamente igual de idiota que entonces, podía experimentar la vivencia de mis anhelos. Y sin moverme del sillón de la discoteca.

De hecho, lo peor que podría pasar es que al finalizar la noche alguien, ella o cualquiera de los malvados individuos a los que hasta esa noche tenía como amigos, me señalase la presencia de una cámara oculta o simplemente se apagasen las luces de la sala para cantarme el “Feliz En Tu Día“, hacerme soplar las velas y que, al apagar la última, mi amor se desvaneciese en las estribaciones del alba. Y en aquel momento, no me pareció que fuese un mal plan. La había visto, había hablado con ella, y le había manifestado lo que sentía. Bueno, esto último, aún no se había producido, pero no lo descartaba.

Finalmente, haciendo uso de algún tipo de reserva intelectual que me había debido guardar para la última copa, busqué desesperadamente ayuda en mi entorno. Algún alma caritativa, algún amigo que aún estuviese sereno, algún filósofo de guardia. Mas, parafraseando a Cervantes , “miré al soslayo, fuese y no hubo nada”. Estaba más solo que Custer con los indios. Y como a veces, los errores o aciertos en la vida son patrimonio exclusivo del individuo, decidí tomar la única decisión sólida, sensata, madura y valiente que la situación contemplaba.

No había traspasado aún la puerta de la discoteca, cuando alguno de mis fantasmas del pasado me estaba criticando intensamente. Le mandé a paseo, enérgico. No hay mujer en el mundo que justifique la autohumillación crónica. No existe un amor que colocar por delante de los principios. No es posible arrastrar los valores a cambio de la simple posibilidad de una noche diferente. No puede siquiera considerarse la traición a uno mismo. O quizá se pueda, pero no durante toda la existencia. Coloqué a salvo mi dignidad, lo reconozco. La aislé con un sólido muro de hormigón armado, porque bien sabía lo que me había costado repararla, y cómo no podría volver a hacerlo, porque ya no disponía de tantas décadas por delante. Hice lo que tenía que hacer, sin duda, y no me arrepiento. Allí se quedó, con una miserable excusa, esperándome en el sillón de cuero de la discoteca, quizá escoltada por una cohorte de traidores, quizá sustituyendo mi relato por una serie de besos oscuros y atropellados con el primero que la atendiese. Ya no era mi problema. Había cortado la soga, había desecho el nudo gordiano de mi existencia, realizando un corte quirúrgico con la espada de mi indiferencia.

Mientras esperaba la llegada de alguno de esos taxis impredecibles, de los que acuden cuando no los quieres o se ausentan cuando los necesitas con denuedo, me sentí henchido de orgullo por haber tomado la decisión de mi vida, la que de haber sido adoptada en el momento oportuno, hubiera podido proporcionarme una plácida existencia, en lugar de haber sufrido día tras día los rigores de la monotonía y el despecho. Y en justa coherencia con la decisión adoptada y con el respeto que reservé para mí mismo, comencé a llorar, más con desesperación que con rabia. Porque sabía que me había vuelto a condenar a la más pobre de las vidas posibles. La del individuo que decidió renunciar a una felicidad posible, por una tristeza crónica.

No piense, amigo lector, que este tipo de situaciones pueden tener solución, que el tiempo lo cura todo, que el corazón no siente mientras alejas la mirada. La única alternativa posible a la felicidad, es la supervivencia, como la única alternativa al gozo es la poesía. Se trata de vulgares sucedáneos, de auténticos camuflajes del alma, a los que puedes llegar a coger cariño, pero no consiguen engañarte. Es más, refuerzan diariamente tu sensación de frustración, de impotencia, por no haber podido enfilar el camino de la verdad, por haber optado por la línea recta en lugar de la senda tortuosa y polvorienta, que podría finalizar en el más bello atardecer existente.

O como sugería el poeta:

“Vete, progresa entre los riscos, arrastra tu vanidad por el barro, recibe los vientos y las lluvias en tus mejillas, tropieza y sufre la dolorosa carrera de la vida, o camina recto entre las flores hacia la absurda meta de la monotonía”

En ciertas ocasiones, un elemento mundano es capaz de aportar la cordura que nos falta, simplemente estando ahí, pasivo, indiferente, formando parte del paisaje urbano. Y en cambio, nos ofrece una salida, una respuesta, como la presencia de un faro en el horizonte. En este caso, algo tan poco sofisticado como la luz verde de un taxi libre, consiguió arrancarme de los más profundos pensamientos para colocarme en la senda, ya fuese correcta o lo contrario. Me abalancé hacia la portezuela trasera, dispuesto a dar por finalizada mi noche de cumpleaños, mis ilusiones y mi vida, para abrirme paso en la monotonía del día a día, cuando sufrí una parálisis motora generalizada, justo al oír una frase a mis espaldas.

“¿Vas a dejarme plantada otra vez, como siempre, como cuando éramos chiquillos?”

 

 


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