jueves, 6 de julio de 2017

Dulce Optimismo (y V)

Creo que dejé sin acariciar medio centímetro de su cuerpo. No de su cabello, ni de sus rizos, ni de esas pestañas desafiantes, a esos párpados acompañados de las más finas arrugas que pudieran dibujarse. No fue su mejilla, ni sus pómulos, ni su cuello, porque en esas zonas fui cuidadosamente preciso. Quizá quedó ese medio centímetro en las curvas de sus rodillas, aunque lo dudo, porque exploré esas y todas las curvas, muy cuidadosamente. Acaricié sus pechos, areolas y pezones como si no hubiera un mañana. Recorrí sus glúteos sus caderas, su monte de venus. Ahora que lo pienso, ese medio centímetro quizás debí dejarlo para la siguiente ocasión. Ahora sé que no habrá próxima vez, pero en aquel entonces no podía saberlo.

No se si me despertó el Tajo, culebreando en el alba, jugueteando como un amante que lo ha dado todo y aún quiere más. No sé si fue el tacto de las sábanas de satén en su deslizamiento hacia los pies de la cama. Quizás fuera el canto de algunos petirrojos que divisé en la ventana. Pero, fuera lo que fuese lo que me había despertado, le hago responsable de todo lo que aconteción con posterioridad.

Nada hubiese ocurrido si la noche se hubiese hecho eterna, nada si hubiese profundizado en la exploración superficial de su anatomía, nada si hubiésemos vuelto a adherir concavidades y convexidades. Porque en esos momentos, en esos juegos, en esas artes, no existía otra cosa que su cuerpo y el mío, sin la intromisión de nuestras conciencias, nuestras almas, nuestras mochilas. Y qué mandamiento obliga a trasvasar un estado de felicidad máxima a un escenario real, en el que en el mejor de los casos, puede existir algún cierto grado de satisfacción, quizá un momentum de emoción puntual, tirando por lo alto. Porque en la realidad, la felicidad es imposible. Existen cientos de factores perturbadores en el día a día. Una multa de aparcamiento, una mesa no disponible en nuestro restaurante favorito, una factura a destiempo…Alguien puede ser feliz atropellado o rodeado por todos estos imponderables, que además son de infinito recuento? Obviamente no.

Y ni siquiera fue esto lo que ocurrió. Todo fue mucho más sencillo. Olvidamos la base. Un mínimo conocimiento real y sólido. Algo tangible, los cimientos sobre los que construir algún tipo de relación. Olvidamos lo importante y acometimos lo urgente, lo pasional, lo intenso, lo breve, ahora que lo pienso.

Y todo por ese petiroojo, por ese Tajo malvado, por esas sábanas de satén. Nos colocó en posición de despiertos, nos atrajo a la dimensión real. Unas miradas tímidas, unas caídas de ojos, unos besos discretos, dieron lugar a esas conversaciones canallas, a esas preguntas curiosas, a esos mudos testigos que adornaban la estancia. Supuse que debía preguntar, supuse que debería interesarme, aunque en realidad solo quería que volviese la noche, para no hacer preguntas, para recorrer su cuerpo, para besar cada una de las curvas.

Y en el pecado, llegó la penitencia. En la pregunta, la respuesta, en la respuesta, la desolación. “Veo que tienes unas excelentes fotos con delfines, de algunas vacaciones. Debe ser una experiencia increíble” “Lo es. Los delfines y yo, tenemos una relación extrasensorial, nos entendemos con mirarnos. Solo se bañaban conmigo, ya lo ves en la foto” “Había oído hablar de esa cualidad de los delfines. Lo que no sabía es que fuera tan directa con la persona, si acaso con el cuidador, suponía” Lo comenté con normalidad, pero le dolió. Lo noté. No es que quisiera quitarle los méritos de sus percepciones, es que no pensé que fueran tan importantes para ella. Decidí ir con más cuidado. Ella también reculó. “En realidad, no tiene mayor importancia, no es algo de lo que quiera vanagloriarme. Es algo innato, probablemente por el hecho…”

Se frenó en seco. No sabía cómo actuar. Si animarla a continuar, si esperar su decisión, si reírme a carcajadas. Si hubiese hecho lo último, nos hubiera ido mejor a ambos, sin duda. Pero opté por interesarme.

“Por el hecho…de ?” Ella no me miró, simplemente colocó tres o cuatro objetos en una paralela absoluta con algún tipo de eje fen shui o algo similar, porque yo los veía bien organizados. Al concluir, musitó entre líneas “¿Tú crees en la reencarnación?”

Digamos que hay tres o cuatro cosas en mi vida a la que he prestado poca atención. La bolsa, el cambio climático (que existe, ya lo se), la Santísima Trinidad, porque no me la cabeza para tanto misterio, y la reencarnación. Por tanto, me sentía libre para poder dar cualquier tipo de respuesta, sin incurrir en una mentira “sensu estrictu” Y opté por una respuesta quevediana:

“Por supuesto. ¿Y quién no?”

La noté aliviada y reconfortada, supuse que si para ella era importante, y para mí todo lo contrario, nunca iba a ver un punto de conflicto en estos temas. Un problema menos, pensé. Pero en ese instante, ella se vino arriba, reconfortada por mi apoyo explícito.

“Siempre he sabido que en otra vida fui delfín. Y me siento afortunada por ello. No es que el delfin sea el mejor de los animales, o puede que sí. Es uno de los más listos. Pero hubiera sido terrible descubrir que en otra vida fui un animal cazador o depredador. Al menos, no he hecho el mal. Ni en aquella, ni en esta vida. No creo que haya mucha gente capaz de decir lo mismo”

El que se encontraba en otra vida, radicalmente distinta de la de anoche, era yo. Teletransportado, raptado, alienado. La misma persona a la que venía venerando en todos y cada uno de los mensajes, en los poemas que nos escribimos, la que me llevó en volandas , subido al tren de la ilusión, la que me hizo alcanzar la felicidad más absoluta, se había transformado en una completa orate, sin aviso previo, sin indicios, sin síntomas. Y yo, me hallaba inmerso en un agujero negro, del que escapar supondría un terrible trauma, y en el que permanecer quedaba completamente descartado.

Los siguientes minutos los recuerdo como una adolescencia entera. Usando palabras circunspectas para escapar con el mínimo de bajas propias y ajenas. Intentando demostrar que no había tenido el ánimo de conseguir solo una noche de sexo, a pesar de lo que pudiera parecer. Destacando sus cualidades innegables, las de esta vida, me refiero. Explicando que mis vidas anteriores, las que fueren, no habían sido tan plácidas como la suya, que nunca fui un delfín , que ya me hubiera gustado. Que en otra vida…No, eso no, coño. Que me asusta una vida tan soprendente como la que me esperaría a su lado, que quizá soy demasiado cartesiano.

Nada de eso le hizo cambiar de opinión. Me acusó de ser como todos. No sé si se refiere a los de esta o a los de aquella vida, pero si había más que habían hecho lo mismo, rechazar a esta loca proyectada, me quedé un poco más tranquilo.

Y aún hay noches, en las que oigo el meandro del tajo, en los que recorro su cuerpo, en los que me acoplo a sus curvas. Y solo me permito despertarme cuando oigo el sonido de los delfines. Y me pregunto si no merece la pena pasar todos los días de una vida, en una dimensión paralela, a cambio de todas esas noches en las que recorro su cuerpo, sus labios, y sus pestañas erectas.

 

Parte del relato está basado en hechos reales

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sábado, 1 de julio de 2017

Dulce Optimismo (IV)

Porque de lo acontecido a posteriori, ni al Tajo hago responsable, aunque puso el marco para el lienzo, aunque puso el influjo eéreo, aunque, como moderno celestino, pocas opciones dejó. Solo ella, solo yo, solo nosotros, fuimos responsables. En mi caso, por ingenuo, o por osado. Por no hacer caso de las señales. En el suyo por acción, porque me deseó y no pudo refrenarse, aunque nadie mejor que ella conocía sus mochilas, sus cadenas, sus condenas.  Y, a pesar de eso, me quiso.

Como por acuerdo tácito, nos pusimos de pie y avanzamos hacia el lugar donde ella había dejado el coche. El paseo estuvo salpicado de arrumacos adolescentes a la vuelta de cada esquina, de roces de dedos a cada paso del camino, de besos furtivos que conformaban la banda sonora del trayecto. Anotábamos mentalmente cada detalle de cada recodo, cada maceta que engalanaba cada reja, cada rótulo de cada calleja.

Abordamos su coche y me dejé llevar, a su casa o a donde ella quisiera. Al paraíso, al purgatorio, al infierno a o cualquiera de sus estados intermedios. Al lugar donde arribarían nuestros cuerpos y nuestros deseos, al espacio que recibiría nuestras dudas y nuestros miedos, a ese campo de juego sin reglas donde cada uno expondría sus técnicas y habilidades, en la esperanza de alcanzar la comunión perfecta.

Aparentemente llegamos a destino. Nos acogió un pequeño camino de guijarros uniformemente imperfectos, uniformemente indiscretos, que anunciaron nuestra llegada a una pequeña casa rural, no muy alejada de la ciudad. Reconocí el rumor del río, que parecía perseguir nuestro amorío, nuestra aventura. En esa noche serena, en vez de acompañamiento de violines y fanfarrias, nuestra orquesta tocaba el rumor del río chocando contras las piedras de la orilla. Algo podría salir mal, quizás todo. Pero el entorno no podía ser más adecuado.

Nos adentramos en la casa, ya con miedo indisimulado. Los arrumacos habían dejado paso a las miradas de reojo, ella no dejaba de registrar todas mis expresiones al entrar a la casa. Intenté rebajar la tensión alabando la estancia, los muebles, las cortinas. Repetí varias veces que era una estancia muy acogedora. Acogió mis alabanzas con una caída tímida de ojos, señalándome lentamente el resto de las habitaciones. Me fijé en varios portarretratos en las que se encontraba ella sola, a veces acompañada. Ya llegaría el momento de preguntar, si es que ello fuese preciso.

Después de la visita turística solo quedaba lo obvio. Nada menos que desnudar el cuerpo y el alma ante una persona relativamente desconocida, pero que de ti lo sabe prácticamente todo. Y a la que solo puedes decepcionar, porque la ilusión ya la tiene. Espera de ti lo mejor, por lo que cualquier cosa que sea distinta, solo puede defraudar. Una situación maldita, una bendita situación, una incógnita por resolver, una ilusión por alcanzar. Y pensé que sólo había una forma de salir con bien de tan complicado dilema. Darlo todo, dejar el alma entre aquellas sábanas de satén que alcanzaba a ver desde mi posición, dar por supuesto que en ese encuentro encontraría a la persona de mi vida, la compañera a la que había estado buscando infructuosamente toda la vida. La que me merecía en mi más absoluta totalidad. El fin de mis correrías alocadas. La respuesta a todos mis sueños.

Quizá me precipité un poco, porque no quise esperar ni un segundo. La agarré por la cintura, la miré directamente a los ojos y le dije que estaba decidido a que esa noche fuera inolvidable. Quizá pareciese pretencioso, lo parece cuando lo veo escrito. Pero estoy seguro de que ella me entendió. Que le transmitía mi más absoluta decisión de trasvasarle todo mi ser, como unos vasos comunicantes, que no quedaría nada en la reserva, y que lo demás dependía de ella. Y ella debió entenderlo, porque acomodó su mirada a la mía, porque colocó su piel sobre la mía como un adhesivo perpetuo. Porque me acompañó sin prisas a su cama. Porque deslizó todas y cada una de mis prendas, en algún orden predefinido. Porque entreabrió las sábanas justo para los dos. Y porque en el primer beso, el beso de bienvenida, el beso de la esperanza, el beso del alma, lo dejó todo.

Creo que dejé sin acariciar medio centímetro de su cuerpo. No de su cabello, ni de sus rizos, ni de esas pestañas desafiantes, a esos párpados acompañados de las más finas arrugas que pudieran dibujarse. No fue su mejilla, ni sus pómulos, ni su cuello, porque en esas zonas fui cuidadosamente preciso. Quizá quedó ese medio centímetro en las curvas de sus rodillas, aunque lo dudo, porque exploré esas y todas las curvas, muy cuidadosamente. Acaricié sus pechos, areolas y pezones como si no hubiera un mañana. Recorrí sus glúteos sus caderas, su monte de venus. Ahora que lo pienso, ese medio centímetro quizás debí dejarlo para la siguiente ocasión. Ahora sé que no habrá próxima vez, pero en aquel entonces no podía saberlo.