sábado, 1 de julio de 2017

Dulce Optimismo (IV)

Porque de lo acontecido a posteriori, ni al Tajo hago responsable, aunque puso el marco para el lienzo, aunque puso el influjo eéreo, aunque, como moderno celestino, pocas opciones dejó. Solo ella, solo yo, solo nosotros, fuimos responsables. En mi caso, por ingenuo, o por osado. Por no hacer caso de las señales. En el suyo por acción, porque me deseó y no pudo refrenarse, aunque nadie mejor que ella conocía sus mochilas, sus cadenas, sus condenas.  Y, a pesar de eso, me quiso.

Como por acuerdo tácito, nos pusimos de pie y avanzamos hacia el lugar donde ella había dejado el coche. El paseo estuvo salpicado de arrumacos adolescentes a la vuelta de cada esquina, de roces de dedos a cada paso del camino, de besos furtivos que conformaban la banda sonora del trayecto. Anotábamos mentalmente cada detalle de cada recodo, cada maceta que engalanaba cada reja, cada rótulo de cada calleja.

Abordamos su coche y me dejé llevar, a su casa o a donde ella quisiera. Al paraíso, al purgatorio, al infierno a o cualquiera de sus estados intermedios. Al lugar donde arribarían nuestros cuerpos y nuestros deseos, al espacio que recibiría nuestras dudas y nuestros miedos, a ese campo de juego sin reglas donde cada uno expondría sus técnicas y habilidades, en la esperanza de alcanzar la comunión perfecta.

Aparentemente llegamos a destino. Nos acogió un pequeño camino de guijarros uniformemente imperfectos, uniformemente indiscretos, que anunciaron nuestra llegada a una pequeña casa rural, no muy alejada de la ciudad. Reconocí el rumor del río, que parecía perseguir nuestro amorío, nuestra aventura. En esa noche serena, en vez de acompañamiento de violines y fanfarrias, nuestra orquesta tocaba el rumor del río chocando contras las piedras de la orilla. Algo podría salir mal, quizás todo. Pero el entorno no podía ser más adecuado.

Nos adentramos en la casa, ya con miedo indisimulado. Los arrumacos habían dejado paso a las miradas de reojo, ella no dejaba de registrar todas mis expresiones al entrar a la casa. Intenté rebajar la tensión alabando la estancia, los muebles, las cortinas. Repetí varias veces que era una estancia muy acogedora. Acogió mis alabanzas con una caída tímida de ojos, señalándome lentamente el resto de las habitaciones. Me fijé en varios portarretratos en las que se encontraba ella sola, a veces acompañada. Ya llegaría el momento de preguntar, si es que ello fuese preciso.

Después de la visita turística solo quedaba lo obvio. Nada menos que desnudar el cuerpo y el alma ante una persona relativamente desconocida, pero que de ti lo sabe prácticamente todo. Y a la que solo puedes decepcionar, porque la ilusión ya la tiene. Espera de ti lo mejor, por lo que cualquier cosa que sea distinta, solo puede defraudar. Una situación maldita, una bendita situación, una incógnita por resolver, una ilusión por alcanzar. Y pensé que sólo había una forma de salir con bien de tan complicado dilema. Darlo todo, dejar el alma entre aquellas sábanas de satén que alcanzaba a ver desde mi posición, dar por supuesto que en ese encuentro encontraría a la persona de mi vida, la compañera a la que había estado buscando infructuosamente toda la vida. La que me merecía en mi más absoluta totalidad. El fin de mis correrías alocadas. La respuesta a todos mis sueños.

Quizá me precipité un poco, porque no quise esperar ni un segundo. La agarré por la cintura, la miré directamente a los ojos y le dije que estaba decidido a que esa noche fuera inolvidable. Quizá pareciese pretencioso, lo parece cuando lo veo escrito. Pero estoy seguro de que ella me entendió. Que le transmitía mi más absoluta decisión de trasvasarle todo mi ser, como unos vasos comunicantes, que no quedaría nada en la reserva, y que lo demás dependía de ella. Y ella debió entenderlo, porque acomodó su mirada a la mía, porque colocó su piel sobre la mía como un adhesivo perpetuo. Porque me acompañó sin prisas a su cama. Porque deslizó todas y cada una de mis prendas, en algún orden predefinido. Porque entreabrió las sábanas justo para los dos. Y porque en el primer beso, el beso de bienvenida, el beso de la esperanza, el beso del alma, lo dejó todo.

Creo que dejé sin acariciar medio centímetro de su cuerpo. No de su cabello, ni de sus rizos, ni de esas pestañas desafiantes, a esos párpados acompañados de las más finas arrugas que pudieran dibujarse. No fue su mejilla, ni sus pómulos, ni su cuello, porque en esas zonas fui cuidadosamente preciso. Quizá quedó ese medio centímetro en las curvas de sus rodillas, aunque lo dudo, porque exploré esas y todas las curvas, muy cuidadosamente. Acaricié sus pechos, areolas y pezones como si no hubiera un mañana. Recorrí sus glúteos sus caderas, su monte de venus. Ahora que lo pienso, ese medio centímetro quizás debí dejarlo para la siguiente ocasión. Ahora sé que no habrá próxima vez, pero en aquel entonces no podía saberlo.

 


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