martes, 30 de mayo de 2017

RadioBlog (Episodio2)

Ya está a vuestra disposición el 2º Episodio de RadioBlog

En este 2º episodio contamos con la presencia del periodista deportivo Fernando Murciego, actualmente comentando y narrando para Eurosport el prestigioso torneo de tenis Roland Garros, que comparte con nosotros sus experiencias y su vasto conocimiento del mundo del tenis.

Además, Viajes, Cine, Tendencias, Ocio, Literatura,…y mucho más.

Os esperamos en el 2º Episodio de RadioBlog

 


En Cierto Modo

En cierto modo, preparo un futuro contigo.

Agrupo recuerdos, retiro asperezas, destierro los celos.

Adoso esperanzas, cemento deseos, comparo visiones, suavizo las crisis, disculpo momentos.

Retiras el velo, expones tus besos, erizas cabellos, confías en exceso, esperas lo bueno

 

En cierto modo, preparo un futuro contigo

Ignoro los riesgos, aplaco extremismos, perfilo los sueños, destaco lo bello, me rindo a tus senos

Olvidas las dudas, aparcas tu lucha, adoptas un niño, bautizas proyecto

Arriesgas respeto, afilas tu risa, atrapas deseos, respetas lo opuesto, navegas en vilo

 

En cierto modo, preparo un futuro contigo

Disuelvo mi yo, derrites tu yo, inventamos equipo, creamos un dúo, fraguamos pareja, iniciamos fusión

Te presto mis dudas, importo tus mimos, reclamas caricias, te palpo con miedo

Ya es el futuro, el futuro diario, el que nos envuelve, el que nos hiere, el que nos protege, el que nos mata.

 

 


domingo, 28 de mayo de 2017

El Coach

Tengo un pequeño reservado en el garito que frecuento con periodicidad más bien irregular. No me lo he ganado por solera, ni por experiencia, ni mucho menos por el dinero que pudiera llegar a dilapidar en copas. Creo que me lo han concedido porque tienen un repertorio de clientes en el que abundan ese tipo de perfiles, y me necesitan para ampliar el target de oportunidades comerciales, ya que represento un estamento sociológico de escasa representatividad, pero de alta influencia.

Desde ese metafórico púlpito imparto lecciones de vida. De experiencias vitales, debería decir, porque la vida es algo mucho más complejo que el sumatorio aritmético de experiencias. Este es el tipo de cosas que transmito desde mi reservado, y probablemente la razón por la que he precisado implantar un complejo sistema de citaciones online. Siempre he sido partidario de la acción espontánea de solicitar un consejo en un momento puntual, para una duda puntual, pero el devenir de los tiempos me ha hecho ver que las personas andamos por la vida con una cierta desorientación general, y nos hemos acostumbrado a trasladarnos de un lugar a otro con indicaciones fragmentadas, como los navegadores de los automóviles: “En la rotonda coja la segunda salida” “En cien metros tome el desvío a la derecha” Y en realidad, lo que necesitamos son una serie de indicaciones generales que nos permitan afrontar las pequeñas o grandes variaciones de los momentum a las que todos nos enfrentamos a diario.

Seguramente os preguntaréis cuál es la titulación que avala mi capacidad para impartir este tipo de enseñanzas, qué Master he podido realizar y en qué Universidades he puesto en práctica mi magisterio. Con mucho gusto os lo aclaro. Soy Licenciado en Filología Normanda por la Universidad de Chesterton, modalidad teleformación. Los cursos de doctorado los he realizado en el Colegio Universitario de Andorra, adscrito a una Universidad Privada de la Seo De Urgel, en concreto a la Facultad de Veterinaria.

Como veis, mi formación podría avalar holgadamente la actividad que realizo, pero no quisiera abrumarles a ustedes con títulos, porque en realidad eso solo dice lo que sé, no lo que soy. Y es en ese ámbito en el que quisiera situarles. Soy un coach. Es decir, me dedico profesionalmente a ayudarle a vd. a ser más feliz en su trabajo, en su vida, en su matrimonio, en sus clases de salsa, en sus torneos de padel.

Y puedo hacerlo, no solo por mi evidente superioridad curricular, sino por la extraordinaria claridad con la que puedo arrojarle luz sobre todos esos temas, porque en realidad, USTED PUEDE LLEGAR A SER FELIZ Y SOLO DEPENDE DE USTED.

Lo que curiosamente haría inútiles mis servicios, al menos sobre el papel. En cambio, mi reservado del garito tiene una lista de espera de 90 días naturales. He tenido que contratar a un Vigilante de Seguridad con el título oficial de Portero de Discoteca, para poder evitar que las estupendas personas que quieren recibir mis consejos se aglomeren en demasía. Y tampoco me ha costado nada, porque se trata de una de las personas que me pidió consejo para ser feliz, porque no lo era. La rígida concepción de las normas sociales actuales le tenían costreñido, sin posibilidad de expresar sus verdaderas habilidades, sus deseos, sus aficiones. De hecho, el pobre acudió a mí en un momento de severas contradicciones morales, que incluso le habían llevado a la cárcel unos meses, por el mero hecho de abrirle la cabeza a un colega del barrio con una botella de litro de Cerveza El Aguila.

Llegó a mí desvalido, desorientado, sin reservas de fuerza emocional. De la otra sí que le quedaba. Fue necesario trabajar con él la sublimación de sus instintos naturales, los que ocasionalmente le daban algún problemilla, para trasladar esa agresividad a actividades donde resultase aceptada y provechosa. En nuestras sesiones del reservado pude enfocar el problema. El no era violento intrínsecamente, simplemente estaba inadaptado a la sociedad porque no se acababa de aceptar a sí mismo. Me costó mucho que pronunciara en voz alta sus cualidades, sus virtudes, porque tenía una visión muy negativa de sí mismo. El mismo día que bramó a voz en grito “Soy un pedazo de bestia”, sin pausa entre las repeticiones, supe que teníamos media batalla ganada. Le convencí de que estudiara para el examen oficial de Portero de Discoteca, o que en su defecto sublimara sus virtudes amenazando al examinador, y algo de eso debió de dar resultado, porque tenemos el título en un marco de plata de ley, presidiendo los límites del reservado.

De esta manera, hemos conseguido que él sea feliz. Se ha perdonado a sí mismo, se quiere mucho más y ha cogido las riendas de su vida. Ha dado con la clave de la felicidad, y ahora exhibe sus síntomas con todos y cada uno de los visitantes que pretenden eludir el control de cita previa online que tenemos establecido. En primer lugar, les muestra su carnet profesional, réplica a menor escala de ese título enmarcado. Si el visitante no se deja atemorizar por el carnet, lo que ocurre con cierta frecuencia, exhibe sus virtudes profesionales, en una escalar que tenemos previamente pactada, la del 20%. Puede empezar al 60%, menos no es eficaz, lo tenemos comprobado. Y hemos acordado que entre el 60 y el 80% debe ser suficiente para la mayoría de los casos. Porque la vida, desgraciadamente, no nos da carta blanca absoluta, y él lo sabe porque lo hemos trabajado en nuestras sesiones.

Estos mismos consejos son los que proporciono a nuestros clientes. Y, a diferencia de los desaprensivos que se exhiben en esos Congresos Profesionales, en esas tertulias mediáticas, yo no cobro. Quiero decir que mis clientes no desembolsan dinero por mis consejos. Se los proporciono gratuitamente. “Perdónate a ti mismo” “Quiérete mejor” “Coge las riendas de tu vida” Solo en el caso de que el propio visitante entienda que necesita alguna aclaración adicional, es cuando le recomiendo que no olvide esos consejos y que los grabe en una página. O que adquiera uno de los ejemplares en los que yo lo he hecho por él, para evitarle molestias, al módico precio de 25€ ejemplar. Cubrir los gastos, sin más.

Se lo que me van a decir. Que es increíble que estos consejos y enseñanzas no hubiesen llegado antes a nosotros. Coincido con ustedes. Pero recuerden que estuve muy ocupado estudiando Filología Normanda, los Master y los cursos de Doctorado. La felicidad ha llegado, tarde, pero para quedarse. Y por sólo 25€.


martes, 23 de mayo de 2017

A Tu Encuentro

Volvía por el camino arcilloso que linda con el riachuelo, recogiendo una de cada dos florecillas silvestres, a modo de botín tras la batalla, para colocarlo justo a tus pies en nuestro reencuentro.

Volvía sin prisa, a sabiendas de que me aguardabas inquieta, con el único objetivo de aumentar el deseo de verte, de hacer que ese regreso cotidiano al final de la jornada, ascendiera a la categoría de suprema experiencia emocional.

Y tú lo sabías, lo veía en tu expresión al recibirme, con esa mezcla de alborozo y reproche, como se mira a un chiquillo travieso, a punto de romper la armónica colocación de platos, vajillas y muebles, al jugar con la pelota.

Lo sabías como siempre, como sabes que lo nuestro no puede ser resumido en un “Te Quiero”, como sabes que estamos alineados en todas y cada una de las dimensiones espaciales, temporales y etéreas.

Para qué contarte cómo mi alma pasa al estado de expansión absoluta, al detectar tus pasos en las maderas del porche de la entrada, qué voy a relevarte si hasta los pájaros paralizan sus cantos, asustados por los latidos de mi corazón.

Para qué contarte, mi cielo, qué esta vida sólo tiene tres actos, el argumento de quererte, el nudo en el que sobrevivo a diario, y ese feliz desenlace que me aguarda cada tarde, cuando tus cabellos al viento semejan el faro que guía mi navío hacia ti.

Déjame decirte que en esas pocas leguas la felicidad sangra por los poros de mi piel, las lágrimas se derraman sin aparente motivo, la respiración se acelera y me invento una brisa vespertina el más caluroso día del verano.

Déjame decirte que durante todos estos años de tu ausencia, no ha habido un solo día en el que no esperase tu encuentro en mis brazos, ni un solo día en el que no llorase tu falta, ni un solo día en el que no diera las gracias al cielo por todos y cada uno de los momentos que vivimos juntos.


domingo, 21 de mayo de 2017

La Penúltima

He amanecido abrazado a una muñeca. Ese debería ser el balance de la noche, el fin de la reflexión. Si acaso, no estaría de más saber cómo he podido conseguirlo. Por repetir, más que nada. Aunque en el fondo, conociéndome como me conozco, yo diría que nada de lo planificado, ninguna de las estrategias habituales ha podido funcionar. Y esa reflexión, aparentemente pesimista, viene plenamente avalada por las estadísticas más recientes. Por tanto, infiero que el resultado ha sido independiente de mis acciones, por lo que poco importa cómo lo he conseguido, puesto que no seré capaz de obtener los mismos resultados.

Yo creo que pudo ser mientras tomábamos la penúltima. Esa última mezcla, ese toque verdulero (en el mejor sentido de la palabra) que le asignó el barman. Recuerdo que acudió solícito para aderezar el gin-tonic. Con cierta sorna le hice saber que al mío le dejase tranquilo. “Es un gin-tonic, no una sopa juliana”, creo que le dije. Ella, fuese quien fuese, de dejó llevar. Alguno de los hierbajos verdes igual no eran para el gin, ni para el tonic, sino para liarlos. Vaya usted a saber.

Lo cierto es que cuando se acercó su amiga, léase el bombón que está aquí, a mi lado, tumbada en el lado de la ventana, boca abajo, con la melena negra extendida como si un pulpo se vistiese de domingo y decidiese alinear todas sus patas, ofreciéndome una extensa panorámica de su espalda y de la zona donde concluye, cuando se acercó y tomó prestada la copa donde se había depositado una selecta muestra del Jardín Botánico, pese a las protestas de su amiga, ya no hubo forma de alejarla de mi lado. De ahí mi teoría alucinógena.

Fue la penúltima, sin duda. Porque la última fue en mi casa. Y de champagne. Sin mariconadas. Sin copa, ahora que lo pienso. Yo hice la cata en alguno de los pliegues de su piel, y ella a morro. Justo antes de descubrir su belleza. ¿Cómo puede una mujer bella seguir siendo bella hasta en aquellos momentos en los que uno debería descubrir sus imperfecciones? ¿Y cómo pueden resultar esas imperfecciones aún más atractivas que la belleza? ¿Y cómo puede el alcohol lograr esas percepciones?

¿Pudieron influir las cuatro copas previas? Decidamente no. Mi dilatada experiencia al respecto me ha transferido el conocimiento incontrovertible de que con cuatro copas suelo acabar en mi cama más solo que la una. Por puro razonamiento lógico, el único factor diferencial es que hubo una quinta copa, particularmente preparada, y tras ello, he amanecido con el bombón al que en estos momentos estoy acariciando con el dorso de mis dedos. Se que puedo despertarla, es un riesgo. Pero ella se marchará en algún momento, y en su lugar estará el mando de la televisión, alguna novela policiaca o la versión digital de los diarios deportivos. He de aprovechar el momento.

Parece que se estremece al rozar la concavidad de su cadera, que se agita cuando asciendo hacia los hombros. Parece que me invita a proseguir o eso quiero creer. Decido acometer el interior de sus muslos y ella me facilita el trabajo. Se erizan sus cabellos y yo empiezo a alterarme. Parece que tengamos un pacto tácito: Yo la acaricio y ella se deja. Yo procuro rozarle y ella procura quedarse. Yo la beso en el cuello, y ella no protesta.

Me asalta la duda. ¿Estamos en fase onírica o solicita un segundo asalto? ¿Movimientos involuntarios, o simplemente le gustó lo de anoche y quiere revancha? He de convivir con las dudas, con los miedos. Ojalá pudiese recurrir al barman de anoche, para que preparase un bidón de la penúltima copa, hierbajos incluidos. Pero ahora estaba solo. Podía romper el encanto de Cenicienta o hacer del alba la perfecta continuación de la noche.

Y mientras reflexionaba al respecto, seguía acariciando el interior de sus muslos, rebasando los límites habituales, mientras decidía el siguiente paso. Por suerte, se giró, ma atrapó las piernas con las suyas y me cubrió de besos el cuello. Deduje que los hierbajos del Gin Tonic mantenían una adecuada concentración en sangre, y por ello di gracias al cielo, al barman, y a la Penúltima, a la que Dios guarde por muchos años.

 

Fotografía destacada (Original por Andrés Nieto, bajo licencia Creative Commons)


sábado, 20 de mayo de 2017

Las Margaritas Del Viaducto

Día tras día, al caer la tarde, la veía avanzar por la Calle Segovia, escalando hasta los pretiles que sujetan el viaducto, siempre con un pequeño ramo de flores, en el que destacaban unas sencillas margaritas. Y en contra de lo que apuntaría la lógica, parecía mucho más cansada y triste en el descenso que en el ascenso.

Desde mi atalaya, la terraza del pequeño kiosko del Parque de Atenas, donde disfruto de mi café de media tarde, contemplaba la confluencia de dos costumbres, la intersección de dos agendas. Sabía porqué estaba yo allí; Porque necesitaba una pausa en mi trabajo, estresante, pletórico de responsabilidad y tensión. Pero no sabía su parte. ¿Qué le hacía avanzar los cientos de metros que separaban el Barrio de Puerta Del Angel, presumible origen de su viaje, hasta su destino, a pie de viaducto? ¿Y porqué con las flores? Si se tratase de un simple paseo cardiovascular, mejor le iría con unos auriculares para escuchar las tertulias, la música de su elección, incluso las noticias del tiempo.

Un pequeño resbalón, casi a los pies de mi mesa, me ayudó a contactar con ella. Me levanté presto, tras dejar la taza de café en el platillo, y corrí a socorrerla. No parecía de consideración. Una pequeña erosión que debía ser desinfectada. Con su permiso, solicité el pequeño botiquín del local y procedí a la maniobra. La invité a un café que ella rehusó muy cortesmente. Se levantó, dispuesta a cruzar el Puente de Segovia, hacia su destino en el barrio de la ribera oeste del Manzanares. Me atreví a preguntarle por su destino, por sus flores, por su vida, por ella.

Me aceptó el café, pero en forma de infusión. Se sentó. En torno a los cincuenta. Guapa, pero no tanto como antes, seguro. Entrecana, sin esfuerzos de tinte vegetal. Coleta a la antigua usanza, de las que mucho antes lucía mi madre con orgullo. De las que te mandan un mensaje de independencia y fortaleza. Suaves pómulos, que solo ahora, con el esfuerzo, apuntaban tonalidades carmesí, muy leves, apenas una sombra. El mentón, muy redondeado, no se apreciaban angulaciones ni aristas, aunque me consta que las ha de tener. Los labios sonrosados, carnosos, de los que dejan marca indeleble en las mejillas de los niños. La nariz, esculpida, orgullosa, defensiva, le otorgaba una singularidad extrema, multiusos, apta para la protección tanto como para la agresión. Y en su mirada, esa calma. La que cabría esperar de ese Mar Pacífico, si hiciese honor a su nombre.

Me sentía cómodo a su lado, transmitía ese sosiego que solo recordamos en las meriendas de la infancia, donde todo parece estar en orden, donde sospechábamos que nuestra madre controlaba las invisibles coordenadas del universo, donde estábamos a salvo, donde solo parecía importar quién se comía esa última galleta. Y a la vez, también parecía haberme trasplantado un cargamento completo de una invencible melancolía. Una aleación de la morriña gallega con la nostalgia de los soldados en el frente; Una mezcla de aquello que sienten las madres primerizas cuando escuchan el llanto del recién nacido, esa desesperación controlada, con esa nochebuena en la que faltan algunos de nosotros, en la que la alegría del momento se ve salpicada con unos tropezones de añoranza de los propios.

Tardamos muchas lunas, muchas infusiones, muchos ramos de margaritas, hasta que me pudo contar su historia, salpicada por ayes, por llantos, por bruscas interrupciones generadas por el dolor del alma. Quise pensar que le ayudó compartirlo conmigo, pero sería más exacto decir que de nuestra relación solo se obtuvo una desesperación mutua, unos grandes éxitos de nuestras decepciones, nuestros fracasos y nuestras penas.

Y así, tarde tras tarde, nos encontramos uno frente al otro hasta que tácitamente, iniciamos juntos la ascensión a los pilares del Viaducto de la Calle Bailén, para colocar sendos ramos de flores a su pie. Allí, donde dicen que aparcaba su Dodge Joe Strummer, donde  cometían sus peripecias los famosos bandidos del Madrid del XIX, allí sellábamos tarde tras tarde nuestra Entente Cordiale, nuestra alianza para ofrecernos mutua cobertura ante nuestras historias, protección ante la terrible tentación de ganar la parte de arriba del viaducto, salvar la valla y poner fin a todo.

Eso me confesó ella. Que fue muy afortunada, porque tarde tras tarde utilizaba una de las margaritas que portaba en su ramo, para tomar una decisión al respecto. Y hasta la fecha, siempre había obtenido una negativa. Tomé una decisión radical que ella aceptó. Sustituir las margaritas por rosas que robaríamos en la Rosaleda del Campo del Moro. Y en los peores días, nos dejaríamos perforar por una de sus espinas, mutuamente, con el fin de sellar con nuestra sangre esa fusión de almas que habíamos forjado en tantas tardes.

By FouPic (Виадук) [CC BY 2.0], via Wikimedia Commons


viernes, 19 de mayo de 2017

En Territorio Enemigo

Siento que me adentro en territorio enemigo cuando me ofreces tus labios.

Siento la exquisita celada que me tiendes cada vez que me miras con deseo

Vivo como caída libre cada uno de los momentos que me cedes en tu lecho

Vivo estremecido esperando al puñal que me atravesará guiado por tus manos

 

Espero a cada instante esa frase de desprecio que pronuncias sin temblores en la voz

Espero con paciencia ese gesto humillante con el que sueles obsequiarme al alba

Percibo el deterioro de mi alma con cada uno de los arrebatos que proyectas hacia mí

Percibo turbulencias en el paso de mi sangre cuando me diriges la palabra

 

Tropiezo las irregularidades del empedrado de la calle que nos contempla en la tarde

Tropiezo con la ilusión absurda de que a tu manera, a tu pesar, me quieres

Acabo con mi vida al contemplarte abrazada a cualquier desconocido en mi presencia

Acabo derrotado, humillado, alcoholizado y roto en cada una de esas muchas noches

 

Las noches que no duermo en territorio enemigo


domingo, 14 de mayo de 2017

La Chica Del Lazo Verde

Era una de esas cenas a las que acudes crispado. Ya has tenido una dura batalla entre deber y querer; Ya has leído la letra pequeña del manual de excusas, sin hallar ese dribbling al protocolo que permita salir indemne de esta incómoda situación. Has descartado decir a las claras “Disculpadme , es que no creo que pudiera pasármelo bien en la cena” Vas a omitir la simple inasistencia, porque sabes que la organizadora es terriblemente rencorosa. Y por otro lado, tu porción optimista te bombardea con la peregrina hipótesis de que puedes llegar a disfrutar, a divertirte, e incluso a conocer personas interesantes.

¿Pero cual es la posibilidad de que una persona interesante acuda a una cena presumiblemente aburrida? ¿No habría declinado la invitación de una manera u otra? Si es lo suficientemente interesante, ¿no habría encontrado una mágica solución para escaquearse de un rollo social de estas características? Claro, que yo iba a acudir y soy un tío interesante. Creo. Y yo qué sé.

Pero si se va, se va con el paquete completo. Escogí una de las mejores camisas de mi guardarropas. Obvié la corbata. Porque me oprime, porque es incómoda, y porque he de presentar un punto rebelde, porque no quiero ir. Finalmente conseguí un acuerdo entre la etiqueta y el confort. Camisa de lino blanca inmaculada, americana beige con coderas, para destacar la informalidad del acto (Para mí) Pantalones multiusos, chino color camel y zapatos de ante marrón oscuro. Mi mejor reloj y el único, porque son el mismo. Gemelos de Boss. Porque sí.

De haber conocido a alguien, hubiera acudido de los primeros, para intentar acercarme a las personas conocidas o menos incómodas. En este caso, puntualidad germánica estricta. Saludo a la anfitriona, para asegurarme de que había tomado nota de mi presencia, y olvidase su rencor para mejor ocasión. Visual 360º para confirmar que toda precaución era inútil. El panorama, desolador. Mujeres en la cincuentena, en su mayoría, con modelos sabiamente escogidos para negarla, con éxito variable. Entre los caballeros, división de opiniones: Los que se hallaban en el evento obligados, y los que no hubiesen ido salvo amenaza vital. Se diferenciaban en la proximidad a la barra. Los primeros asumían su rol, y optaron por aderezarlo con los espirituosos gratuitos. Los otros, expresión adusta, escasa conversación y odio generalizado a su actual entorno.

Mi mesa parecía entresacada de una encuesta electoral, tal era la variedad de edades, sexos y estadios socioeconómicos. En estos casos, siempre me vuelco con las personas aparentemente más sencillas, porque probablemente estén especialmente a disgusto, y seguramente agradezcan el esfuerzo de darles conversación, alabarles sus vestidos, sus complementos, en definitiva, hacerles partícipes del evento. De esa manera, se encontraban agradecidos y lo exteriorizaban con conversaciones sencillas y sinceras.

A los postres, se homenajeaba a diferentes personalidades, por su especial contribución a la causa benéfica que nos convocaba, para lo cual mencionaban al personaje y éste decía unas pocas palabras. Me sorprendió cómo se mencionaba un nombre concreto y cómo la persona mencionada se encontraba sentada a mi mesa.

Si me permiten el atrevimiento, es una de esas mujeres que podrían cumplir los setenta y seguir pareciendo una jovencita. Desconozco su edad real, quizá entre los veinte y los cuarenta. Un poco más alta de lo habitual, en torno a 1,65. Cabello media melena, con mechones descuidadamente alineados en sentido transversal u oblicuo al panel general de su cabellera. La tez, exquisitamente blanca, conforme a los clásicos cánones de belleza. Su nariz, redondeada, discreta, colocada allí para sus funciones neuronales, sin más. Las orejas, ocultas casi en su totalidad por el cabello. Y los ojos.

No es justo describirlos de la forma habitual. No se trata de su color, su tamaño, su forma, ni siquiera sus pestañas, sus anejos palpebrales. Nada de eso me impactó en exceso, de hecho, ni siquiera me fijé en exceso. Pero en su mirada encontré la totalidad de los matices que habría deseado en una persona. Pude observar su timidez en la variabilidad de sus pupilas. Su generosidad en la calidez de su mirada. Su pasión en la alineación de sus pupilas en las mías, sin requiebros, sin curvas, sin dudas, sin excusas. Su luz recorrió mis pupilas, mis retinas, mis neuronas, para alojarse definitivamente en ese departamento volante que se supone debemos tener en algún sitio, esa caja fuerte que mantiene a buen recaudo los verdaderos sentimientos. Y al alcanzar la proximidad de la caja, sentí cómo buscaba una silla y se aposentaba paciente, esperando como se desea la llegada del próximo tren, con intensidad y con resignación. Había tomado posesión del acceso a mi interior, y no parecía dispuesta ni a moverse ni a luchar. Solo parecía esperar el momento, pasiva, esperanzada, insegura. Nos saludamos y no apartó la mirada. Nos quejamos de estos eventos, y no apartó la mirada. Le presenté a otros comensales, y no dejó de mirarme. Y yo, solo pude dejar de mirarla para fijarme en el lazo verde que presidía su silueta, como esas estrellas del árbol de Navidad. Y con el único objeto de dilucidar el mecanismo de sujeción, pero si fuese hoy uno de esos días en los que se alinean los planetas, y a cambio de casinos o loterías, a los pobres nos toca el amor.

Pronunció un pequeño discurso, cargado de sinceridad, evadiendo los modismos sociales, las hipocresías y las bromas, y nos recordó a todos nuestra obligación de corresponder a este mundo con una micronésima parte de lo que nos da. No arrancó ovaciones, salvo la mía, pero nadie obtuvo su sonrisa salvo yo. Se disculpó “Suelo hacer estas cosas, ser demasiado espontánea”, mientras en mi interior solo podía pensar en obtener el máximo rédito a esa espontaneidad. Sacudí la cabeza, alejé esos pensamientos, mucho más hormonales que espontáneos y me centré en el resto de la noche.

A pesar de su poco convencional discurso, no paró de ser reclamada por la mayoría de los asistentes, probablemente para intentar hacerle cambiar de opinión, apearla de sus posicionamientos vitales revolucionarios, antiprotocolarios, y decididamente originales. No hubo mucho éxito. Ella sonreía por compromiso y se escaqueaba con cierta habilidad, buscando la ruta más corta hacia mí. Y cuanto más se acercaba,. más personas interrumpían su particular via crucis. Mi desesperación iba incrementándose por momentos, y no encontraba forma de parar a todas aquellas gentes que se interponían entre ella y yo.

A veces, de las situaciones más desesperadas, uno saca fuerzas de flaqueza. Y en mi caso, lo que encontré fue la manera de analizar el problema con cierta lógica. A ver. Si no encontraba la forma ortodoxa de abrazar a esa chica, debería pensar en formas menos convencionales. Miré a mi alrededor. Localicé un estrado, un micrófono y un atril, y me dirigí hacia allá sin demora. Ascendí al estrado, golpeé el micrófono y solicité unos segundos de silencio.

“Buenas noches, señoras y caballeros. Solo unos momentos para comunicarles que se ha concedido a Doña Debra Hontiveros el prestigioso premio de la Embajada De La República de Italia en Madrid. Por favor, Debra, ¿puede acudir al escenario a recoger el premio?”

La premiada, con cara de no entender mucho, acudió con paso ceremonioso, salvó con cierto donaire el escalón que la separaba de mi ubicación y , colocándose a mi lado, recibió ceremoniosamente el carnet de “Trattotia Fredo”, ilustrado con los colores de la bandera de Italia, donde figuraban mi nombre, mi calle y mi teléfono, junto con un llavero que contenía las llaves de mi casa, de mi portal y de mi trastero.

Ella me miró, con una mezcla de perplejidad y agradecimiento, exhibió con todo descaro al público presente el carnet y el llavero, y me estampó dos sonoros besos a ambos lados de la mejilla. Tuve tiempo de susurrarle la ubicación de mi coche, y el resto fue sencillo. Solo tuve que seguir los reflejos del lazo verde y adelantarme para abrirle la puerta del coche.


sábado, 13 de mayo de 2017

RadioBlog (Episodio1)

En este apasionante proyecto en el que pretendemos dar a conocer los mejores trabajos de la blogosfera, VUESTROS trabajos, hemos avanzado hasta publicar el 1º episodio real.

Tras el Episodio Piloto, aquí os dejamos el Episodio 1 de RadioBlog, en el que entre otros blogs, vamos a comentar los siguientes:

Esperamos que os guste


miércoles, 10 de mayo de 2017

Al Regreso De Mi Entierro

Al regreso de mi entierro, reflexionaba sobre la inutilidad del paso por la vida, en la certeza de que al finalizar la jornada, colocadas las flores reglamentarias en la portada del nicho, lo vivido, lo amado y lo sufrido carecían de relevancia real.

Si lo vivido no puede ser revivido, ¿qué sentido tiene vivirlo? ¿La simple vivencia del momento? Imaginemos aquellos momentos cumbre de la vida. ¿Sólo se viven una vez y se esfuman con la muerte?

Quise gritar a los cuatro vientos, quise elevar mi protesta, pero no tuve en cuenta que estaba muerto, y a los muertos, en todo caso, se les recuerda, pero no se les escucha. Ni se sienten las vibraciones, ni la presencia. Ni se escucha el silencio, porque el silencio es ausente.

Y en el camino de regreso, hacia donde fuese, me lamenté de lo vivido, por ser tan efímero, por ser tan propio que ni legarlo se puede. Se venía conmigo, y conmigo se evaporaría en silencio, pero no me acompañaba, simplemente venía en mi misma dirección, coincidía en mi camino.

Es más, como me temía, ni seguí sintiendo, ni seguí pensando, ni pude recordar. No contemplaba a los queridos desde las alturas, no velaba por su estado, ni les inspiraba en los momentos difíciles, porque al acabarse, se acabó. Aquí, allá, por doquier.

No hay descanso eterno, porque mal descansa el que no puede estar cansado, porque no está. No hay vida eterna, porque no hay vida. No hay infierno ni cielo, ni purgatorio, ni alma.

Solo queda lo que queda, los que quedan. Los que siguen, los que viven, los que sienten, los que aman. Esos pueden tener cielo, pueden tener alma, porque al existir, existes, en las maneras y en los modos en los que te es posible, por lo que es posible, solo posible, que roces el cielo o el infierno, que contemples el purgatorio a lo lejos, e incluso que percibas tu alma.

 


lunes, 8 de mayo de 2017

Esas Otras Parejas

Todo fue en vano. Te rogué, supliqué, imploré. Me humillé hasta el límite o inventé uno nuevo. Todo fue en vano.

Era previsible. No eres de las que se quedan. Es un rasgo distintivo de tu carácter. O quizá una sádica estrategia para eludir el amor. Lo desconozco. Me resulta indiferente. Curiosidad científica, si acaso.

Dicen, me dijeron, que lo mejor para mí es tu ausencia. Y reconozco el argumento, lo admito y lo asimilo. Pero no lo acepto. Porque en la diatriba entre sufrirte o perderte, deme el cielo siglos de sufrimiento. Permítame el firmamento rozar la locura, planear sobre el desconsuelo, sumergirme en la desdicha, siempre que sea a tu lado.

Porque mi soledad no es más que un sinónimo de tu falta. Porque reconozco que me faltan tus vejaciones, tus desprecios, tu odio, si me apuras. Cómo añoro esos días, cómo me duele recordarlos y perderlos.

No soy digno de ti, vaya obviedad. Pero siempre pensé que podría servirte de acerijo, que podría ser el mensajero al que matar, el esclavo al que pisotear, el súbito al que aplastar.

Lo hice tan bien como pude, lo intenté, te lo juro. Cuando llorabas te besaba, para que me explicaras todos los detalles por los que me desprecias. Cuando me amabas procuraba ser torpe, inoportuno, vulgar, para que pudieras odiarme por ello con más razón, si cabe. Y cuando te veía feliz, procuraba estar cerca, para que pudieras restregármelo a la cara. Cuando buscabas a cualquier otro, te allanaba el camino, te dejaba o recogía, para ser el mejor de los cornudos, el más servil de los despreciables hombres del mundo.

Y aún así, me dejaste. Yo no lo critico, por favor, quiero aclarártelo. No hay nada que hicieras a lo que no tengas derecho, líbreme dios de decir lo contrario. Pero has de comprender que mi función en esta vida es mantener mi desgracia viva, para procurar tu dicha o reducir tu desdicha. Y en esta ocasión, debo llevar a cabo el sacrificio completo, el más abnegado de los actos que pueden realizarse por otra persona, con el único fin de estar a la altura de lo que esperas de mí.

Puedo entender tu desconcierto al seccionar la carótida, nada más razonable. Cómo no iba a entenderlo. Pudo causarte una cierta sorpresa, ya lo comprendo. Y sé, que a pesar de tu asombrada expresión, acabarás por darte cuenta de que con este último acto, solo coloco la guinda del pastel de mi profunda admiración y desvelo por ti. Acéptalo como esa última ofrenda, la que realizo con un fondo musical de sirenas, ayes y gritos, la mejor de las bandas sonoras. Porque no solo vivirás eternamente, sino que lo harás como una heroína, un mito, una leyenda. Escribirán en tu honor, expondrán tus mejores fotografías, elogiarán tu vida.

Y yo pasaré a la historia como el depravado, insulso, invisible y molesto individuo en el que me he convertido para ti.

Sonríe, oferta tu mejor perfil, olvida las manchas de sangre, no pongas esa cara. Deja que por un momento te sujete en mis manos, y te mire con toda veneración. Que nos inmortalicen a los tres: A ti, a mí, y a este cuchillo que ha parecido cobrar vida propia en mis manos.

Sonríe.


sábado, 6 de mayo de 2017

La Sombra De La Pamela

La encontré enormemente elegante. Con ese vestido tubular de gasa, azul casi añil con lunares de tono beige arenoso. Ceñido al talle, destacando su reducida cintura, que aumentaba con un lazo del mismo tono que los lunares. Zapatos de tacones imposibles, a juego con el lazo. Los complementos, selectos sin ser ostentosos. Un collar de perlas muy discreto, como los de las madres de antaño. El broche dorado, casi invisible. Pendientes a juego, obviamente. Bolso minúsculo, pero del que extrajo toda una gama de cosméticos, que debieran ser liofilizados, considerando las escasas dimensiones del contenedor. Y la pamela.

Tengo sentimientos contradictorios con los tocados de las mujeres, y aún más con sus sombreros. La teoría me dice que constituyen el indispensable toque de elegancia de cualquier vestido ceremonial. La hormona me tira hacia la cabellera al viento, sin horquillas, sin coleteros, sin gorros, ni sombreros. Me atrae muchísimo la cabellera al viento en las chicas, ese toque salvaje que parece encerrar una extraordinaria gama de sorpresas, de las agradables. Ni siquiera me gustan las gafas, a pesar de ese toque misterioso. Prefiero el riesgo, el desafío de la mujer hacia el mundo, ese desplante a los convencionalismos, ese mensaje audaz. A pelo descubierto. Sin yelmo, sin armadura. Nada hay más temible y deseable que una mujer manifestando lo que debiera ser obvio, que es el centro mismo de los deseos del mundo, que ralentiza o acelera los acontecimientos que le conciernen, que el resto, a su lado, somos simples actores secundarios, extras mal pagados, operadores de cámara, todo lo más.

Sin embargo, esta pamela, en esta mujer, prolongaba y amplificaba la magnitud de su presencia, eclipsando el resto del universo, casi literalmente, tal era la sombra que provocaba a esa hora de la tarde. La oscuridad que generaba en su entorno difuminaba la presencia de todos los asistentes al acto. Se había colocado en el ángulo estratégico para acaparar los últimos rayos de sol vespertinos, y en consecuencia, enviaba un claro mensaje a su alrededor, el de que la noche había comenzado, que fuésemos abreviando la liturgia, que diéramos comienzo a las horas canallas, a los momentos de liberalizar los protocolos, los momentos de dinamitar  los últimos diques de las represiones adquiridas. Amenazaba con ella misma, con todo lo que podría conllevar su presencia, su contacto, su influjo.

Y como si el resto del mundo advirtiese la amenaza, fue diluyéndose la presencia en su entorno, emigrando hacia las naturales zonas de confort, colocándose a salvo en las imaginarias almenas que forman los estrictos círculos sociales, intercambiando esas frases vacías de sentido, carentes de riesgo, intrascendentes e insípidas, con las que los seres humanos nos reconfortamos de serlo, so pena de tener que analizar la inconsistencia de nuestra presencia en el mundo.

Ella asistió a la ceremonia de huida con una mueca perenne, en la que parecía comprender los motivos de la huída, sin ahorrar la expresión crítica. Algo así como llamarles cariñosamente “cobardes” No sé si es posible, pero si pudiese hacerse, ella lo estaba haciendo. Probablemente por asistir a ese extraño ceremonial de generosidad y dureza simultáneas, me quedé rezagado, al influjo de los últimos círculos de sombra que provocaba la pamela. Considerando que era el único que quedaba, y seguramente con el fin de facilitar mi deserción, parafraseó a David Bowie, sin venir a cuento, casi como un pequeño test de acceso a un club exclusivo

“Todos podemos ser héroes durante un rato”, dijo mirándome de soslayo

“En realidad, tenemos todo un día. Just for one day, recuerde.”

Y en ese momento fui obsequiado con el rojo carmín de sus labios, con el reflejo letal de sus ojos, y una dulce y cegadora sonrisa. Como si hubiese conseguido resolver un acertijo, como si hubiese adivinado su signo del zodiaco, como si hubiese alabado su pamela. Aguanté como un paladín de la Edad Media, con el brazo presto a la defensa de mi dama, con la única diferencia de que nadie la atacaba. Al contrario. Más me valía concentrar mis armas y mis fuerzas en mi propia supervivencia, muy amenazada por la sombra de su pamela.

Y así, en mi imaginario corcel, la tomé de la mano, la aparté de su ubicación, para evitar los rayos cegadores del atardecer, la miré directamente a los ojos y atiné a decirle:

“Hágase la oscuridad en el lecho

fórmese un ente sintético entre nosotros

cúbrase nuestro amor de las sombras

aplacése nuestras vidas hasta el amanecer

Y al alba, cuando amenazan nuestras viejas rutinas

retrocedamos de nuevo a la noche

busquemos un imaginario túnel 

en el que perpetuar nuestro amor”

 

Y en ese momento, ni Bowie, ni las perlas, ni el carmín, ni sus ojos, pudieron librarle de nuestra común existencia, del hallazgo de un universo paralelo, donde la luz cegadora de cada uno de nuestros comunes atardeceres, no pudo ser eclipsada, ni siquiera por la sombra de la pamela.

 


miércoles, 3 de mayo de 2017

Caleidoscopio

Rotas sobre tus pasos, buscando el equilibrio fino

Entre el dominio de la escena y los deseos de tu alma

Rodando, esquivando, flotando etérea en mis sueños

 

Y a cada vuelta del caleidoscopio, te odio, te beso y te amo

En los azules, en los rombos, en los nacarados más refulgentes

Busco tus formas en cada uno de los giros de la esfera

 

Y cuando desapareces, busco el color o el brillo o la forma

Obteniendo una versión difuminada, borrosa o tenue de tu presencia

Así, en todas y cada una de las vueltas de este modesto caleidoscopio

 

Frustrado, vencido, fijé una ilusión cualquiera, una vuelta al azar

Rasgué el tubo, rompí el cartón, extraje con violencia la esfera

Olvidando que de esa forma, los cristales, los colores, las formas

 

Saltarían en anarquía, formando una imagen caprichosa, de cualquiera, menos tú

¿Cómo buscar ahora, como mover la esfera, con la esperanza de que seas tú?

Sólo me queda alinear los cristales que saltaron por los aires

Mezclados y alternados con los últimos fragmentos de mi corazón


lunes, 1 de mayo de 2017

A La Vuelta Del Restaurante Italiano

Nos acostumbramos a frecuentar ese Restaurante Italiano que se hallaba en la periferia del barrio, prácticamente junto al parque. En el verano colocaban unas mesas minúsculas, en las que para cortar una pizza debías ocupar dos o tres, pero que se convertía en el lugar ideal para saborear un lambrusco muy frío con olivas sicilianas de aperitivo. En invierno, su decoración te transportaba a cualquier trattoria del Trastevere, en una perfecta armonía de sencillez y elegancia, el equilibrio entre el cinco estrellas y la correcta tasca de barrio. Pero siempre podías contar con la exquisita materia prima, con la sofisticada manufactura y con la enfermiza precisión del dueño para todo, excepto para la cuenta.

Con el tiempo, esto último se convirtió en uno de los alicientes del local. Podíamos pedir exactamente la misma cena que dos semanas atrás, y nos podíamos encontrar que el importe pudiese variar hasta en un treinta por ciento. Los primeros días, nos sorprendió. En adelante, simplemente se convertía en una pequeña apuesta interna, tipo “El Precio Justo”, en el que ganaba el que más se acercara al importe del día. Escuchamos a algún cliente molestarse por este extremo, pero la respuesta del dueño, invariable. “Todo depende de mi estado de ánimo” Y con este extraordinario argumento, te hacía ver que su vida seguiría exactamente igual tanto si volvías como si no, pero que encontrar una pasta como la suya, significaba reservar un par de pasajes en aerolínea low cost, taxis, esperas, control de pasaporte, etc. Obviamente podía tener razón y no tenerla a la vez, pero era perfectamente capaz de no volverte a dejar entrar, y quedarte sin pasta o ir enfilando el camino al Aeropuerto de Barajas.

Otra excelente costumbre del local era su hora de cierre. Las doce de la noche, clavadas. Cuando te descuidabas, el dueño te levantaba de la mesa sin piedad, recogía los exquisitos manteles de hilo, limpiaba los últimos restos de migas y apilaba las sillas de madera y pita para su uso al día siguiente. Y eso nos obligó a encontrar algún tipo de alternativa para la sobremesa. Y así hallamos ese Pub, justo a la vuelta de la esquina, donde se centrará nuestra historia.

No piense vd., amigo lector, que el Pub se encontraba allí para que le encontrásemos. Si el dueño hubiese querido que pasase completamente desapercibido en el barrio, no lo habría podido hacer mejor. De hecho, en nuestra primera impresión, pensamos en muy diferentes tipos de usos comerciales que se le podría dar al local, y la ausencia de neones rojos y verdes fue la que nos convenció de que podría tratarse de un negocio …convencional, frente a las sospechas de que fuese algún local de intercambio, un club de fumadores de opio, un casino clandestino o algún otro tipo de oferta heterodoxa.

En honor a la verdad, considerando que el local se hallaba ubicado en una especie de calle cortada, cuyo fondo de saco coincidía plenamente con la pared lateral del restaurante y que la única iluminación existente procedía de los reflejos de los coches que pasaban al otro lado de la calle, adentrarse en el Pub venía a constituir una especie de acto de fe y de confianza eterna en la bondad de la humanidad, cuando no de increíble heroísmo. Y aunque nunca nos hemos distinguido por correr este tipo de riesgos, decidimos adentrarnos en él, quizás porque permanecer en la calle podía ser considerado igual de peligroso, y adentro podríamos tomar una copa (quizá la última)

La puerta tenía una especie de ventanuco frontal, a la altura de los ojos, como si estuviésemos en los años de la Ley Seca, en el mismo Chicago. Afortunadamente, y sin necesidad de pronunciar salvoconducto alguno, la puerta se abrió por la acción de dos clientes que abandonaban el local, y aprovechamos para sujetarla. Lo que pudimos observar al franquear la entrada, nos dejó literalmente patidifusos. Nos encontrábamos frente a una especie de recreación piedra a piedra de alguno de los locales en los que pasábamos las últimas horas de la noche, allá por los años ochenta. Incluso los clientes, parecían haber sido teletransportados desde aquellos días, o al menos, haber sido conservados en formol desde entonces, para darnos una sorpresa. Las mesas bajas de cristal, los tresillos de skay verde oliva, las banquetas de madera noble tapizadas a juego con los sofás, los vasos de fondo ancho y resistencia extrema. Las cubiteras, las bandejas con espirituosos, las servilletas blancas, los cuencos con frutos secos, los camareros con pajarita, el silencio eclesial y, por encima de todo, el piano.

Y al frente, una especie de recreación de Sam, en formato ario. Alto, fibroso, con barba de pocos días. Vestido de smoking tradicional y pajarita negra. Serio, riguroso, pasaba la partitura con el brío y la delicadeza del que ojease una primera edición de El Quijote. Más que golpear, acariciaba las teclas del piano como si las tuviese completamente adiestradas y que, ante la flexión de su falange, ya supiesen lo que tenían que hacer. Aún no estoy seguro de que las yemas de sus dedos llegasen a contactar con ellas, pero el sonido se percibía con una intensidad y limpieza digna de la mejor sala de conciertos.

Ante la perspectiva general, decidimos buscar el asiento más próximo posible, para poder mantener nuestra cara de asombro alejada de las miradas inquisitorias de los clientes habituales, y poder cuchichear entre nosotros para poder asegurarnos de que en el restaurante italiano no habíamos sido eyectados a algún tipo de universo paralelo, en el que nadie habría oído hablar del reggeaton, de internet, de los teléfonos móviles o del café para llevar. Solo echábamos de menos los bigotes en los hombres, los pantalones de campana, las camisas solapón (como decía Jaime Urrutia), los cardados en las mujeres, el humo de los rubios cigarrillos de importación americana, y los billetes de mil pesetas.

Intentamos innecesariamente llamar la atención del camarero. Ya estaba allí. Armado de una bandeja con doce cubitos de hielo, cuatro para cada uno de nosotros. Dos vasos de whisky, una copa de cóctel, una jarra de agua y tres vasos de tubo. En la bandeja pudimos ver además un cuenco de almendras y cacahuetes, tres servilletas de tela, la carta de licores, varias tarjetas del local y dos ceniceros. Nos dejó literalmente acojonados. Nosotros dos sufrimos para solicitar la copa. Ella pidió un Martini con vodka. Precisamente para la copa de cóctel. Nosotros un par de whiskys, para disimular el desconocimiento de la oferta de cócteles. Nos lo sirvió de la marca solicitada, con una pequeña muestra de desaprobación, pero con el mismo sagrado ritual que si lo hubiese obtenido de una centenaria barrica de roble americano, en el mismo corazón de los Highlands. Primero el Jameson, en su justa medida. Posteriormente, los cuatro cubitos de hielo, del mismo tamaño, como procedentes de la misma madre. Y una ligera inclinación para facilitar la mezcla. Yo estaba dispuesto a beberme el mío de un trago, solo para observarle repetir la liturgia, pero me preocupó que pudiera castigarme a un rincón. El Martini fue servido tras ser preparado ante nuestros ojos, de forma absolutamente mecánica, sirviendo los ingredientes en una coctelera que podría haber sido propiedad del mismo Chicote. El resultado, depositado con mimo en los bordes de la copa y estigmatizado con la oliva de rigor, fue inmediatamente aprobado por ella, mirando hacia arriba, hacia los ojos del camarero, que aceptó el tácito cumplido con esa modestia fingida de los mejores profesionales. Solo me consolaba que había puesto cuatro cubitos de más, porque el Martini no los necesita, cuando me di cuenta que los dejaba en una pequeña hielera con unas micro pinzas, probablemente para enfriar los vasos de agua. Derrotado, acepté la superioridad técnica con religiosa resignación.

Progresivamente nos fuimos adaptando al local y nos concentramos en hablar de nuestras cosas. Ella, él y yo nos conocíamos desde la Universidad, donde fuimos asistiendo paulatinamente a amores, desamores, frustraciones, éxitos, cumpleaños y muchos llantos. Siempre juntos. No recuerdo grandes discusiones ni grandes amores entre nosotros. Una relación marcada por el respeto, el cariño y la equidistancia, como vértices de un acogedor triángulo rectángulo. Siempre pensé que hubiese sido mucho más concebible una historia de tensiones sexuales no resueltas o de amores platónicos que la relación que nos unía, una especie de Sociedad Limitada de la amistad, con sus reuniones de Consejo de Administración, como la de esa noche. La amistad, según Cicerón es “…un acuerdo perfecto de los sentimientos de cosas humanas y divinas, unidas a la bondad y a una mutua ternura”, lo que, parafraseándole, requería de nosotros al menos alguna de esas virtudes. Puedo reconocerlas en mi caso y en de él, pero en ningún caso en ella. Ella es la antítesis de la ternura. No digo que no sea buena, pero acepten mi palabra de que es más dura que el pedernal. Cañera, como dicen los jóvenes de ahora. Una especie de Director Ejecutivo de esa Sociedad De La Amistad, para la que los lamentos no tenían cabida en sus valores corporativos. Más de una vez, recogiendo los pedazos de nuestros corazones desgarrados, nos abroncó inmisericorde, haciéndonos ver la inutilidad del llanto por la pérdida de ese “pedazo de putón verbenero” (sic), fuera quien fuese la fémina responsable de nuestra tristeza, animándonos a “tirarnos a la primera que tuviese un buen par de tetas”, como la terapia requerida para este tipo de casos. De ella nunca supimos sus desamores, bien porque no los tuvo, bien porque no podría permitirse confesarlo ante nosotros. No nos constaba su situación actual, pero el brillo que había en sus ojos orientaba mucho más hacia un look amazona, que hacia una modosita señorita victoriana, por lo que no descartaba en absoluto que a lo largo de la noche surgiese algún tipo de acercamiento a o desde ella.

Empezábamos a entrar en materia, cuando se aproximaron a nosotros las notas inconfundibles de “Honesty“, lo que nos hizo abandonar por un momento el hilo de la conversación. La increíble facilidad del pianista para insertar una suave banda sonora en las vidas de los clientes del Pub, nos dejó con la boca abierta. Y una vez repuestos de la sorpresa, comenzó a cantar como si hubiese acoplado el volumen al de nuestras conversaciones, de tal forma que podíamos hablar, podíamos soñar y flotar a la vez.

Nos centramos en los últimos acontecimientos acaecidos desde la anterior cita, siendo cada uno de nosotros una especie de reportero de guerra, de los que asisten a la vida desde una posición de retaguardia con el chaleco de “Press” a la espalda. El se había encontrado con un par de ex-compañeros de clase, mucho más avejentados de lo que nos reconocíamos a nosotros mismos. Ella dijo que siempre les había odiado y que deseaba intensamente su ajusticiamento estético, cuando menos. Intentamos frenarla, en vano. Nos reconoció que estuvo colada por uno de ellos, que se lo intentó beneficiar y que la rechazó por un pequeño detalle: Era gay. Ella no se lo tomó muy bien. Creo que se imagina que cualquier tío debe caer a sus pies, y el hecho de ser gay no le parece suficiente coartada. La dejamos por imposible.

Yo tuve que reconocer varios problemas familiares y de relación. No estaba en mi mejor momento, y recibí el incondicional afecto de él, con un pequeño brindis y un afectuoso medio abrazo desde su banqueta. Ella me sugirió que me tirase (como no), a una de sus compañeras de trabajo que, según se decía, acababa de separarse del marido y andaba en pos de una venganza carnal. Me dio el teléfono y prometí llamarla. Lo haría poco después. En efecto, estaba en fase vengativa, y me lo manifestó en dos ocasiones. Quedamos emplazados para la próxima vez en la que recordase que su ex pareja la había dejado, y así, volver a vengarse un par de veces…conmigo.

Ella nos comentó que había pasado por una fase de baja autoestima, cuando su ginecóloga le sugirió la posibilidad de que se acercaba a la menopausia. Además de romper con ella (como médico, se entiende), decidió explorar todos y cada uno de los síntomas que suelen acompañar a esa fase. Por lo que pude deducir, reconocía casi todos, excepto la pérdida de libido. Le hice ver (sutilmente), que la aparición de ese síntoma era muy improbable en ella, a cualquier edad. Se lo tomó como un cumplido, y me sonrió dulcemente. Menos mal. Pero los sofocos le tenían un tanto jodida.

Tuvimos que reconocer que nuestra existencia era un tanto caótica. Salvo nuestro especial triángulo amistoso, ninguno de nosotros era especialmente feliz en sus vidas, y solo esos momentos nos distraían lo suficiente como para olvidarlo. El whisky y los Martinis empezaron a pasar factura. Planteamos improbables hipótesis, como el comprar un piso para cada uno en un edificio de solo tres plantas, montar un negocio juntos, casarnos los dos con ella, aunque fuese por turnos, escribir una biografía cada uno, revisada por los otros dos. Hacer un corto, tirarnos en parapente, navegar en un velero por las Islas Maldivas. Al cuarto whisky, me sorprendí a mí mismo descartando en voz alta lo del parapente, y provocando la carcajada en ellos dos. “Nunca pensamos que fueses a hacerlo”, respondieron a coro.

La noche acabó como se esperaba. Nosotros dos borrachos y ella un poco achispada, lo que seguramente le facilitó acercarse al pianista, susurrarle al oído, arrancarle unas notas del “My Kind Of Lady” de Supertramp, y poco después, provocar que cerrase la tapa del piano, recogiese la chaqueta y saliese con ella por la puerta de atrás del local. Pagamos la cuenta, guardamos la tarjeta en los bolsillos de la chaqueta y salimos del local, muertos de risa, pensando en cómo íbamos a convencer a un taxista para que parase en ese barrio y nos llevase a casa. Y así, dimos por finalizada una de nuestras noches, la que acabamos a la vuelta del Restaurante Italiano, y que nos permitiría seguir adelante hasta la próxima cena, sin profundizar en exceso la razón de esa existencia incompleta, inmadura e infeliz, la que transcurría entre cena y cena.