sábado, 30 de septiembre de 2017

La Esencia De Las Cosas

Tomado de LA ESTROFA QUE LO CAMBIÓ TODO (VI)

“Vi la esencia de las cosas en el perfume de tu mirada,

pude olfatear el miedo en la caída de tus ojos,

adiviné las dudas de tu alma cuando apartaste la mano

y viendo, oliendo, adivinando, pasé el resto de mis días

Preguntándome qué había pasado”

(Antoniadis9)


domingo, 24 de septiembre de 2017

La Estrofa Que Lo Cambió todo (VII)

Abandoné el local feliz e inquieto. Tenía la información, pero la logística se complicaba un tanto. Primero porque no podría localizarla hasta el fin de semana. Y en segundo lugar, porque si su trabajo tenía una mínima carga de seriedad o estabilidad, no querría abandonarlo, y menos por un loco como yo.

Y yo no podría abandonar su sonrisa de lunes a viernes.

“Mozo, ponga un trozo
De bayonesa y un café
Que a la señorita la invita mesié (monsieur)”

Ojalá fuera premonitorio. Las estrofas pronunciadas por Urrutia, que flotaban en el café más próximo que encontré a la casa de Irene, me sirvieron de estímulo. Nada me complacería más que invitar a la reina de las sonrisas a un café, una bayonesa o un Dom Perignon. La estrategia del día consistía en apostarme en el asiento que había localizado junto al ventanal más ancho, desde el que podía vislumbrar el portal de Irene. Un tanto pobre, lo reconozco. Pero a veces la Moleskine ofrecía decepcionantes páginas en blanco, especialmente porque no habían sido garabateadas debidamente.

La sucesión de cafés, infusiones y zumos, dieron paso al inevitable almuerzo. Y a la sobremesa. Y al té de las cinco, y la cosa parecía más bien una hibernación que una vigilancia, cuando un fugaz resplandor, probablemente procedente del reflejo de la luna en sus dientes perlados, me hizo despertar de mi letargo. Era ella, sin duda. Me quedé levemente extasiado hasta que en mi pecho pareció localizarse el epicentro de un terremoto de cierta magnitud. Una brutal taquicardia me dejó paralizado momentáneamente. Seguramente coincidió con el momento en el que divisé claramente un pequeño juego de maletas siamesas a los pies de mi amada. O adorada o como quieran ustedes denominarla.

Bares, qué lugares
Tan gratos para conversar
No hay como el calor del amor en un bar

Y en efecto, esa era mi decisión. Permanecer cómodo y confortable teorizando sobre el amor en un bar, o salir corriendo y plantarle cara al amor, a la vida, a las costumbres, a los convencionalismos, e incluso a mi propia esencia. Y para mi propia sorpresa, decidí lo segundo. Eso sí, con el máximo respeto a mis principios. Abrí la Moleskine; Anoté el número de licencia del taxi que acababa de llegar a recoger a Irene; Solicité la cuenta; Repasé los conceptos de cobro; Saqué el móvil; Busqué la función de calculadora; Repasé las sumas del ticket de caja; Volví a repasarlo; Saqué mi billetera; Coloqué en el sitio correcto un billete de cinco euros que se había traspapelado de compartimento; Saqué el billete de cincuenta euros, aunque la cuenta era de la mitad; Esperé que el camarero recogiera el dinero; Calculé el diez por ciento exacto de la propina; Localicé la moneda fraccionaria exacta; La deposité en el plato; Solicité un taxi; Esperé el taxi; Llegó:

“¿Buenas noches, adonde nos dirigimos?”

“Debemos seguir a su colega del número de licencia 14.003”

“De acuerdo, señor. ¿Tiene alguna idea de adonde se dirigía?”

“Ni la más mínima”

“Excelente, señor. ¿Prefiere que recorramos la ciudad a voleo o me dará usted alguna pista”

“La viajera llevaba un juego de maletas”

“¿De qué color?”

“Creo que gris oscu… ¿Me está usted vacilando?”

“Desde luego, señor. Pensé que era la respuesta menos traumática a sus extravagantes peticiones”

“Ahí va a llevar razón usted”

Tras una conversación de besugos, perfectamente congruente con la situación, decidí rescatar la escasa capacidad de raciocinio que me quedaba, tras la evidencia de que soy un cabeza de chorlito integral, pero no del todo irrecuperable, siempre y cuando pudiese encontrara a Irene. Propuse al taxista que me diera alguna alternativa, antes de recorrer la totalidad de estaciones de tren, autobuses y aeropuertos.

“Dígame una cosa. ¿Cómo iba vestida?”

Después de asegurarme que no me estaba vacilando de nuevo, le contesté:

“Vaqueros, botas altas, sudadera oscura con camisa por dentro. Impermeable tipo North Face”

“Ha dicho usted que llevaba un juego de maletas. ¿Alguna muy grande?”

“No, las dos como de cabina. Una de ellas más parecía tipo mochila”

“Vale, entonces debemos comenzar por el aeropuerto”

“De acuerdo. ¿Pero qué le hace pensar…”

“Estamos a 25 grados de mínima en todo el país. Tiene pinta de que se va a Escandinavia, Siberia, o algún otro sitio parecido. Y el tren no parece una alternativa razonable. Además, lleva maletas pequeñas, como las que exigen las aerolíneas low cost. Le apuesto algo a que se va con Ryanair, y si es así, hay una probabilidad elevada de que sea a Inglaterra”

“Oiga, es usted un Sherlock Holmes con raya roja en el coche”

“No, en realidad soy del CNI. Es mi tapadera”

Ahí me pilló. Si le preguntase si me estaba vacilando de nuevo, no iba a poder fiarme de su respuesta. Ya se sabe que los espías españoles están entre los mejores del mundo. Y por el acento, éste era madrileño de cuna. Por lo tanto, castizo y vacilón. O sea, espía y gato. Imbatible.

En cualquier caso, el taxi-espía se dirigió a la T1 del Aeropuerto de Barajas. Me dejó frente a los mostradores de Ryanair. Me dirigí a toda prisa, tras solicitar el ticket, pagar la cantidad exacta más la propina y cerrar cuidadosamente la puerta. Según avanzaba hacia los mostradores, caí en que sería imposible localizarla. Los grupos, las maletas, los turistas despistados, los que querían impermeabilizar a las maleta o a los turistas, no estoy seguro, en fin, lo que viene siendo el caos de Barajas. Pero no había llegado tan lejos como para abandonar. Me dirigí a las taquillas y solicité un billete para Londres.

“¿Para qué aeropuerto lo quiere, señor?”

“Me da lo mismo”

“¿Prefiere Stansted, Luton, Gatwick, Heathrow o London City?”

“Me da lo mismo”

“Es que están cada uno en una punta”

“Me da lo mismo”

“Lo siento señor. No es posible. Las normas de la compañía exigen que me especifique el aeropuerto”

“Vale, London City”

“Lo siento, señor, allí no vuela Ryanair”

“Pues Heathrow”

“Lo siento señor, allí no vuela Ryanair”

“Y entonces, para qué me los ofrece”

“Política de la compañía, señor. Estamos a su servicio”

“Pues me está usted sirviendo para acordarme de algunos familiares de su presidente”

“No pase apuros, señor . Son irlandeses. Puede usted insultarlos sin problema. Lo único, que el whisky resucita a los muertos, y vaya usted a saber”

“Vale, lo retiro. ¿Adonde vuelan ustedes?”

“A Stansted”

“Vale, pues deme un billete para Stansted”

“¿Ida y vuelta?”

“Solo ida”

“¿Quiere escoger asiento?”

“Desde luego. Póngame al lado de una preciosidad que se llama Irene y que ni siquiera sé si viaja”.

Si el taxista me había vacilado, yo podía desquitarme con la taquillera. Es lo menos que podía hacer por mi maltrecho orgullo.

“11C, señor. Así no podrá ni salir al baño sin que usted se entere.”

La miré con rayos en los ojos, convencido de que me había megavacilado, superando holgadamente al taxista del CNI. Lo que ocurre es que ella estaba tan tranquila, y no pude por menos que convencerme de que debían tener un esquema de reconocimiento facial imbatible, o era el big data, o…simplemente me estaba vacilando. Pero a esas alturas, no tenía más remedio que subir al avión o esperar a verla en la cola del embarque. Pero, ¿y si se retrasaba? ¿O ya estaba en el avión? Unica solución, subir al 11C y que fuera o fuese lo que el Altísimo dispusiera. En lo más alto.

No pude encontrarla en la cola. Ni en el avión. Obviamente, me habían vacilado entre todos. El taxista, la taquillera, el Altísimo. Y el primero de todos, yo mismo. Al desviarme de mis más potentes convicciones, me había traicionado. Y ninguna buena acción queda sin su justo castigo. El mío, paseíto a London Stansted, sin propósito claro. Desviación mayúscula de la Moleskine. Era la segunda vez que me pasaba. En la primera me llevé un bofetón. En ésta, solo un sofocón. El que me llevé cuando leí el nombre que figuraba en la página uno del libro que acompañaba a mi vecina de asiento: Irene Martínez Cerralbo. O sea, que la taquillera no me vaciló, simplemente se equivocó de Irene. Me quedé un poco reconfortado, aunque su sonrisa no era la que yo iba buscando.

La salida del aeropuerto de Stansted me empujó hacia los subterráneos, buscando al menos un hotel en el que dormir. Eché un vistazo fugaz a la derecha, hacia la salida de los trenes, por simple curiosidad. Tren hacia Norwich, con transbordo en Cambridge. No sonaba mal. Mis limitados conocimientos de la geografía británica situaban a Norwich en el este de la isla, relativamente próxima al Mar Del Norte. Sin más. Pero pronto tendría opción de aumentar mis conocimientos. En el mismo momento en el que dos maletas y una sonrisa me resultaron terriblemente familiares.

Me colé. Me colé como hacían mis compañeros en sus años mozos. Saltando el torno como jamás osé saltar el plinto de la clase de gimnasia, como si la vida me fuera en ello.

Quizás porque, en efecto, algún tipo de vida podría estar localizada en el vagón número dos del tren destino Norwich.

 

 

 

Imagen destacada de Andrés Nieto Porras

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 


viernes, 15 de septiembre de 2017

La Estrofa Que Lo Cambió Todo (VI)

Ahora quedábamos la Moleskine y yo, reforzados por el Santo, frente a Irene, mis incapacidades de relación con los seres humanos en general, mi demostrada ineptitud para detectar cómo había de comportarme con ella, y esos pequeños problemas logísticos. Estaba rodeada.

Mi inicial optimismo, basado en el impecable refuerzo filosófico de Santo Tomás de Aquino, fue matizándose a medida que pasaban las horas.

En primer lugar, estaba la dificultad de llevar a cabo la estrategia que tenía medio diseñada, y que podría resumirse en “enamoramiento por aplastamiento o sofocación” Es decir, que iba a abrumarla de tal forma que sería imposible que se resistiese. Llevarla a cabo era posible, sin duda, aunque podría ocurrir que a medio ahogamiento me diera otro par de bofetadas.

En segundo lugar, el pequeño inconveniente técnico de que yo no tenía ni la menor idea de cómo relacionarme con las personas, salvo en los estrictos canales marcados por mi Moleskine. Nunca me paré a pensar si la relación, ese momento en el que mi agenda, la persona y una servidora coincidían en las mismas coordenadas espacio-temporales, daban lugar a una experiencia gratificante, sofocante o extravagante. En mi caso, irrelevante. Pero las personas que me recibían o a las que recibía, seguramente tendrán una opinión. Eché de menos a la Directora de Recursos Humanos, que al parecer había decidido coger un año sabático, vaya usted a saber la razón. Anoté en la agenda citarme con la suplente.

Esta última reflexión me preocupó enormemente. No tanto porque tuviera el más mínimo interés en generar una agradable impresión en la gente, sino más bien por el efecto que esas interacciones pudieran generar en mi plan, recuerden, “A por Irene por aplastamiento” Supongan que esos encuentros con sus compañeras, amigas o con ella fueran desagradables para las interlocutoras. Lo tendría muy difícil para conseguir mis objetivos. Debía generar algún tipo de táctica para resultarles encantador, en el supuesto caso de que no lo fuera intrínsecamente. No vaya a ser que me esfuerce en parecer agradable cuando ya lo soy, sin saberlo, claro está. Llamé a mi madre. Ella no me iba a engañar.

“Tú sabes que te quiero con locura. Y que mentiría por tí, todas las veces que me lo pidieses. Ahora, si lo que quieres es la verdad, mejor te paso con tu hermana” No acabó de gustarme la idea, pero no me dio tiempo a detenerla. Mi hermana, ante la oferta de decir la pura verdad, sin consecuencias, decidió aprovecharla. Y vaya si lo hizo.

No es necesario entrar en muchos detalles, la conversación con mi hermana me hizo sospechar que había una posibilidad cierta de que en la relación con las personas fuese un completo cenutrio (sic) Incluso aplicando el factor de corrección de todas las cuentas pendientes que pudiéramos tener desde la infancia, me quedó bastante claro que en este tema podía encontrar un amplio margen de mejora. Al finalizar la conversación, decidió terminar de destrozar mi día. “A ver si vienes otra vez al pueblo, nos encantó estar contigo”

Bien, un planificador como yo, no iba a arredrarse ante un problema. Todos los problemas del mundo pueden arreglarse con una adecuada planificación. Diagnosis, tratamiento, prognosis. La sociedad mundial es desconocedora de que el mundo sería sensiblemente mejor si estuviese gestionado por una Moleskine bien alimentada. El problema es que este tipo de razonamientos tienen muy mala prensa. ¿Qué haríamos con los consultores, los políticos, las Agencias de Cooperación, las ONG, los misioneros, y sobre todo, los hare krishna, si la paz mundial se alcanzara con unas pocas páginas de agenda?

Por tanto, si el bienestar mundial solo dependía de una agenda correctamente cumplimentada, un problema tan sencillo como el de Irene, que podía resumirse en que probablemente no querría saber nada de mí, que no sabía donde estaba, que para tener una oportunidad debía cambiar toda mi manera de actuar, mi esencia, mi núcleo vital, y que aún así, probablemente se resolvería con leves manifestaciones violentas de ella hacia mí, porque la posibilidad de que la cagara era enormemente elevada, no suponía un reto especialmente complejo para nosotros dos. Mi Moleskine y yo.

Abrí el bolsillo, solté la goma, calenté el bolígrafo, hice unas cuantas líneas de prueba en un folio en blanco, no fuera a ser que la página de la agenda quedara a media tinta, busqué una página en blanco, sin relieves de escrituras hechas en páginas previas, y escribí:

  • Asunto: “Irene”
  • Objetivo: “Ver su sonrisa en directo de nuevo”
  • Resistencias previstas: “Ninguna” (hasta que la viese, claro)
  • Recursos necesarios: “Encanto personal”, “Mucha potra”, “Otros a definir”
  • Acciones inmediatas: “Encontrarla”

Me sentí mucho mejor cuando escribí las líneas generales del plan. Las cosas estaban mucho más claras ahora. En primer lugar, debía atender a aspectos puramente logísticos, como obtener los recursos necesarios. “Encanto personal” No me pareció muy complejo. Valoré recurrir de nuevo al Profesor López Müller. Casi seguro que alguno de sus filósofos de cabecera habría escrito algo al respecto. Decidí reservarlo como plan B. De momento, investigué en google. Al parecer, el encanto personal dependía de múltiples factores, lo que me otorgaba ciertas opciones. Simplemente debía ir una a una, como los hitos de un proyecto empresarial.

Esta investigación, aparentemente sencilla, me proporcionó no pocas sorpresas. En esa lista de factores influyentes en la generación de “Encanto personal”, se mezclabas cosas tan dispares como “empatía”, “interés por el otro”, y otros conceptos más bien intangibles (y por tanto muy complicados para Moleskine y yo), con otros mucho más concretos y accesibles. “Tener detalles”. Me pareció sublime. Si el encanto personal se basaba en detalles, nosotros éramos imbatibles. Fechas de cumpleaños. Rosas o libros por San Jaume, aunque me hallase en la Serranía de Ronda. Flores, bombones, pañuelos. Felicitaciones a los varones por las victorias de sus equipos (Los lunes, debía anotarlo). Conviene aprenderse los nombres de la gente, por lo que pude averiguar. Las redes sociales ayudaban. Dar “me gusta”, retwittear, poner emoticonos, ese tipo de cosas. Aún así, siempre había algún poeta que jodía la marrana con más ideas abstractas:

 

La Esencia De Las Cosas..

“Vi la esencia de las cosas en el perfume de tu mirada,

pude olfatear el miedo en la caída de tus ojos,

adiviné las dudas de tu alma cuando apartaste la mano

y viendo, oliendo, adivinando, pasé el resto de mis días

Preguntándome qué había pasado”

(Antoniadis9)

Y otros que respaldaban claramente la estrategia, como Gloria Fuertes, una de las pocas poetisas que conocía de mis años infantiles. Recurrí a ella como el paladín de la empatía. A nadie podía caerle mal, a pesar de su voz de barítono, de su físico rotundo, de su demoledora simplicidad. Busqué su complicidad, su solidaridad, y a fe que la obtuve en sus poemas:

La gente corre tanto…

 La gente corre tanto 
porque no sabe dónde va, 
el que sabe dónde va, 
va despacio, 
para paladear 
el ir llegando.
(Gloria Fuertes)

El evidente respaldo obtenido por la Fuertes, me reafirmó que la estrategia diseñada, es decir, “enamoramiento por aplastamiento”, era la adecuada. La lectura literal del poema apoya a los que saben donde quieren llegar y les aconseja pausa y deleite en el camino. O sea, claramente mi caso. Yo quería llegar a un escenario muy concreto, obtener la sonrisa de Irene y procurar que la repitiese todos y cada uno de los momentos de nuestra vida.

En mi interior había forjado la idea de que su sonrisa vendría a ser una especie de pasarela a una dimensión alternativa a la actual, en la que los objetos, las personas y los tiempos que forman parte de la vida, pasarían a adquirir un rol, un personaje teatral, una pieza de puzzle, con características netamente diferentes a las actuales, en las que probablemente no suponen para mí sino un atrezzo, una especie de inventario de elementos circundantes, quizá unos satélites en órbita permanente, quizás influyendo, quizás iluminando, pero más probablemente, adornando. En cierto modo, esa espartana decoración que circundaba mi vida, en mis cosas, en mis actos, venía condicionada por no haber franqueado la barrera entre vivir y agotar la vida, y para esa Estigia, necesitaba un moderno barquero, a ser posible en un entorno menos sombrío y con mejores perspectivas. En efecto, Irene era mi Caronte. No podría atravesar la laguna sin ella.

Viendo las cosas en retrospectiva, mi visión de la jugada no podía ser más egoísta. Claro, que yo no podía ser otra cosa que Sergiocéntrico. No había experimentado ningún sentimiento o vivencia que me permitiese entender la vida de otra manera. Mi hermana me llamó…cenutrio, creo recordar. Según la RAE, un cenutrio es un individuo torpe o estúpido. Quiero creer que mi hermana se refería a la primera acepción. Porque no me consideraba estúpido, en una perspectiva utilitaria, quiero decir. Era profesionalmente competente e individualmente serio, fiable y previsible, pero no estúpido. Probablemente, mi egocentrismo era una torpeza evolucionada, elevada a la enésima potencia, desoyendo los estímulos externos por subjetivos, variables y de escasa fiabilidad. ¿Criticable? Probablemente. Pero cuántos de ustedes, amigos lectores, no habrían deseado ser mucho más torpes cuando confiaron en las personas, en intuiciones, en presentimientos, en experiencias pasadas, y se encontraron con una realidad que mi Moleskine y yo hubiéramos driblado con absoluta facilidad, programando acontecimientos con meses de antelación. Reflexionen al respecto o contacten con López-Müller.

Enmarañado en todas estas reflexiones, se me escapaba lo más importante. ¿Dónde estaba Irene? ¿Qué había sido de ella? Como decía la canción, “y yo sé que sin buscar no encontraré. Paso al loco de la calle. Paso al ansia de vivir”  Debía buscarla, debía localizar al objetivo lo antes posible. Para ello, diseñé una especie de plan de aproximación, que se basaba en recuperar las viejas costumbres del café matutino, volver a su antiguo trabajo, al escenario de nuestro encuentro y mi revolución interior. De un lado, podría estar allí si ella aparecía. De otro, podría captar alguna información de la secreta sociedad de las modelis. Posiblemente yo no fuese un tipo encantador, pero la mayor parte de ellas tenía un cerebro de mosquito, y ahí radicaba mi fortaleza. Ligar con ellas no iba a poder, fijo. Pero arrancarles toda la información que tuvieses almacenada no me costaría mucho.

De hecho, así fue. Empecé a retomar mis visitas al café, donde pude comprobar con alborozo que nadie me había echado de menos, que no sabían quién era yo. En realidad no sabían quién era nadie, exceptuando los modistos, los youtubers y sus rivales de pasarela. Ahí se explayaban. Recibí un completo manual de cómo evitar o provocar que un rival te echase del negocio, o viceversa. Supongo que casi todas ellas habían fracasado miserablemente, a juzgar de cómo se movían por el café. Pero no dejaban de ser presa fácil para mi sagacidad. Mi estrategia de aproximación funcionaba a la perfección, ya que les extraía hasta el último cluster de información que tenían almacenado. Claro que eso no quería decir mucho, porque las pobres no eran capaces de retener demasiada. Y preguntarles por una ex compañera que probablemente no había sido rival en pasarela era tarea titánica.

Cambié de estrategia. Inventé un supuesto cumpleaños y arrastré por la fuerza del organigrama a varios compañeros, mejor dicho a varios coincidentes en el trabajo. Preparé un pequeño after-work e invité a los colegas y a las camareras-modelis, aprovechando que era hora de cierre. El champagne se dejó ver en abundancia, y las neuronas dejaron de estar constreñidas por una talla 34. Ahí supe que Irene trabajaba fuera de nuestra ciudad, pero que mantenía su vivienda. Al parecer una de las modelis conocía a otra que compartía vivienda con ella, o lo había hecho recientemente. No pudo precisar mucho, ya que llevaba media botella encima, pero la información era muy valiosa. No sabía donde trabajaba ni en qué, pero era un comienzo.

Decidí clausurar el acto, un tanto abruptamente, porque mis compañeros de trabajo, inicialmente incorporados al acto por respeto a su actual curro, habían descubierto la potencia de la combinación “muchas copas de Bollinger-muchas modelos borrachas-muchas posibilidades de acabar en final feliz” Llegamos a un tácito pacto. Abrí tres o cuatro botellas más y me dispuse a abandonar el local, en loor de multitudes, siendo coreado por propios y extrañas. Ambos bandos formaron una especie de pasarela de honor, como hacen los militares, elevando las espadas al centro y formando una especie de túnel de reconocimiento y respeto. En este caso, las lanzas se tornaron cañas y las espadas fueron sustituidas por las copas de champagne y los soldados por modelos de 1,80 sin tacones.

Abandoné el local feliz e inquieto. Tenía la información, pero la logística se complicaba un tanto. Primero porque no podría localizarla hasta el fin de semana. Y en segundo lugar, porque si su trabajo tenía una mínima carga de seriedad o estabilidad, no querría abandonarlo, y menos por un loco como yo.

Y yo no podría abandonar su sonrisa de lunes a viernes.


sábado, 9 de septiembre de 2017

Paseando Entre Las Curvas De Tu Cuerpo

Paseaba entre las curvas de tu cuerpo, procurando dejar una huella profunda a cada paso.

Tú correspondías con la indiferencia de quién sabe que todo terminará como deba

Vaya pareja.

Cuando ya me retiraba a los cuarteles de invierno, cediste un minúsculo estremecimiento

Hice lo que correspondía, esperar activamente, deslizando mis pasos con la levedad de un espectro

Hasta escuchar lo que me pareció un sonido emitido desde el alma, desde el cuerpo, desde el deseo.

Y tú sabrás porqué, convertiste tus curvas en homenaje a los sentidos, rodeando, girando, atrapando, mordiendo.

Vaya pareja


miércoles, 6 de septiembre de 2017

La Estrofa Que Lo Cambió Todo (V)

Entonces fue cuando lo comprendí todo.

…cuando ya te has ido 
cuando me parte en dos el alma 
no hubiera dudado en quedarme contigo 
de haber sabido como yo te amaba …

“De haberlo sabido”. Ese era el título de la canción. Toda una descripción de mi vida en solo tres palabras. Qué me había perdido en todos estos años. ¿En qué cuadrícula de la agenda anoté “dejar de vivir”?. Qué ocupaciones sustituyeron a la búsqueda de la felicidad. ¿Dónde oculté la bitácora que debía marcar el rumbo correcto?

“De haber sabido como yo te amaba” En efecto, nunca lo supe. No podía saberlo, porque no amé nunca. Ahora estaba seguro, porque la presencia que preludiaba la definitiva ausencia de Irene, me hizo experimentar una serie de sensaciones desconocidas para mí. No solo tuve miedo, desde luego que lo tuve. Era el tipo de miedo lo que me asustó, lo que me hizo temblar, lo que tornó mi cara a una palidez extrema. El miedo definitivo. Eso fue lo que sentí, el miedo irremediable, la tristeza eterna, la ausencia absoluta, el vacío más triste. Simplemente, no podía concebir rellenar la agenda del resto de mi vida sin su presencia, sin su compañía, sin su alegría, sin pasión, sin ilusión. Noté una lágrima salada en la comisura de mis labios. Sonreí. Al menos sabía que podía manifestar sentimientos de algún tipo.

Bien, el diagnóstico había concluido. Estaba enamorado hasta el último rincón de mi alma. Bien, jamás lo estve, luego no se qué tipo de protocolo debía proseguir a tamaña revelación. ¿Cuando uno está enamorado, qué hace? Consulté a google, naturalmente. Me extrañó que los primeros resultados de búsqueda fueran tan poco directos:

Si interpreto bien a google, lo que quiere decir es que antes de hacer algo, debes asegurarte de que estásenamorado. Supongo que hay gente que no lo tiene claro del todo, y google, en ese papel de interés siocial que juega en nuestras vidas, lo advierte por si las moscas. Me pareció correcto. Pero como yo no albergaba duda alguna al respecto, añadí en la búsqueda: “y está completamente seguro”

La jodimos. Primer resultado:

Lo único que me faltaba, tras haber mantenido la entrevista con la de Recursos Humanos, que encima estaba en lo cierto, es recurrir a la filosofía. ¿Se suponía que debía empezar con San Agustín e ir bajando? Porque las sensaciones que Irene despertaba en mí, no creo que las hubiese compartido Santa Teresa De Jesús. Vamos, quiero creer, porque se me caería el mito estrepitosamente. No acababa de verme buceando en compendios o enciclopedias filosóficas.

Supuse que debía haber alguna alternativa, algún tipo de experto que me pudiese aclarar las ideas sin necesidad de tragarme tomo tras tomo. Casi como broma, escribí en google: “Consultor de Filosofía” Y para mi sorpresa, apareció un nombre: “Profesor López-Müller

Lo de Profesor me dió cierta confianza, porque lo de Consultor de Filosofía, me sonaba a ese concepto que los modernos llaman “coaching”, y que a mí me gusta llamar “evidenting”, ya que en las propuestas y recomendaciones que sugieren a los incautos que les contratan, no hay más que una especie de popurri entre los consejos de toda la vida de tu madre oabuelo, y las páginas finales de las revistas del cuore. “Quiérete a ti mismo”, “cree en ti”, “Identifica a las personas tóxicas y hazlas salir de tu vida” En fin, escasa aportación para tan rimbombante título.

Me cité con el Prof. López Müller en su despacho, repleto de libros y blocs de notas. Me causó una mala impresión inicial, de desorden y anarquía. Pero recapacité rápidamente, considerando que toda mi metodología y planificación no habían sido capaces de resolver  (ni identificar), un problema de marca mayor, que me tenía en la mayor y única encrucijada de mi vida. Así que decidí darle un voto de confianza a la entropía del universo. Peor no me iba a ir, eso seguro.

Me recibió con cierta afabilidad, mas no con empatía. Supongo que si hiciera suyos todos los problemas que les trajeran sus clientes, el pobre iba a necesitar un coaching, perdón un evidenting para sí mismo. Enjuto, de mirada despreocupada pero vivaz, no utilizó demasiado tiempo para el protocolo:

-“¿Sr.Tapia,quiere contarme lo que le trae a mi despacho?”

Y yo, obediente, lo hice. Cuando había transcurrido una media hora de mi exposición, estoicamente soportado por el Profesor, hizo un pequeño ademán para indicarme que tenía suficiente información. Yo andaba por la entrevista con la Director de Recursos Humanos, y supuse que no querría que hubiera que reanimarle a él también.

Comenzó con una breve introducción: “Sí, está usted enamorado, lo que se entiende coloquialmente como tal. Como es lógico, este sentimiento ha sido estudiado y valorado desde muy diversos puntos de vista, por lo que parece razonable que usted no haya sabido verlo. En parte por su personalidad tan particular, en parte porque usted puede ser lo que coloquialmente, no pretendo ofenderle, es lo que se llama un pedazo de carne con ojos”

Iba a protestar por la nomenclatura, cuando me frenó en seco. “Mire, su actitud ante la vida, ante sus semejantes, ante sus sentimientos, es muy similar a la que sugería Jean Paul Sartre, por lo que quizá no sea usted el único en este mundo que tiene esta actitud. Ahora bien, si acude usted a verme,es porque ha decidido acometer algún tipo de modificación en su perspectiva vital. De esa manera, Sartre puede aportarnos la visión antitética a lo que usted debe hacer. Recuerde que su perspectiva vital era la ausencia de la misma. En concreto defendía que el hombre solo tiene esencia cuando está muerto, y que el hombre es una pasión inútil. Vamos, que no es la alegría de la huerta precisamente, ni el tipo de referencia que vamos a poder emplear si queremos reintegrarle a usted a algún tipo de escenario vital algo más…alegre.

Estuve a punto de replicarle y hacer una defensa numantina de los postulados de Sartre. Recuerdo haberle leído que cada uno debía proporcionarse su propia existencia  y personalidad, básicamente lo que yo había venido haciendo todos estos años. Pero antes de abrir la boca, recordé que incluso me sentía poseído por algún embrujo o bebedizo amoroso. eso no hablaba demasiado bien sobre esa personalidad que me había forjado. Así que mejor explorábamos otras hipótesis

El Profesor me propuso que repasáramos la propuesta de los clásicos, y se abalanzó hacia un macro volumen cuyo lomo rezaba así “Ensayo sobre la Teoría del Amor de Platón” El autor, nada menos que el propio Profesor López Müller. Estábamos buenos. Iba a soltarme una soflama exhaustiva sobre el amor en los griegos clásicos. Hasta ahí, vale. Quise advertirle discretamente que entre los discípulos de los filósofos griegos clásicos, abundaban tendencias sobre las que yo tenía pocas dudas que no coincidíamos con las mías. Pero seguro del todo, vamos. Me hizo ver que lo tenía claro, que no íbamos a abordar las diferentes manifestaciones del amor, entendido como un elegante eufemismo de la cosa carnal. Me relajé considerablemente.

El núcleo de la teoría del amor de Platón se basa en la hipótesis de que el amor se manifiesta en una dualidad físico-utópica. Al parecer, si seguimos a Platón, la fase de admiración física no es más que el preludio de lo que en realidad buscamos, que no es más que la adquisición, previa entrega por parte del otro, de algo que jamás nos será entregado totalmente, por la sencilla razón de que no es material sino espiritual, y cómo no somos capaces de hacer tangible esa espiritualidad, nos vamos entreteniendo con lo material, porque somos capaces de concretarlo, tocarlo, e incluso medirlo si nos ponemos exquisitos.

No acabó de convencerme mucho la propuesta. La parte material la entendí cojonudamente. Y la podía seguir en mi Moleskine. Pero si había una vertiente etérea, intangible, y jamás iba a ser capaz de atraparla, por incapacidad técnica o porque aunque la hubiese adquirido, no habría sido capaz de saberlo por esa intangibilidad de la que hablaba Platón, no parecía que los clásicos griegos resolviesen mi  doble problema, uno el que tenía con Irene, y otro, el que tenía conmigo mismo, quizá más difícil de resolver.

Supongo que el Profesor me debió captar el rictus de inconformismo/pesadumbre y decidió quemar sus naves, apostando fuerte.: Santo Tomás de Aquino. Me puso en antecedentes. Tomás de Aquino planteaba una respuesta muy interesante al planteamiento existencial de la filosofía medieval

¿Qué es más perfecto, conocer o amar?

La respuesta de Tomás de Aquino es que en las cosas inferiores al hombre, es mejor conocerlas, porque las elevamos de categoría. En cuanto a las superiores, es mejor amarlas, porque el amor nos eleva a su nivel. Desde ese punto de vista, distingue entre el amor espontáneo, natural, y el amor derivado del conocimiento, ya sea por deseo (amor sensible), o racional, lo que entiende como amor propiamente dicho. Según él, toda la vida humana se explica por lo que deseamos y amamos, y por la constancia con que lo amamos.

Esta perspectiva me animó mucho más, dado que nuestro amor, el de Irene y mío, suponiendo que a estas alturas ella lo compartiera, sin duda había sido espontáneo, al menos por su parte. Por la mía digamos que había una espontaneidad aplazada, por llamarle de alguna manera, que acabó de aquella manera. Deseo había por ambas partes, o al menos yo la deseaba de manera indubitada. O sea que ya teníamos dos de tres. Y la racionalidad no digamos. Para llegar a la conclusión de que estaba enamorado hasta las trancas, tuve que consultar a la de Recursos Humanos, descartar embrujos, erradicar al de Mantenimiento de mis pesadillas, ser portado por la UVI Móvil, … No creo que pueda haber mayor prueba de racionalidad que sobrevivir a todo eso y mantener el convencimiento de que estaba colado por sus huesitos.

La parte que me faltaba, y que debía acometer era la constancia. Desde luego no había sido constante hasta la fecha. Pero mis cualidades planificadoras podían ayudarme mucho. Si se trataba de ser constante, periódico, exhaustivo, pesado, mi Moleskine y yo éramos imbatibles. Se presentaba algún tipo de inconveniente logístico: Se había despedido, igual no me cogía su teléfono, aunque sabía donde vivía era difícil planificar sus horarios, en fin, nada que no pudiera subsanar con un plan. Es decir, que estábamos en mi terreno.

Despedí al Profesor que me aconsejó una visita de mantenimiento, al hacerle partícipe de mis planes. Un tipo tan anárquico como él, difícilmente le podía dar posibilidades de éxito a mi estrategia, pero él me leyó a Tomás de Aquino. Que hubiera insistido con Sartre y habíamos acabado enseguida.

Ahora quedábamos la Moleskine y yo, reforzados por el Santo, frente a Irene, mis incapacidades de relación con los seres humanos en general, mi demostrada ineptitud para detectar cómo había de comportarme con Irene, y esos pequeños problemas logísticos. Estaba rodeada.

 

 

 

 


viernes, 1 de septiembre de 2017

La Estrofa Que Lo Cambió Todo

Cuando pude convencer a las hordas del bienestar de que me encontraba perfectamente, conseguí que la de Recursos Humanos me recibiese por fin. Con la botella de oxígeno y el desfibrilador semioculto debajo de su mesa, eso sí. Hizo bien, porque los necesité para reanimarla cuando le expliqué el problema.

A fe mía que la de Recursos Humanos nunca se había encontrado con este tipo de diatribas, y que hubiera preferido un par de huelgas o una negociación de convenios colectivos, antes de sostener conmigo este tipo de conversaciones. No obstante, reconozco que se mantuvo muy digna, una vez que le practicamos las maniobras de Reanimación Cardio-Pulmonar. Como decían los clásicos carteles que anunciaban las veladas de boxeo, la Directora de Recursos Humanos se comportaba como un clásico púgil fajador, dispuesta a no rendirse, independientemente de la sarta de disparates que yo le planteaba.

Tuvo la habilidad de analizar conmigo de forma muy lógica mis dudas. La teoría del bebedizo la analizamos conjuntamente. ¿Era concebible? Sí, convinimos. Pero había elementos que la hacían poco probable. Por ejemplo, la posibilidad de que un bebedizo amoroso me hubiese embrujado requeriría un grado de innovación técnica muy elevado. Lo que suele conllevar unos gastos de laboratorio, logística, marketing considerables. Lo que quiere decir que la compañía que lo hubiese desarrollado, habría publicitado y distribuido el producto casi en el momento de terminar los ensayos clínicos. Porque mercado para el producto, había, según me aseveró la de recursos humanos. Me definió un segmento de sexo y edad que, según ella, matarían por administrarle el bebedizo a determinados solteros codiciados, empresarios adinerados al borde de la jubilación y homosexuales muy vistosos de trabajo diario en el gym, por si el bebedizo, además de enamorarlos, les orientaba en sentido contrario, al menos ocasionalmente.

Su razonamiento era convincente. A eso había que añadirle la farmacocinética del producto. Era difícil que concentraciones significativas del producto se mantuviesen en plasma, tanto tiempo después del café que me sirvió Irene. Y tampoco veía yo que mi propia persona de mí mismo fuese un paradigma de belleza. Al menos no tanto como para tamaño despliegue estratégico. Resultón, si acaso.

Lo de los conjuros nos costó mucho más, y tuvimos que recurrir a la técnica de la reducción al absurdo. Ella me razonó que en el caso de haberme aplicado el conjuro, no se hubiese limitado a condenarme a sentir amor eterno por mi querida camarera, sino que de paso se hubiese ampliado a determinados rasgos de personalidad, que según la de RRHH, podrían “irritar” a una persona del sexo opuesto interesada en mi esqueleto. Le pregunté, inocente de mí, y la muy zorra se pasó diez minutos enumerando de carrerilla la lista de “aspectos a mejorar” Si no la paro en seco, apelando a mi agenda, aún seguiría diciendo cosas de mí que no le gustarían a una mujer medianamente sensata. Lo que más me dolió fue la acusación absurda de resultar “excesivamente rígido”  Luego lo busqué en el diccionario de la Real Academia, por si la hubiese interpretado mal, y encontré las siguientes acepciones:

  1. adj. Que no se puede doblar (‖ torcer). 2. adj. Riguroso, severo.

Confirmé que tenía el apoyo completo de la RAE, ya que ninguno de los significados propuestos me parecieron connotaciones negativas, antes bien, magníficas cualidades para un ciudadano honesto y sensato.

En cuanto al resto de los comentarios, me dolieron, aunque no tanto. Sus críticas a mi estética en el vestir, me parecieron simples opiniones. Mi ropa se compraba con periodicidad estacional, y el método de selección, muy adecuado y proporcional. Ante una rotura de costuras, reparación en centro especializado. Ante un rasgado, sustitución de la prenda por otra de las mismas características o idéntica. Afortunadamente, mi sastrería, que también fue la de mi padre y la del suyo, parecía disponer de stock ilimitado de la gama de prendas que me gustaba lucir. Y a unos precios imbatibles. Cuando aún vivía el sastre titular del negocio, el proceso negociador resultaba altamente instructivo. Cotizaba los metros de tela, la calidad de la misma, el número de ojales y botones, la necesidad de dobladillos en los bajos de los pantalones, e independientemente y por separado, los complementos: pañuelos para el bolsillo de la americana, pañuelos de cuello a juego, mocasines de borlas a juego, y corbatas de pala ancha, más caras pero mucho más elegantes. En cambio, la nueva generación de sastres que regentaba la tienda, cuando me veían entrar, me hacían una especie de reverencia, sacaban toda la gama que sabían que encajaba con mi estilo, y me ofrecían unos precios imbatibles. A punto estuve de comprar un traje, cuando el mío aún mantenía sus costuras intactas, treinta años después, tal fue la persuasión que ejercieron sobre mí con esa agresiva política de precios. Resistí como pude, no sin antes prometerles, que en el hipotético caso de que mi traje se deteriora irreversiblemente, acudiría a comprarlo. Me preocupé por preguntarles si me lo podrían reservar para el año próximo o sucesivos, en el caso de que mi traje actual aguantara, y poco menos que me certificaron que el traje seguiría allí. Supongo que la demanda era tal, que debían mantenerlo en fondo de catálogo permanentemente.

El resto de alegaciones hacia mi persona que realizó la de Recursos Humanos, aunque francamente discutibles, me parecieron sencillas de subsanar, en el muy hipotético caso de que fuera necesario. Antipático, huraño, serio, terco, sin aficiones, sociópata, me parecieron pequeños detallitos que no tenían mayor importancia, y que dudaba mucho que pudiesen molestar a una mujer que pudiese interesarse en mí. Aunque no es menos cierto que podrían haber estado incluidas en el conjuro, precisamente por esa razón. La de RRHH tenía razón: De haberme hecho un conjuro, podrían haberme limado esas pequeñas erosiones, que según ella podrían irritar a una chica. Por tanto, tanto el conjuro como el bebedizo los descartamos tras este análisis lógico.

Por tanto, me quedé sin opciones, y así se lo manifesté a la Directora. Me miró con los ojos como platos, como si el conjuro lo hubiese recibido ella, y me soltó así, sin anestesia, la siguiente pregunta:

“¿Y no se ha planteado vd., Sr. Tapia, la posibilidad de que esa chica le guste? Es decir, que se sienta vd. atraído por ella, para que vd. lo entienda?”

“Perdone, pero no entiendo a qué se refiere.” ¿De qué estaba hablando esa bruja? ¿De la posibilidad de que, tras un cambio cuasi ilegal de mi cafetería de toda la vida a ese tipo de negocio inclasificable cambio que, dicho de paso, me perturbó enormemente, y de que sustituyeran a los diligentes profesionales de entonces por ese clan de escuálidas muchachas, y de que circunstancialmente, una de ellas me pusiese un café, me pidiese el teléfono y me robase mi moleskine, y encima, cuando la beso en los morros, siguiendo sus instrucciones, va y me despide con cajas destempladas, y no solo eso, sino que pone en peligro mi integridad física (parcialmente), y lo que es peor, la de mi agenda, me está hablando de que yo pudiese tener algún tipo de sentimiento hacia ella?

Obviamemente, Recursos Humanos no era el departamento competente para resolver mi diatriba, y así se lo hice saber a su Directora. Se molestó un poco, pero dí la reunión por concluida, al filo del tiempo que había estimado, lo que al menos me arrancó una sonrisa. Debería probar con Mantenimiento, me dije. Por lo menos aparece en mis sueños. A lo mejor es una señal.

Cuando llegué a casa, me encontraba muy raro, como desubicado, mareado, inerte. Hice algo inhabitual, poner la radio. Saltó una emisora de música y allí lo dejé, como una especie de fondo de pantalla de mi vida. Algo que estaba allí, que no aportaba en exceso, que no molestaba en exceso. Nunca me había planteado que en mi vida hubiese algún factor perturbador, porque hasta la fecha, todo estaba planificado, hasta eso, hasta la eliminación de factores perturbadores. Había eliminado a mis amigos, a mi familia, a cualquier elemento no planificable que pudiera rondar a mi alrededor. Y hasta ahora había funcionado a la perfección. En mi última visita al pueblo, mi madre me había preguntado si era feliz. En ese momento no valoré la profundidad de la pregunta, y la esquivé como se merecía, con una sonrisa y un beso en la mejilla, que supongo no la engañó. Pero hablar de un concepto como la felicidad suponía un debate para el que no estaba preparado.

Puse la cena en la mesa, con todas las precauciones habituales para evitar incómodas tareas de limpieza posteriores, que además no estaban planificadas. La música sonaba de fondo mientras que atacaba la ración prevista para esa noche. Inadvertidamente, en mi mente se repetía una y otra vez alguna de las canciones que supongo debían haber sonado desde mi llegada a casa. No identifiqué tema ni autor. Tampoco había prestado atención, ni esa noche ni nunca. Y me fui a dormir con la melodía en la cabeza, y el de mantenimiento en mis sueños, en una especie de grupo musical improvisado, con destornilladores como baquetas y fancoil de aire acondicionado como platos de batería. Lo que se puede considerar oficialmente como una puñetera pesadilla.

Pero eso no fue nada con lo que me esperaba al día siguiente. La mañana arrancó de mala manera, con un cierto desasosiego, un poco de dolor de cabeza, y sobre todo, aquella maldita canción que seguía sonando en mi cabeza, pero en modo instrumental. No recordaba la letra, solo la música. Estaba un poco enfadado conmigo mismo. Quizás por no recordar la letra, quizás por recordar la música. El caso es que el día comenzó…distinto.

No mejoró la cosa cuando me dirigí a por mi café matutino. Esperaba la rutinaria modeli, a la que despachaba (y me despachaba) en un santiamén, y me encontré de bruces con mi camarera. Irene me aguardaba detrás de lo que debía haber sido una clásica barra de bar pero no lo era. Sorprendentemente, no vestía el uniforme habitual, sino que estaba vestida de calle. Sencilla, con una blusa discretamente escotada, pelo recogido, vaqueros lavados y una mínima capa de brillo en los labios. Diríase que se trataba de una colegiala de último año o de una universitaria en pleno período lectivo, donde la presión académica minimiza los aspectos colaterales de la vida, sin abandonarlos del todo.

Besaba a sus compañeras, una por una, abrazando a unas pocas, e intercambiando números de teléfono. No había que ser muy listo para detectar que se estaba despidiendo. No me había visto, seguro. Y no estaba convencido de que debiera hacerlo. La incertidumbre, más que la vergüenza, de la última vez que nos vimos, las múltiples dudas que me dejó el encuentro, y la falta de costumbre a la hora de interesarme por una persona diferente a mí, me arrastraba fuera del local, como si fuera una corriente de aire, constante y tozuda.

Pero en ese momento, ella me miró. Y la corriente de aire cesó. En mi cabeza volvió a sonar la melodía, sin letra, pero tocada por la mejor Filarmónica que se pueda concebir. Y en ese momento, lo comprendí. Las piezas encajaron como por ensalmo, los engranajes enlazaron un piñón tras otro, la maquinaria empezó a desprender calor y miedo. Comencé a sudar como jamás en mi vida, y a experimentar una sensación desconocida y terrible: miedo. El miedo de ver cómo mi existencia podría desintegrarse pieza a pieza en aquel instante. El miedo a verme enterrado en vida, con ediciones antiguas de moleskines. El miedo a no poder responder a mi madre cuando me preguntase por mi felicidad. O el miedo a responderla con la verdad absoluta. Y en ese momento, la melodía que me torturaba, subió el volumen, amplió el número de intérpretes y la voz comenzó a abrirse paso entre las notas, inicialmente difuminada y progresivamente nítida. Entonces fue cuando lo comprendí todo.

…cuando ya te has ido 
cuando me parte en dos el alma 
no hubiera dudado en quedarme contigo 
de haber sabido como yo te amaba …