Sobre el asfalto parecían haber desaparecido
para siempre las huellas del invierno, aunque en algunas zonas, el
brillo superficial del rocío mañanero permitía a nuestro amigo ver su rostro
reflejado en el camino pisándolo constantemente, como un permanente
recordatorio de su terrible existencia. Le pareció gracioso e irónico. Un
personaje despreciable que merecía holgadamente ser aplastado hasta por sí
mismo. Siempre tuvo la terrible honestidad de calificarse de una manera
objetiva. Era un malvado, una persona temible en la que no anidaba el más
mínimo sentimiento noble o generoso. El único dato positivo era que eso le
permitía ser muy bueno en su trabajo. Mientras se dirigía hacia el siguiente
encargo, no dejaba de pensar lo malvado que había llegado a ser; Una simple
descripción. Era una persona terrible, de las peores.
En alguna ocasión se planteó la posibilidad
de cambiar. Simplemente no ejercer constantemente esa maldad, quizás ante una
persona o una situación, o un animalillo desvalido, o quién sabe. Pero nunca lo
intentó en serio.
Lo más cerca que estuvo fue en aquella
ocasión. Ya era un malvado adulto y se preparaba seriamente para la titulación
definitiva. El asesinato. Hoy en día era su modus vivendi, como otros sirven
copas y otros intermedian en seguros. En aquel entonces, aún buscaba un remoto
pretexto, una cierta ética en su actuación.
Pudo hallarlo en la única persona con la que
mantenía cierta relación de convivencia pacífica. Si hubiese podido amar a
alguien, podría haber sido a ella. Su mirada parecía sufrir una completa
metamorfosis. En su presencia, la terrible dureza de sus pupilas parecía
adoptar cierta relajación. Y sus músculos parecían estar menos tensos. Podrían
atisbarse los incisivos inferiores, menos carcelarios de lo habitual. No era
una sonrisa.
El paso a primera división del crimen, tuvo
que ver con ella. Vivía en la típica familia desestructurada; El padrastro o
para ser más precisos, el acompañante de turno de la madre, tras una noche de
juerga a la antigua usanza, decidió equivocarse de cama y aterrizar en la de la
chiquilla. La aproximación pudo ser repelida por ésta, con la ayuda de una
contundente raqueta de tenis. Al día siguiente, los ánimos se calmaron, y en la
casa volvió a reinar la anarquía y el desastre, pero en los niveles cotidianos.
La muchacha cometió la torpeza de contárselo
a nuestro amigo, que tomó la decisión de vengarla y de paso probarse a sí mismo
en el noble arte del crimen.
A las dos semanas los periódicos reflejaban
la terrible noticia de la violenta muerte de un honrado camarero a manos de un
presunto atracador. El hecho de que el atracador mutilara los genitales
externos, previo a las cuchilladas mortales, causó cierta extrañeza a los
investigadores del caso.
Para confusión de nuestro amigo, la chiquilla
no parecía muy contenta por la muerte de su “padrastro”. Probablemente esto les
alejó, aunque él no podría olvidarla del todo, ya que ella provocó
involuntariamente el desarrollo de una prometedora carrera profesional, y el
cierre definitivo de cualquier posibilidad de recuperación a la estirpe humana.
Mientras preparaba el utillaje reglamentario,
se preguntaba qué habría sido de ella. Solo recordaba vagamente su rostro, que
presidían los enormes ojos turquesa.
Un trabajo rutinario. La víctima, una mujer. No
es lo frecuente pero ocurre. Vida normal, dos hijos pequeños y trabajo
administrativo. Los motivos no le importaban. Un trabajo más.
Pudo acceder sin dificultad a la terraza de
la pequeña vivienda, forzando la cerradura, atravesando sigilosamente el
pasillo. Una vez en el dormitorio, colocarse a la cabecera y hundir el cuchillo
de izquierda a derecha, desde la mandíbula, atravesando la tráquea. Sin un
ruido. Solo volvió la cabeza un segundo, para confirmar los resultados.
Le llamó la atención el color de los ojos
inertes, de un azul turquesa que parecían serle familiares. Se encogió de
hombros mientras se concentraba en evitar el suelo minado de muñecas, camiones
y piezas de puzzle.