martes, 27 de junio de 2017

Dulce Optimismo (III)

…Apuntalamos nuestro futuro en algunos ornamentos, en los secretos que encierran las callejuelas, avergonzamos pasiones en los rincones oscuros, reprimimos abrazos entre la gente. Quizá podría decir que fue un via crucis de sentimientos, una pasión de pasiones, una autopista hacia lo desconocido, una Ruta 69 en la Judería, el trayecto entre lo posible y lo temido. Porque no hay nada más pavoroso que dejarse atrapar por los sentimientos, cuando aún no han cimentado. Y nada refleja la vida mejor que el riesgo.

Y para las mentes confusas, nada peor que contemplar el Tajo, en el Meandro que se divisa desde la Plaza de San Andrés, porque la engañosa sensación de placidez que imbuye al incauto, puede hacerle cometer las mayores osadías concebibles.

Y solo en ese contexto puede explicarse la decisión extrema que alguien tomó por mí. La de obviar las dudas, los temores y las vergüenzas, exponiéndome sin escudo ni cota de malla al confuso remolino de conceptos básicos relacionados con el amor y sus secuaces. Me dejé llevar por fuerzas a las que no pude poner nombre, porque no se presentaron. Ni acerqué mis labios, ni me consta que lo hiciera ella, pero la extrema cercanía en la que quedaron encuadrados, no permitía resolución alternativa. O la besaba, o rompía definitivamente con el cuento, con  el misterio, con la esperanza. No diré que lo más fácil fue besarla, pero puedo afirmar que, en aquel  momento, el mundo se resumía en sus labios, y me esperaba sin paciencia.

Solo quiero aclarar que no fue una decisión espontánea, sino la consecuencia inevitable de una cascada de hechos y situaciones. No pretendo expiar culpas, en el caso de que debiera hacerlo. No eludo mi participación en todo lo que aconteció posteriormente, simplemente, hay veces que la búsqueda de alternativas no es viable, porque, aunque tú no lo sepas, ya has escogido. Simplemente por estar. O por no haberte ido.

Lo mejor de todo, sin duda, fue el propio beso. Suele serlo. La mecánica, practicada, ensayada o espontánea, suele ser lo de menos en estos casos. Porque se asume y se disculpa la inexperiencia con los labios de otro. No es fácil que exista esa comunión espiritual tan profunda que permita saber cómo le gustan los besos, o cómo le gusta el café a la mañana siguiente. Por tanto, lo mejor es dejarse llevar, besar como te inspira el momento, estar alerta ente las micro-reacciones, ante los cambios de respiración, ante la fluidez de sus labios. Menudo manual de texto estoy escribiendo, cuando todos sabemos que es una mera cuestión de azar. A veces aciertas y a veces te equivocas, y solo te salva el haberlo intentado.

En esa ocasión acerté. O acertó. O acertamos. Porque el beso se ejecutó primorosamente, duró lo aconsejable, enlazó lo suficiente e incluso propuso áreas de mejora. Un problema menos, un incentivo más. Y si sale bien el primer beso, te animas, te vienes arriba en la moral, te consideras el máximo seductor en la tierra, aún siendo consciente que en el mejor de los casos, has sido afortunado. Pero porqué has de quitarte méritos si nadie va a hacerlo. La ignorancia es atrevida, y la osadía, común. Y decidí ser ignorante, común y afortunado, cuando deslicé los labios a lo largo de la curva de su cuello. Podía haberme despeñado, podía haberme precipitado. Me pareció lo contrario cuando la sentí estremecer, cuando realzó la curva para acoger hospitalariamente la presencia de mis labios, cuandó suspiró discretamente hacia el interior de su cuerpo, cuando cogió mis manos entre las suyas y las noté humedecidas. Cuandó no me detuvo en seco. Cuando llevó mis dedos hacia el nacimiento de su pecho.

Y el río, silencioso en su requiebro, saludó mi osadía con un resplandor sincero, con unas discretas olas, supongo de festejo. Que en su pasar, no siempre tiene la oprtunidad de ver la comunión de dos almas, no siempre cuenta con espectadores de tronío, nadie piensa en alegrarle el trayecto. Siempre las mismas rocas, siempre el mismo cauce, siempre los mismos silenciosos paseantes. El Tajo celebró el nacimiento de nuestro amor, como celebras el deshielo, con el placer de recibir una nueva vida, unas nuevas gotas en su cauce sereno, unas nuevas almas que se adhieren al club de sus devotos. Desde aquel día, sou, fuimos, miembros honorarios del Club de Amigos del Tajo, y a fe mía que lo llevo a gala.

Porque de lo acontecido a posteriori, ni al Tajo hago responsable, aunque puso el marco para el lienzo, aunque puso el influjo eéreo, aunque, como moderno celestino, pocas opciones dejó. Solo ella, solo yo, solo nosotros, fuimos responsables. En mi caso, por ingenuo, o por osado. Por no hacer caso de las señales. En el suyo por acción, porque me deseó y no pudo refrenarse, aunque nadie mejor que ella conocía sus mochilas, sus cadenas, sus condenas.  Y, a pesar de eso, me quiso.

La imagen destacada corresponde a © José Luiz Bernardes Ribeiro / CC BY-SA 3.0


sábado, 24 de junio de 2017

Dulce Optimismo (II)

Percibí en su mirada timidez, ansiedad, cariño, confort, esperanza, sosiego. Percibí colores, tonalidades y texturas. Percibí deseo contenido, romanticismo incurable, llanto cronificado. Percibí amor por la vida. El impacto de la luz en aquellos ojos color azabache transformaba la realidad como el papel fotográfico, incorporando pequeños pedazos irrefrenables de nosotros mismos. Es difícil engañar al fotógrafo experto. Es difícil mentir a una mujer ilusionada. Por ello, al poner rumbo hacia el faro de sus ojos, imploré al cielo que los míos transmitieran todas las tonalidades de las convulsiones que estaba provocando en mi alma, imploré a los hados, a los dioses, a los lares, a los ángeles y arcángeles, que no me abandonasen en ese crítico momento, que me arrepentía de todas las ocasiones en las que maldije la vida, en las que cínicamente criticaba el acervo de mi existencia, incluso aquellas en las que predije el peor de los futuros para el mío. Solo anhelaba transmitirle en mi mirar el enorme impacto que había causado en mi vida, con sólo atravesar las graníticas losetas dela Plaza Zocodover.


 

Inevitablemente, mis pasos fueron guiados hacia el reflejo de las esposas, a un ritmo temeroso pero decidido, como si de una atracción magnética se tratase. Rebusqué inconscientemente en mis bolsillos por si llevase inadvertidamente algún tipo de electroimán o alguna feromona maligna responsable de la irresistible atracción. Pero no, el magnetismo no podía medirse en teslas, no había cuantificación posible, simplemente existía, flotaba y actuaba.

Y llegó ese momento, mágico o trágico, según los casos. El espectro, el holograma, el aura que se había forjado en mi mente y en mi alma, se transformaba progresivamente en un ser tangible, en una criatura real, en alguien. Situemos el problema. Frente a mí, el contraste entre mi idealización más perfecta y la más cruda imperfección de la realidad. Avanzando metro a metro, comparaba mentalmente sus facciones, sus gestos, sus ademanes, con aquellos que había ideado en mi mente. Su pelo, más rizado de lo previsto. En sus ojos, alguna línea de expresión que yo no dibujé en mi lienzo. En su gesto, un temor casi imperceptible que chocaba frontalmente con la expresión de palidez vital que me acompañaba cada noche al ocupar la almohada. La mandíbula, ligeramente más pronunciada, la nariz más fina. Los labios…

Los labios superaban con mucho a la mejor de mis fotografías imaginarias. Iban a necesitarse muchos acontecimientos negativos, muchos semidioses juntos, muchos héroes de Marvel trabajando en plena coordinación, para impedir que esos labios fueran míos esa tarde. Yo defiendo la escala de la necesidad del beso como método muy representativo del amor que sientes por una persona, permitidme la veleidad. Del uno al cinco, donde cinco sería realizar cualquier tipo de acción legal o ilegal con tal de atrapar sus labios, y uno sería poder pasar perfectamente sin rozarlos, los niveles cuatro y cinco equivalen a un amor bastante respetable, de esos a los que hay que tomar en cierta consideración. Cierto es que diferenciar entre amor verdadero y pasión sexual desenfrenada cuesta un cierto esfuerzo, porque en ambos casos puedes encontrarte en ese nivel de escala de beso, pero si uno está suficientemente atento, puede llegar a distinguirlo, en el supuesto e hipotético caso de que ello tuviese la más mínima importancia.

Porque, de estar enamorado, la ausencia de una pasión sexual irrefrenable condicionaría de tal forma la relación que la haría inviable en el medio y largo plazo. Y si existe esa pasión sexual “que te quita el sentío”, como dicen los andaluces, a quien carajo le importa si estás enamorado o no. Algún poeta de los de entonces me correría a sartenazos, me retaría a duelo o me dedicaría una “Oda al Infame Desenamorado” Pero no me haría cambiar de opinión. Ya podía venir Larra en persona desde la tumba, con la pistola de su suicidio cargada de pólvora , que tendría que escuchar como me mantengo en mis posiciones. La pasión sexual es cierta, es real y es inconfundible. El amor es etéreo, abstracto, confuso, dudoso.

Y si vienen mezclados, aparte de sufrir el más terrible de los desastres naturales, el tsunami definitivo, el huracán final, el apocalipsis de las tormentas, solo queda concentrarse en los tangible (el sexo), y abandonarse a lo irreal (el amor), y que sea lo que Dios quiera, porque el fin solo puede ser uno: El más absoluto y terrible de los sufrimientos.

En resumidas cuentas, sus labios y yo habíamos decidido estar juntos, aunque sus labios no lo supieran. O sí. Quizá sus labios habían planificado el encuentro hasta el más nimio de los detalles, a sabiendas de su extraordinaria capacidad de seducción, y el hecho de que yo me aproximase irrefrenablemente hacia las esposas y el resto de su dueña, estaba escrito en el guión, esculpido a piedra en un ejemplar granítico del mismo. Hice ademán de darme la vuelta, solo por probar que podía, pero acabé apartando una de las sillas con más torpeza que gracia, para ocupar el asiento en la mesa. Elegí la única ubicación posible: De frente a mi perdición y de espaldas al Alcázar. Metafórico. Rechazaba el simbolismo de la resistencia que ofrecía el Alcázar de Toledo, y me abandonaba a mi suerte frente a esos labios.

“Por fin”, dijo ella. Alea Iacta Est.

“Buenas tardes” Solo atiné a pronunciar.

Ella me miró, bajó la cabeza y dijo: “No sé como va esto, pero en lo que a mí respecta, es el momento perfecto para decirme si te he decepcionado mucho o si nuestra cita continúa”

Detecté un deje orgulloso y altivo en su voz pero, por nuestras múltiples conversaciones previas, supe enseguida que solo era un poco de miedo a no gustarme. Eso me tranquilizó. Ambos estábamos tensos y ambos deseábamos gustarle al otro. Como a mí, desde luego, me gustaba mucho, aproveché para hacérselo saber.

“Solo estoy un poco molesto contigo por no haberme avisado antes de que eras tan increíblemente guapa. Hubiese venido a verte mucho antes”

Ese forzado y evidente piropo contribuyó a relajarnos y a situar la atípica reunión en una segunda fase, la real, la más alejada del mito al que ambos habríamos llevado al otro, a la fase en el que los hechos cotidianos de la vida decidirían qué podría llegar a pasar entre nosotros. Diríase que era una primera cita, convencional en cuanto a lo incierta, pero en la que ya había mucho terreno ganado. Ambos habíamos podido calarnos, detectar virtudes, defectos filias y fobias. Por otro lado, ese avance podría llegar  a anticipar el desenlace, puesto que la transición era necesariamente más breve.

Nuevamente pensé en lo metafórico, en esa tierra de nadie, en ese significado histórico de la Plaza, y pensé que, si ambos queríamos un avance, o al menos, saber si habría avance, debíamos abandonar esa zona de confort histórica y adentrarnos cuanto antes en terrenos no explorados hasta el momento. Quizá fuese un poco precipitado, desde el punto de vista de la seguridad de ambos, por lo que propuse un plan alternativo, comenzar un paseo en descenso, desde Zocodover hacia el resto de las callejuelas que forman el Toledo antiguo donde, a buen seguro, podríamos avanzar en el conocimiento mutuo. No puso objeciones, así que pagué su cuenta y nos desplazamos en dirección a La Judería, recorriendo la más animada Calle Comercio, la más tímida calle Trinidad, alcanzando así el Barrio de la Judería. Nos perdimos en muchas ocasiones, para encontrar un escenario aún más bello que el anterior. A un adoquinado de solidez extrema, le seguían calles en las que pareciese obligado circular de perfil. Entrábamos y salíamos de este siglo a alguno anterior. De esta era, nos trasportábamos a los gremios medievales. Del confort de los modernos comercios, a la simplicidad de los artesanos tradicionales. De los modernos puntos de luz, a las farolas clásicas, de repujado amanuense. De nuestras vidas, de nuestras historias previas, a un nuevo escenario, quizás fugaz, quizás equívoco, mas henchido de esperanza, repleto de opciones, anegado de deseos.

En el trayecto no desvelamos grandes secretos, grandes bombazos ocultos, ni surgieron tórridos romances. Todo fluyó de una forma bastante natural, utilizando parcialmente lo que conocíamos del otro, dejando espacio a nuevas aclaraciones, nuevas explicaciones, pequeños matices. Como si fuésemos amigos de toda la vida que se ponen al día. Usamos los escaparates para socializar las conversaciones, y quizás descubrir esa pasión inconfesable en el otro. Las librerías, exámenes de sentimientos. Las tiendas de antigüedades, detectores de sensibilidad enfermiza. No sabría explicarlo. Apuntalamos nuestro futuro en algunos ornamentos, en los secretos que encierran las callejuelas, avergonzamos pasiones en los rincones oscuros, reprimimos abrazos entre la gente. Quizá podría decir que fue un via crucis de sentimientos, una pasión de pasiones, una autopista hacia lo desconocido, una Ruta 69 en la Judería, el trayecto entre lo posible y lo temido. Porque no hay nada más pavoroso que dejarse atrapar por los sentimientos, cuando aún no han cimentado. Y nada refleja la vida mejor que el riesgo.

Y para las mentes confusas, nada peor que contemplar el Tajo, en el Meandro que se divisa desde la Plaza de San Andrés, porque la engañosa sensación de placidez que imbuye al incauto, puede hacerle cometer las mayores osadías concebibles.

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By DiliffOwn work, CC BY-SA 3.0, Link


miércoles, 21 de junio de 2017

Dulce Optimismo

Afronté aquella visita con un espíritu impregnado de dulce optimismo. Tras muchas conversaciones telemáticas, muchos likes, muchas fotografías con mensaje, muchas poesías dedicadas sotto voce, alguno de los dos dio el primer paso.

“¿Porqué no quedamos a tomar un café algún día?” “Por supuesto, cuando quieras”

Dos años después de ese intento de cita, me sorprendió enormemente que ella diera el primer paso para vernos. Me refiero a que propuso día, hora, alternativa de lugar y, como último mensaje, que si no acudía a verla, lo mejor que podría hacer es no volver a proponerlo nunca. Lo entendí como una de esas situaciones de la vida tipo on/off, aquellas en las que solo caben dos alternativas, te arriesgas al ridículo, a que ella piense que física o intelectualmente estés por debajo del nivel esperado, a los silencios incómodos, a las repeticiones de las conversaciones en las redes, a que tu sentido del humor pierda agudeza in situ. En suma, a que una relación que se sostiene francamente bien en la distancia, se desmorone en unos pocos minutos.

Pensaba en ello mientras que contestaba afirmativamente a su propuesta. Y el motor principal, la razón esencial para aceptar, es que ella se arriesgaba a lo mismo y aún así había aceptado el riesgo. Luego supe que el riesgo no era tal.

Ella había propuesto un escenario muy particular para nuestro primer encuentro. Un lugar público, desde luego, pero enormemente representativo y singular: La Plaza de Zocodover, en el centro histórico de Toledo, donde el acceso en automóvil es poco menos que imposible, salvo que tu vehículo disponga de ADN o lubricante toledano. Eso garantizaba varias cosas. En primer lugar, debía recorrer unos cuantos kilómetros hasta la ciudad, lo que corroboraría mi supuesto interés en la cita. En segundo lugar, debía ascender hasta la Plaza, situada en la parte alta de la ciudad, lo que aseguraba que el interés era de cierta magnitud.

Me causó cierto grado de extrañeza el resto de los requisitos. Que ella aparecería más tarde, me pareció aceptable pero injusto. Que yo dejase una poesía en una de las mesas del bar entre las servilletas, tal como si se escondiese la llave del tesoro, me pareció simpático a secas. Que llevase una rosa roja entre las páginas de un libro singular, me pareció que rayaba el exotismo.

Yo contraataqué con las mías. Debía llevar puesto aquel bombín que me pareció tan gracioso en su foto de perfil del blog. Debía encadenarse a la pata de la mesa con unas esposas adquiridas en uno de esos extraordinarios locales donde uno encuentra lo que de verdad desea, y no me refiero a una pastelería. También solicité que llevase unas gafas negras de pasta, pero por incordiar, fundamentalmente.

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Enseguida comprendí porqué había elegido la Plaza de Zocodover. Porque se llega absolutamente exhausto, y con escasa capacidad de respuesta para casi cualquier cosa. Había decidido debilitarme para luego vaya usted a saber qué tendría pensado. Empecé a pensar que mi anfitriona era una especie de maléfica devoradora de incautos blogueros, pero el cansancio y el paisaje me llevaron en volandas a una de las terrazas que formaban parte consustancial del entorno. Solicité café y oxígeno. solo obtuve lo primero. Oteé el singular escenario. Sonreí. No se parecía a un circo romano, desde luego, lo que me tranquilizaba en cierto modo. De hecho, no podría haber sido elegida de forma más simbólica. Tanto los romanos como los árabes utilizaban la explanada de la Plaza como una especie de “tierra de nadie” previa al acceso a la ciudad amurallada. Profético, sin duda.

Repasé las condiciones. La rosa roja la obtuve fácilmente, estaba en un pequeño vaso encima de la mesa, a modo de centro floral. Poesía. No llevaba a mano ninguna, habría que redactarla sobre la marcha.

“Y si estuvieras escondida entre las juntas del empedrado

Esperando mi presencia para reírte con mis torpes pasos

Yo, resbalando en cada una de las losas de la plaza

Tú, riéndote en la sombra, con la ternura de una amante”

 

Dejé escrito este pequeño poema, insertado al azar entre el pequeño bloque de servilletas, pagué mi consumición y paseé por la Plaza. Todo dependía de ella.

El recorrido por la Plaza, sazonado por unas gotas de nerviosismo indisimulado, me permitió admirarla en su plenitud. La sensación de confort, familiaridad y quietud presidían el paseo, aunque flotaba en el ambiente una especie de aroma a batalla, a guerrero, a carromatos y tiendas de nómadas, artesanos, agricultores, que se acercasen buscando protección y comercio. La Plaza , de forma mágicamente triangular estaba abierta al mundo, pero desde una especie de balcón, exactamente como el balcón de un ático, con la dosis exacta de habitabilidad y dejadez como para que se percibiese acogedora y lujosa simultáneamente. Los hombres, las mujeres, los escasos niños de esa hora del mediodía, circulaban de modo sosegado, tranquilos en su quehacer, atravesando la plaza sin prisa, debatiendo los principales acontecimientos de la actualidad o riendo de forma coral con los vecinos de siempre. Los bares presentaban un grado de ocupación razonable, y las terrazas de los mismos, aforo completo. Muchas veces pensamos que la felicidad no tiene precio, y yo digo que en ese momento la felicidad se cotizaba a 1,50€ la media hora, el tiempo en el que podías tomarte un café al ritmo justo, el que te permitía degustarlo sin que te echasen de la terraza por acaparador.

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Me dirigí hacia el vértice sur, el  más próximo al majestuoso Alcázar, escenario de tantas y tantas historias de heroísmo y crueldad a partes iguales. Pensé en salir de la Plaza para admirarlo, cuando me llamó la atención un reflejo plateado procedente de la pata de la mesa de terraza donde había disfrutado de mi primer café, del escenario de nuestro encuentro, que a esas horas ya empezaba a parecerme hipotético más que real.

 

Presidiendo el reflejo, me pareció vislumbrar una especie de figura achatada. El bombín. No pude determinar con más detalle qué había entre el bombín y el reflejo, por lo que se veía muy conveniente acercarse. Ella tenía la ventaja del dominio de los tiempos, y yo tenía la ventaja de poder salir corriendo. Estábamos casi empatados, salvo que ella no estaba atada a las esposas, solo las había colocado para satisfacer mi condición del encuentro, pero sin obstáculos para levantarse, darme un bofetón o cualquiera de las cosas que pudiera suceder en ese tipo de encuentros, en los que yo era absolutamente novato. No la culpaba. El grado de compromiso adquirido con la colocación de ese juguetito, podría haber resultado excesivo para un primer encuentro.

Me dirigí hacia el reflejo, hacia ella. Ya estaba allí, no podía volver atrás. Me obligué a mantener los ojos fijos en el horizonte. Me parecía de muy mala educación desviarlos hacia determinados sectores anatómicos; Además podría ser muy mal interpretado. De cuando en cuando los bajaba al empedrado para no acabar en Urgencias Traumatológicas. El punto de inflexión se presentó a unas pocas decenas de metros. A partir de allí, no pude despegar los ojos de su mirada. No exactamente porque tuviese los ojos bonitos, que los tenía, sino porque transmitía la combinación de sensaciones que, a priori, permitían esperar que aquella descabellada cita pudiese transformarse en un evento vital destacado.

Percibí en su mirada timidez, ansiedad, cariño, confort, esperanza, sosiego. Percibí colores, tonalidades y texturas. Percibí deseo contenido, romanticismo incurable, llanto cronificado. Percibí amor por la vida. El impacto de la luz en aquellos ojos color azabache transformaba la realidad como el papel fotográfico, incorporando pequeños pedazos irrefrenables de nosotros mismos. Es difícil engañar al fotógrafo experto. Es difícil mentir a una mujer ilusionada. Por ello, al poner rumbo hacia el faro de sus ojos, imploré al cielo que los míos transmitieran todas las tonalidades de las convulsiones que estaba provocando en mi alma, imploré a los hados, a los dioses, a los lares, a los ángeles y arcángeles, que no me abandonasen en ese crítico momento, que me arrepentía de todas las ocasiones en las que maldije la vida, en las que cínicamente criticaba el acervo de mi existencia, incluso aquellas en las que predije el peor de los futuros para el mío. Solo anhelaba transmitirle en mi mirar el enorme impacto que había causado en mi vida, con sólo atravesar las graníticas losetas dela Plaza Zocodover.

(continuará)


lunes, 19 de junio de 2017

RADIOBLOG (EPISODIO3)

Ya está a vuestra disposición el 3º Episodio de RadioBlog

En este 3º episodio empezamos con una sección que es una vieja aspiración de todo el equipo. Vamos a leer los post de aquellos bloggueros que nos lo solicitáis mediante el mail invitados@tublogradio.com.

Nuestra sección la estrena el blog pablogiordanoblog.wordpress.com, escrito por Pablo Giordano, novelista y poeta argentino.

Agradecerle desde aquí que nos haya cedido su blog para poder disfrutarlo.

Asimismo, abordamos los mejores blogs de Viajes, Cine, Tendencias, Ocio, Literatura,…y mucho más.

Os esperamos en el 3º Episodio de RadioBlog


sábado, 17 de junio de 2017

Taxi A Ninguna Parte

Desde que fui consciente de que el taxi que pedí en el Barrio de Salamanca había dejado Madrid, me asaltó una cierta inquietud. Yo le había solicitado que me dejara lo más cerca posible de Sol, unos quince minutos de trayecto. En cambio, abandonaba la ciudad por la Carretera de Burgos. Desde luego, ambos nos habíamos despistado. El taxista seguro, porque me llevaba lejos de mi destino. Y yo, porque debí haberme dado cuenta veinte minutos antes. Por tanto, digamos que ambos fuimos culpables de lo que sucedió, pero él más, porque es el profesional. Al cliente se le ha de perdonar todo.

No le vi nervioso en ningún momento. Parecía saber perfectamente donde iba, que no era al sitio que le pedí, obviamente. cuando le hice saber el cambio de ruta, simplemente dijo “Lo sé” Y, paradójicamente, ese hecho me reconfortó. Porque al menos alguno de los dos sabía hacia donde se dirigía en la vida.

Quise compartir su conocimiento, averiguar la ruta, conocer el objetivo, los puntos de paso. No pedía demasiado. Solo quería averiguar hacia donde se encaminaba mi vida. Nada más que eso. Pero se conoce que eso no es tan fácil. O al menos cuanto te lleva un taxista que ignora tus instrucciones, como la vida parece hacerlo a diario. Diríase que tu vida ha sido izada a la grupa de un caballo montado por la anarquía, salvo que el anárquico jinete sea un diabólico estratega.

Como de estas situaciones ya he vivido unas pocas, me dejé llevar. No podía arrojarme en marcha, no podía hacerme con las riendas del vehículo (ni del imaginario purasangre) En fin, hice lo único que se podía hacer. Acomodarme en el asiento y mirar por la ventanilla.

Y en estas sigo. No sé hacia donde voy, no conozco el destino ni lugares de paso. No tengo capacidad de actuación. Solo puedo confiar en el conductor y en el vehículo, y desear que todo salga bien. Aunque la experiencia me incomoda con sus múltiples dudad.


Tal Como Eramos

miércoles, 14 de junio de 2017

La Espera

Dicen que el que espera desespera. Y yo digo que desespera más el que no espera, puesto que ni siquiera sabe lo que puede llegar a esperar, lo que le llevará a un estado de crónica desesperanza.

Y aún así, puede que sea más feliz, puesto que al no esperar nada, nada le puede ser hurtado, mientras que el que espera, mantiene una infelicidad crónica hasta que la espera se materializa.

Y además, la espera puede no materializarse, y por tanto, la espera perenne dará paso a una perenne frustración, que tiende a infinito, hasta que deje de esperarse.

Ya sé que estas reflexiones pueden parecer meros silogismos , pero en mi mente analítica me hacen concluir que el mejor estado del hombre es la mera contemplación de los acontecimientos de la vida, asistiendo a ellos como el que acude a un estadio de fútbol para contemplar un partido entre dos rivales que le son completamente ajenos. O a una visita a un Museo de Arte Contemporáneo, en la que parece bastante inútil desgastar combustible para cualquier cosa que no sea la simple observación, puesto que la interpretación de las obras está únicamente al alcance del autor o de algún snob delirante.

Y si esto es así, ¿qué carajo hacemos esperando de la vida venturas, qué carajo hacemos intentando esquivar reveses, qué carajo hacemos planificando, qué carajo queremos decir con eso que llamamos EL FUTURO?

En labios de su autor

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sábado, 10 de junio de 2017

La Mochila De Cuerdas

En una mochila publicitaria, de esas de dos cuerdas. Todo lo que quiso llevarse tras nuestra ruptura, le cupo en una miserable mochila. No es fácil diseñar una maniobra más humillante que esa. No es fácil poder dañar a una persona con un gesto tan simple. Desde luego, no fue espontáneo. Estaba tan planificado como el comienzo de la relación, como las otras relaciones, como el final de la nuestra.

Esperó el momento justo, en el que le dije que debíamos hacer un esfuerzo descomunal para levantar nuestra relación. No necesitó un discurso, una carta ni un mensaje. Se levantó, hurgó en tres cajones, echó las cuerdas a los hombros y dejó la llave encima de la mesa. Obvió mis mensajes posteriores. Simplemente publicó en su perfil de facebook una foto que la situaba en uno de nuestros italianos preferidos, con uno de los camareros del local, el que normalmente bromeaba con ella cuando cenábamos allí.

No tengo muy claro cuál ha de ser mi reacción. Espontánea, estudiada para hacerme el indiferente, triste para darle pena, agresiva por si en el fondo espera algo de mi parte. El problema, en cualquier caso, es cómo afrontar la esencia del problema, no tanto la posición puramente estética. Podemos aceptar que una relación en ese estado es irrecuperable. Hasta ahí, vamos a estar de acuerdo. Pero, ¿cómo se sobrevive a la pérdida de la persona que amas, en todos y cada uno de los segundos de tu vida?

El primer paso es dejar de quererla. Obvio. Y, ¿cómo se deja de querer a una persona? Tras muchas deliberaciones, he dado con un método factible, práctico e indoloro. Laborioso, eso sí, pero funciona.

Se trata de imaginar que todas y cada una de las desgracias que ocurren en este mundo, generadas casi siempre por las fuerzas de la naturaleza o los malvados, todas y cada una de ellas, han sido responsabilidad exclusiva de la persona a la que queremos dejar de querer. Esto ha de hacerse de forma muy profesional. Hay que seleccionar las noticias en soporte papel, en twitter, en youtube, y cambiar el nombre de la persona u organización responsable de hacer un mundo peor, por el de ella. De tal forma, se obtiene una biblioteca básica para repasar en esos momentos bajos en el que recordamos esa sonrisa, ese beso, esa anécdota con ella. Hay que tener sangre de horchata para no odiar a la persona responsable de un asesinato múltiple, de un robo con violencia, de una estafa a ancianitos.

En el hipotético caso de que exista algún cariño residual, a pesar de todas las tropelías cometidas, las reales y las otras, huid. Huid de España, lo más lejos posible, y arrojad el pasaporte a la papelera azul del aeropuerto de Bangkok, de Auckland, de Anchorage o de San Petersburgo. Cambiar vuestra identidad, trabajad de peón, escribid sin freno.

Aquí, en la Antártida chilena, a más de una hora de avión de la ciudad más cercana, os sigo inundando de relatos, de poesías, de locuras. Y eso es porque la quiero. Porque mantengo un cariño residual que no es tal. Y sólo la ausencia de pasaporte y dinero impiden que me enrole de polizón en un barco de contenedores con rumbo al puerto de Algeciras.

Eso, y que tendría que desenterrarla fragmento a fragmento. De ella solo queda un recuerdo que sigue conmigo: La mochila publicitaria de cuerdas que se echó al hombro justo antes de asesinarla.


viernes, 9 de junio de 2017

Al Brindar

Fue en ese chocar de copas cuando percibí la realidad de mi vida. Mi aportación a este mundo se resume en un limpio vacío de propuestas, pensamientos y metas. He actuado como la mayoría de la gente, deambulando, esquivando, regateando al riesgo, a la imaginación, a la locura. Y al brindar por el año que comienza, es cuando descubro que mi única expectativa es pasarlo. Sobrevivirlo. Llegar al próximo brindis del siguiente año nuevo, sin que ello me obligue a complicarme en exceso. No quisiera ser como Larra, que se suicidó por amor antes de cumplir la treintena, pero convengamos en que debe haber términos intermedios entre la inacción y el loco aventurero.

Dejadme que os diga. Nunca quise hacer otra cosa, ni actuar de otra forma. No hubo infancia infeliz, ni acontecimientos traumáticos que me obligasen. Todo ha sido elección personal. De las que reconfortan, de las que te guarecen de las inclemencias que suceden en el carrusel de la vida. De las que no te sientes especialmente orgulloso, pero de las que no te aportan perjuicio inmediato detectable.

Y en ese chocar de copas, en el que puede ser un bucle, un deja vú, en el que año tras año los acontecimientos brillas por su ausencia, en el que la única novedad relevante es la ausencia de pelos y la presencia de gramos, he sido consciente por vez primera en mi vida de que puede existir otro enfoque, otra vista, alguna decisión, alguna apuesta, algún riesgo.

Fue en el último chin-chin, en el último encuentro de mi copa con el de algún pariente lejano, en el que sentí un relámpago interno, un escalofrío interior, una convulsión en el alma, un vuelco al corazón. Sentí la ausencia de proyecto, la ausencia de propósitos, la ausencia de pasiones. Y, retomando mi pasado, supe que no las tenía porque nunca existieron, porque fueron domadas por ese instinto de supervivencia que tenemos los débiles de carácter.

Y desde el último brindis, he cambiado. No he tomado ninguna decisión, no he tomado acciones arriesgadas, no he estudiado cambios trascendentales. Solo he comenzado a comunicarme conmigo mismo, y a protestarme todas estas omisiones vitales. Sé que solamente es una mínima manifestación de condena ante un hecho de consecuencias dramáticas en mi vida, pero es algo. Porque me obligo a mí mismo a establecer relaciones conmigo. Hemos evitado estas conversaciones durante años, décadas incluso, pero esto debe cambiar. Y no quiero oírme, prefiero evitar esos diálogos, por dolorosos, por recurrentes, por estériles.

Pero no puedo evitarlo, porque he decidido expresarme por escrito. Y lo escrito es esculpido en piedra granítica. No puedo obviarlo, no puedo protestarlo. Salvo por escrito. Y de esa interacción, de esa confrontación de escritos, quizá no surja nada, pero nos vamos informando. Y puede que en algún momento, en algún lugar, uno de los dos acabe cediendo. Quizás sean pequeñas cosas, quizás arrojarme en parapente, quizás recorrer el mundo, quizás dedicarme al teatro. Pero esas mínimas rebeldías quizás consigan explorar nuevas vías, como la erosión del agua excava nuevos cauces en el curso del río.

Y quizás, en el próximo chocar de copas, quizás acuda con menos pelo, con más gramos, pero puede que lleve adherido una pequeña parcela indomable, imbatible, innegociable. Ese microuniverso del riesgo, de la vida, de la pasión. La que no se deducía de los últimos brindis. Quizás las burbujas tiemblen pensando en cuál puede ser su futuro, imprevisible, arriesgado y loco. Quizás todo quede en resaca.


miércoles, 7 de junio de 2017

El Cruce De Las Vías Opticas

Enfilaba la Calle Bailén desde los jardines que escoltan el entorno del Palacio Real. Diríase que Sabatini pudo diseñarlos con el fin de causar sobresalto en el enemigo que acechase el Palacio, puesto que entre árbol y árbol aparece como un espectro granítico una cualesquiera de las estatuas erigidas en honor de algún personaje relevante, lo que probablemente pudiera disuadir a cualquier tropa enemiga. Sin duda, un infarto de miocardio puede ser tan mortífero como una mina, y el paseíllo, a esas horas de la noche, acojonaba al más bragado de los guerreros.

A mí no me causó ningún efecto especial, y no porque mi valentía fuese conocida allá de los confines de la tierra, sino porque el abanico de problemas que me rondaban la cabeza anegaban las pocas neuronas disponibles que se supone poseía. Es absurdo protegerse de los sustos cuando lo que te envuelve es el miedo. Y no cualquier clase de miedo, no el miedo irracional del temeroso patológico, no el miedo escénico para buscar mimos y compasiones, no el miedo a lo desconocido. Sino el miedo real a perder tu esencia, tu dignidad, lo que amas.

Mi historia comienza en algún momento, quizá en el último en el que pude considerarme dichoso, y parecía finalizar esa noche, en la que decididamente no podía considerarme feliz. La diferencia es que estaba completamente decidido a poner fin a la angustia en la que había ido cayendo progresivamente, erosión a erosión, golpe a golpe. El acúmulo de humillaciones al que había sido sometido no podía ser obviado por una persona con sangre en las venas. Había que poner fin. La tensión continua, el llanto espontáneo, el nudo en el cuello, el insomnio constante, habían dado lugar a una especie de remolino imparable del que solo podría salir huyendo hacia delante, destruyendo mi vida, dinamitando mis sueños, acabando con todo.

Sabía que ella y mi hijo se encontraban en el ático reformado de aquel canalla. Una antigua vivienda de la calle Pretil De Los Consejos, a escasos metros del Viaducto. Sonreí tristemente por la coincidencia. Yo quería matarlo y él vivía a escasos metros del mejor lugar de Madrid para suicidarse. Dudo que quisiera facilitarme el trabajo, por lo que el escenario era irrelevante, aunque he de reconocer que el tipo vivía en un lugar con clase. Razón de más para acabar con sus días, aquellos que le supongo felices, y que secundariamente han arruinado mi vida. No habría empate posible, puesto que si bien yo podía eliminarle del mundo, jamás podría ocupar su lugar en los corazones de los míos; Muy al contrario,  pasaría a ser una especie en anticristo, la antítesis del marido y padre amado y respetado. Pero todo estaba escrito. No había vuelta atrás.


 

El trayecto entre aquel piso compartido del barrio de Batán en el que ocupaba mis días, acabó por hacérseme familiar. No diría yo que le había cogido cariño, pero poco a poco se reducía esa sensación de desagrado, fatiga y desazón que me inspiraban. Ese Paseo de Extremadura, cada vez más degradado, despersonalizado y salvaje, no solamente había dejado de proporcionar un entrañable ambiente castizo, sino que exhalaba una atmósfera de inseguridad en todos y cada uno de los cruces con sus bocacalles. Sin duda estaría justificado tomar el autobús en ambos sentidos, pero mi economía solo me permitía el de regreso, siempre y cuando la noche hubiese sido más o menos fructífera, siempre considerando los límites de la subeconomía en la que me hallaba encuadrada.

Aún así, el ascenso hacia los pretiles del viaducto me sugería un cierto componente de reconciliación con la ciudad, con sus gentes, con la humanidad en su conjunto. No nos pasemos. Simplemente, avanzaba por el lugar donde tantas y tantas personas habían perdido la vida arrojándose con o sin vacilaciones desde la barandilla del viaducto, y pensé, como todas las tardes, que el alma ha de sentirse completamente aniquilada para tomar una decisión tan perversa para consigo mismo y para los que le rodean. O por el contrario, el sufrimiento podría ser inhumano, completamente insoportable, y en ese caso, el viaducto vendría ser el analgésico final, la morfina de últimas horas, administrada en dosis letales.

En realidad, las historias podrían haber sido esas, todo lo contrario, o versiones intermedias, pero todas ellas, coronadas por un acto extremo de heroísmo o cobardía. Quiera dios que jamás halla de verme en una de esas, pensé. Aunque lo cierto es que mi propia situación podría haber sido suficiente para otros. Quizás otros en mi lugar hubiesen acabado con todo. Una enfermedad a medio diagnosticar, a medio asumir, y ni siquiera a medio curar. Una cartera vacía, con lo justo para comidas de posguerra, en una especie de manicomio comunal, sin trabajo como tal, sin estudios ni perspectivas. Sobrepasando la treintena con creces.

Solo me podría esperar la antesala del viaducto: Delincuencia, Prostitución, quién sabe. Excepto las drogas. Porque no me llegaba, pensé con una de esas sonrisas mordaces en mi cara, una de esas expresiones de tragicomedia que representaba para los nocturnos frecuentadores de los bares de la Latina. Uno de esos monólogos a las antípodas de las bambalinas y del glamour, en una esquina cualquiera de uno cualquiera de los muchos garitos de la zona, a esas horas a las que aún no se ha aproximado el pelotón, el grueso de los noctámbulos, a esas horas en la que los dueños de los bares intentan cualquier cosa para vender unos pocos tercios de cerveza.

 


 

El último paso es el que más cuesta. No tanto porque existan dudas filosóficas, morales o éticas, porque a esas alturas ya las has desterrado o ignorado. Es más por una cuestión fisiológica. La adrenalina se acumula, se pone a disposición de la situación de peligro, de forma natural. Y eso incrementa la frecuencia cardíaca, la tensión arterial, las palpitaciones, la sequedad de boca e incrementa la sudoración. Y todo esto dificulta las actuaciones metódicas. Demasiada aceleración.

Pensé que podría tomar una copa, pero sería un riesgo excesivo. Quizás una cerveza. Sin alcohol, mejor aún. Divisé un bareto a unos cincuenta metros. No me demoraría excesivamente. Me dirigí hacia allá.


 

No era de las peores noches. Cuatro cincuentones ya precalentados desde la tarde, seguramente. Un par de vecinos habituales de los que se dejan poco dinero. Una cara nueva, no muy prometedora. Parece aún más sobrepasado por las circunstancias que yo misma. Ocupé la esquina habitual y saqué el mínimo atrezzo de la maleta, para representar el archiconocido monólogo de Segismundo. Una vez más. Me gusta, desde luego, pero hubiese preferido con mucho alguna escena de “Cantando Bajo La Lluvia” o “Un Americano En París”. Ahora que lo pienso, el tipo nuevo se da un aire a Gene Kelly. Y está bebiendo una cerveza sin alcohol. Vaya fichaje.


 

En una noche cualquiera, en este lugar estaría en mi salsa. Música, copas y… ¿Qué hace esa chiquilla? Parece que se coloca una especie de jubón. Lleva leotardos. ¿De qué va esto? ¿Y qué hace aquí? No encaja en el local, no encaja en la hora ni en la edad. Tiene demasiada clase para este sitio. Y sola. Le pregunto al camarero. No tiene mucha idea. Dice que viene de cuando en cuando y actúa. ¿Comedia, drama? Ni idea, yo solo pongo copas.


 

“Ay, misero de mi, ay infelice!”…


No me lo puedo creer. Va a interpretar el Monólogo de Segismundo, de La Vida Es Sueño. Y de repente, me veo siguiendo las estrofas, de forma automatizada, sin meditar, sin intención.

“¿Qué delito cometí, contra vosotros naciendo”


No me lo puedo creer. El fichaje se sabe el Monólogo. Lo está siguiendo con los labios. Me está sirviendo de apuntador. ¿De donde coño ha salido?

Estoy acabando pero ya no me sigue las estrofas. Se sabrá solo el principio, digo yo. Pero lo cierto es que no me quita ojo de encima. Pero no como los degenerados de todas las noches. Le veo asombrado, sorprendido. Como si jamás hubiese visto una chica.


Jamás he visto una chica como ella. Interpreta con soltura y solvencia, y eso es lo que menos me importa de todo. Hace tiempo que he dejado de seguir la obra para seguir sus labios, que dibujan en el aire círculos concéntricos, de mayor a menor diámetro en función de la estrofa. Me avergüenza reconocer que antes de estrellar mi vida en el adoquinado del Barrio de la Latina, me gustaría recibir un último beso. Quizá de sus labios. ¿De una desconocida? No lo sé, puestos a hacer locuras, si voy a asesinar por amor, o por orgullo, o por dignidad, ¿qué importancia puede tener? Pero si estoy dispuesto a acabar con todo, ¿porqué quiero un beso? ¿Qué alivio me puede proporcionar en un contexto en el que todo se ha venido abajo y tiro mi vida por la borda?

Y aún así, quiero ese beso, lo deseo, estaría dispuesto a ajustar mis tiempos por él. Podría retrasar el trágico final de mi vida solo por un beso, el de una desconocida.

Ah, la vida. Qué imprevisible, que sorprendente, qué cruel, que adosa vivencias a los momentos para perturbar las decisiones tomadas, solo para confundirte y que sigas sufriendo. Se autoperpetúa, sin duda. Cuando pareces tenerlo todo controlado, cuando optas por el caos definitivo, por arrojar al lodo la toalla, cuando te reconfortas en la derrota, la vida te oferta un detalle de efímera felicidad, y pretende que te olvides de todo lo sufrido. No será, en mi caso, no será. Solo quiero ese beso, solo quiero disfrutarlo, y que me acompañe hasta el ático de la calle Pretil de Los Consejos, donde a buen seguro cumpliré con mi destino.

Voy a por el beso. No será tan fácil, no creo que me vaya a ofrecer el beso solo porque se lo pida. Supongo que tendré que trabajármelo un poco. No estoy en mi mejor momento, pero con un poco de suerte, el alcohol adecuado y esa sonrisa que deberé inventar, muy a mi pesar, debería ser suficiente.


 

Viene hacia mí. Me felicita por el recital. Confirmo que se sabe el monólogo, al menos en una buena parte. Me confiesa que siempre empatizó con Segismundo y su arresto domiciliario. Me hace reír. No creo que esa figura penal existiese en la antigüedad, pero está muy bien traída. No es exactamente guapo, ni exactamente simpático, pero se le puede mirar a la cara, aunque le precede una especie de aura de solemnidad y tristeza. O es el alcohol. No, ha pedido cerveza sin. Y yo tampoco he bebido, bromeo conmigo misma. Estoy un poco despistada. La lucha por la superviviencia diaria me ha desentrenado en estas lides. Los últimos meses me he limitado a decir que no, a dar bofetones a los borrachos que se han propasado, y a liarme con el último tipo sereno y con pinta de decente que quedase en el bar. Pero este tipo es diferente. Parece un romántico. Pero de tipo Larra, de tipo Espronceda. Más trágico que poeta, más sufridor que amante. Más desesperado que esperanzado. Y aún así, me gusta. Me escapo milésimas de segundo con su permiso, con la excusa de quitarme la ropa de la escena. En realidad quiero asearme, acicalarme. Quiero gustarle de verdad. Estoy hecha una ilusa. Peleo por un amor de barra, con todo lo que tengo encima. ¿Donde está mi estuche de maquillaje?


 

No creo que vuelva. Es educada. A su manera, muy sexy. Pero con ese atractivo que proporciona el haber vivido mucho mundo, el haber recibido no pocas bofetadas. Espero que metafóricas, pero no lo juraría. Parece provenir de una familia humilde, quizá esa esa flor de cactus en el desierto, esa extravagante que todos recordamos en nuestras pandillas juveniles. Quizá solo sea pose, quizá sea una actriz extraordinaria que me está embelesando, pero por el azar de su arte. Seguro que no vuelve, seguro que aprovecha para hacer “mutis por el foro” Sonrío, porque la reflexión viene muy al caso. Es actriz. Pero tuerzo el gesto cuando las manillas del segundero avanzan sin venir acompañadas de sus pasos.

De repente se me hace muy cuesta arriba el camino hacia el ático de la calle Pretil De Los Consejos. Me propongo aplazarlo, pero no sea aplaza el encuentro con la muerte, y la ruina no puede esperar. Es como esos buitres leonados, a la espera de carroña. Cuando la divisan, ya no hay demora. Se lanzan a por ella, sabedores de su seguro triunfo. Y yo debo ser igual, aunque sea un buitre con la ruina a la espalda.

Se acerca. ¡Qué sorpresa! Se ha cambiado de ropa, se ha maquillado, y casi no la reconozco. Ahora es una de esas modelos de alta costura que pasean los modelos de un diseñador mediocre. No deja de ser sexy, pero ya es más bella. Eres linda y hechicera, decía la canción. Y así la veo yo. La muchacha linda, y quizá la nigromante que me pueda arrebatar mi sed de venganza y muerte.


 

Me ha estado esperando. Eso debe querer decir algo. Yo me he sacado todo el partido del que soy capaz. Casi no se nota que la ropa es de atrezzo y que el maquillaje es de escena. Ojalá hubiese comido esta tarde, estoy en los huesos. O dormido, tanto da. No se si podré aguantar su firmeza. Me parece uno de esos tipos que te pueden poner en órbita, pero a mí se me han quitado hasta las ganas. Va a tener que esforzarse mucho, pensé.

 

 

“Discúlpame, pero no sé exactamente qué hago aquí. Seguramente te espera alguien en algún sitio, y me temo no ser la mejor compañía. Además, tengo una especie de misión que realizar, y ya llego tarde. Quizás en otra ocasión, quizás en otra vida, tú y yo deberíamos habernos conocido. Pero no hay esperanza ni oportunidad, mi vida ha sido sentenciada y no puedo ni debo complicarte en ella. Solo quiero decirte la verdad, que me ha gustado conocerte, que siento no haberlo hecho, y que te deseo mucha suerte”

Me di la vuelta y enfilé mis últimos días como persona. Ya estaba en la puerta cuando pude escuchar el estrépito. Mi querida monologuista había caído al suelo, aparentemente desmayada. Volví a toda prisa sobre mis pasos. Conseguí despertarla. Le pregunté si tenía alguna enfermedad. Negó con la cabeza vigorosamente, mientras que las lunas en las que se habían convertido sus ojos en blanco, iluminaban la estancia como esos focos típicos de las discotecas de los 70. Balbuceó que no había comido. Miré a mi alrededor. No había nadie. Solo el camarero me miraba curioso. La levanté las piernas, la giré hacia un lado, llamé a Emergencias y hoy, dos días después, sigo a la cabecera de su cama en uno de los hospitales más despersonalizados de la tierra. Ella duerme sin cesar. Y cuando despierta, me sonríe y me acaricia el dedo.

Y yo siento que se ha producido una especie de cruces de vidas, como las fibras que llevan los impulsos visuales al cerebro. Un quiasma funcional, en el que sufro por su vida y me olvido de la mía. Y aquí me encuentro, amarrado a ella como Ulises al timón de su navío. He olvidado mi nombre, mi historia, mi vida, y por supuesto, el ático de la Calle Pretil De Los Consejos