miércoles, 21 de junio de 2017

Dulce Optimismo

Afronté aquella visita con un espíritu impregnado de dulce optimismo. Tras muchas conversaciones telemáticas, muchos likes, muchas fotografías con mensaje, muchas poesías dedicadas sotto voce, alguno de los dos dio el primer paso.

“¿Porqué no quedamos a tomar un café algún día?” “Por supuesto, cuando quieras”

Dos años después de ese intento de cita, me sorprendió enormemente que ella diera el primer paso para vernos. Me refiero a que propuso día, hora, alternativa de lugar y, como último mensaje, que si no acudía a verla, lo mejor que podría hacer es no volver a proponerlo nunca. Lo entendí como una de esas situaciones de la vida tipo on/off, aquellas en las que solo caben dos alternativas, te arriesgas al ridículo, a que ella piense que física o intelectualmente estés por debajo del nivel esperado, a los silencios incómodos, a las repeticiones de las conversaciones en las redes, a que tu sentido del humor pierda agudeza in situ. En suma, a que una relación que se sostiene francamente bien en la distancia, se desmorone en unos pocos minutos.

Pensaba en ello mientras que contestaba afirmativamente a su propuesta. Y el motor principal, la razón esencial para aceptar, es que ella se arriesgaba a lo mismo y aún así había aceptado el riesgo. Luego supe que el riesgo no era tal.

Ella había propuesto un escenario muy particular para nuestro primer encuentro. Un lugar público, desde luego, pero enormemente representativo y singular: La Plaza de Zocodover, en el centro histórico de Toledo, donde el acceso en automóvil es poco menos que imposible, salvo que tu vehículo disponga de ADN o lubricante toledano. Eso garantizaba varias cosas. En primer lugar, debía recorrer unos cuantos kilómetros hasta la ciudad, lo que corroboraría mi supuesto interés en la cita. En segundo lugar, debía ascender hasta la Plaza, situada en la parte alta de la ciudad, lo que aseguraba que el interés era de cierta magnitud.

Me causó cierto grado de extrañeza el resto de los requisitos. Que ella aparecería más tarde, me pareció aceptable pero injusto. Que yo dejase una poesía en una de las mesas del bar entre las servilletas, tal como si se escondiese la llave del tesoro, me pareció simpático a secas. Que llevase una rosa roja entre las páginas de un libro singular, me pareció que rayaba el exotismo.

Yo contraataqué con las mías. Debía llevar puesto aquel bombín que me pareció tan gracioso en su foto de perfil del blog. Debía encadenarse a la pata de la mesa con unas esposas adquiridas en uno de esos extraordinarios locales donde uno encuentra lo que de verdad desea, y no me refiero a una pastelería. También solicité que llevase unas gafas negras de pasta, pero por incordiar, fundamentalmente.

Toledo_-_Placa_de_Zocodover_-_panoramio

Enseguida comprendí porqué había elegido la Plaza de Zocodover. Porque se llega absolutamente exhausto, y con escasa capacidad de respuesta para casi cualquier cosa. Había decidido debilitarme para luego vaya usted a saber qué tendría pensado. Empecé a pensar que mi anfitriona era una especie de maléfica devoradora de incautos blogueros, pero el cansancio y el paisaje me llevaron en volandas a una de las terrazas que formaban parte consustancial del entorno. Solicité café y oxígeno. solo obtuve lo primero. Oteé el singular escenario. Sonreí. No se parecía a un circo romano, desde luego, lo que me tranquilizaba en cierto modo. De hecho, no podría haber sido elegida de forma más simbólica. Tanto los romanos como los árabes utilizaban la explanada de la Plaza como una especie de “tierra de nadie” previa al acceso a la ciudad amurallada. Profético, sin duda.

Repasé las condiciones. La rosa roja la obtuve fácilmente, estaba en un pequeño vaso encima de la mesa, a modo de centro floral. Poesía. No llevaba a mano ninguna, habría que redactarla sobre la marcha.

“Y si estuvieras escondida entre las juntas del empedrado

Esperando mi presencia para reírte con mis torpes pasos

Yo, resbalando en cada una de las losas de la plaza

Tú, riéndote en la sombra, con la ternura de una amante”

 

Dejé escrito este pequeño poema, insertado al azar entre el pequeño bloque de servilletas, pagué mi consumición y paseé por la Plaza. Todo dependía de ella.

El recorrido por la Plaza, sazonado por unas gotas de nerviosismo indisimulado, me permitió admirarla en su plenitud. La sensación de confort, familiaridad y quietud presidían el paseo, aunque flotaba en el ambiente una especie de aroma a batalla, a guerrero, a carromatos y tiendas de nómadas, artesanos, agricultores, que se acercasen buscando protección y comercio. La Plaza , de forma mágicamente triangular estaba abierta al mundo, pero desde una especie de balcón, exactamente como el balcón de un ático, con la dosis exacta de habitabilidad y dejadez como para que se percibiese acogedora y lujosa simultáneamente. Los hombres, las mujeres, los escasos niños de esa hora del mediodía, circulaban de modo sosegado, tranquilos en su quehacer, atravesando la plaza sin prisa, debatiendo los principales acontecimientos de la actualidad o riendo de forma coral con los vecinos de siempre. Los bares presentaban un grado de ocupación razonable, y las terrazas de los mismos, aforo completo. Muchas veces pensamos que la felicidad no tiene precio, y yo digo que en ese momento la felicidad se cotizaba a 1,50€ la media hora, el tiempo en el que podías tomarte un café al ritmo justo, el que te permitía degustarlo sin que te echasen de la terraza por acaparador.

250px-Alcázar_de_Toledo_-_01

Me dirigí hacia el vértice sur, el  más próximo al majestuoso Alcázar, escenario de tantas y tantas historias de heroísmo y crueldad a partes iguales. Pensé en salir de la Plaza para admirarlo, cuando me llamó la atención un reflejo plateado procedente de la pata de la mesa de terraza donde había disfrutado de mi primer café, del escenario de nuestro encuentro, que a esas horas ya empezaba a parecerme hipotético más que real.

 

Presidiendo el reflejo, me pareció vislumbrar una especie de figura achatada. El bombín. No pude determinar con más detalle qué había entre el bombín y el reflejo, por lo que se veía muy conveniente acercarse. Ella tenía la ventaja del dominio de los tiempos, y yo tenía la ventaja de poder salir corriendo. Estábamos casi empatados, salvo que ella no estaba atada a las esposas, solo las había colocado para satisfacer mi condición del encuentro, pero sin obstáculos para levantarse, darme un bofetón o cualquiera de las cosas que pudiera suceder en ese tipo de encuentros, en los que yo era absolutamente novato. No la culpaba. El grado de compromiso adquirido con la colocación de ese juguetito, podría haber resultado excesivo para un primer encuentro.

Me dirigí hacia el reflejo, hacia ella. Ya estaba allí, no podía volver atrás. Me obligué a mantener los ojos fijos en el horizonte. Me parecía de muy mala educación desviarlos hacia determinados sectores anatómicos; Además podría ser muy mal interpretado. De cuando en cuando los bajaba al empedrado para no acabar en Urgencias Traumatológicas. El punto de inflexión se presentó a unas pocas decenas de metros. A partir de allí, no pude despegar los ojos de su mirada. No exactamente porque tuviese los ojos bonitos, que los tenía, sino porque transmitía la combinación de sensaciones que, a priori, permitían esperar que aquella descabellada cita pudiese transformarse en un evento vital destacado.

Percibí en su mirada timidez, ansiedad, cariño, confort, esperanza, sosiego. Percibí colores, tonalidades y texturas. Percibí deseo contenido, romanticismo incurable, llanto cronificado. Percibí amor por la vida. El impacto de la luz en aquellos ojos color azabache transformaba la realidad como el papel fotográfico, incorporando pequeños pedazos irrefrenables de nosotros mismos. Es difícil engañar al fotógrafo experto. Es difícil mentir a una mujer ilusionada. Por ello, al poner rumbo hacia el faro de sus ojos, imploré al cielo que los míos transmitieran todas las tonalidades de las convulsiones que estaba provocando en mi alma, imploré a los hados, a los dioses, a los lares, a los ángeles y arcángeles, que no me abandonasen en ese crítico momento, que me arrepentía de todas las ocasiones en las que maldije la vida, en las que cínicamente criticaba el acervo de mi existencia, incluso aquellas en las que predije el peor de los futuros para el mío. Solo anhelaba transmitirle en mi mirar el enorme impacto que había causado en mi vida, con sólo atravesar las graníticas losetas dela Plaza Zocodover.

(continuará)


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