miércoles, 7 de junio de 2017

El Cruce De Las Vías Opticas

Enfilaba la Calle Bailén desde los jardines que escoltan el entorno del Palacio Real. Diríase que Sabatini pudo diseñarlos con el fin de causar sobresalto en el enemigo que acechase el Palacio, puesto que entre árbol y árbol aparece como un espectro granítico una cualesquiera de las estatuas erigidas en honor de algún personaje relevante, lo que probablemente pudiera disuadir a cualquier tropa enemiga. Sin duda, un infarto de miocardio puede ser tan mortífero como una mina, y el paseíllo, a esas horas de la noche, acojonaba al más bragado de los guerreros.

A mí no me causó ningún efecto especial, y no porque mi valentía fuese conocida allá de los confines de la tierra, sino porque el abanico de problemas que me rondaban la cabeza anegaban las pocas neuronas disponibles que se supone poseía. Es absurdo protegerse de los sustos cuando lo que te envuelve es el miedo. Y no cualquier clase de miedo, no el miedo irracional del temeroso patológico, no el miedo escénico para buscar mimos y compasiones, no el miedo a lo desconocido. Sino el miedo real a perder tu esencia, tu dignidad, lo que amas.

Mi historia comienza en algún momento, quizá en el último en el que pude considerarme dichoso, y parecía finalizar esa noche, en la que decididamente no podía considerarme feliz. La diferencia es que estaba completamente decidido a poner fin a la angustia en la que había ido cayendo progresivamente, erosión a erosión, golpe a golpe. El acúmulo de humillaciones al que había sido sometido no podía ser obviado por una persona con sangre en las venas. Había que poner fin. La tensión continua, el llanto espontáneo, el nudo en el cuello, el insomnio constante, habían dado lugar a una especie de remolino imparable del que solo podría salir huyendo hacia delante, destruyendo mi vida, dinamitando mis sueños, acabando con todo.

Sabía que ella y mi hijo se encontraban en el ático reformado de aquel canalla. Una antigua vivienda de la calle Pretil De Los Consejos, a escasos metros del Viaducto. Sonreí tristemente por la coincidencia. Yo quería matarlo y él vivía a escasos metros del mejor lugar de Madrid para suicidarse. Dudo que quisiera facilitarme el trabajo, por lo que el escenario era irrelevante, aunque he de reconocer que el tipo vivía en un lugar con clase. Razón de más para acabar con sus días, aquellos que le supongo felices, y que secundariamente han arruinado mi vida. No habría empate posible, puesto que si bien yo podía eliminarle del mundo, jamás podría ocupar su lugar en los corazones de los míos; Muy al contrario,  pasaría a ser una especie en anticristo, la antítesis del marido y padre amado y respetado. Pero todo estaba escrito. No había vuelta atrás.


 

El trayecto entre aquel piso compartido del barrio de Batán en el que ocupaba mis días, acabó por hacérseme familiar. No diría yo que le había cogido cariño, pero poco a poco se reducía esa sensación de desagrado, fatiga y desazón que me inspiraban. Ese Paseo de Extremadura, cada vez más degradado, despersonalizado y salvaje, no solamente había dejado de proporcionar un entrañable ambiente castizo, sino que exhalaba una atmósfera de inseguridad en todos y cada uno de los cruces con sus bocacalles. Sin duda estaría justificado tomar el autobús en ambos sentidos, pero mi economía solo me permitía el de regreso, siempre y cuando la noche hubiese sido más o menos fructífera, siempre considerando los límites de la subeconomía en la que me hallaba encuadrada.

Aún así, el ascenso hacia los pretiles del viaducto me sugería un cierto componente de reconciliación con la ciudad, con sus gentes, con la humanidad en su conjunto. No nos pasemos. Simplemente, avanzaba por el lugar donde tantas y tantas personas habían perdido la vida arrojándose con o sin vacilaciones desde la barandilla del viaducto, y pensé, como todas las tardes, que el alma ha de sentirse completamente aniquilada para tomar una decisión tan perversa para consigo mismo y para los que le rodean. O por el contrario, el sufrimiento podría ser inhumano, completamente insoportable, y en ese caso, el viaducto vendría ser el analgésico final, la morfina de últimas horas, administrada en dosis letales.

En realidad, las historias podrían haber sido esas, todo lo contrario, o versiones intermedias, pero todas ellas, coronadas por un acto extremo de heroísmo o cobardía. Quiera dios que jamás halla de verme en una de esas, pensé. Aunque lo cierto es que mi propia situación podría haber sido suficiente para otros. Quizás otros en mi lugar hubiesen acabado con todo. Una enfermedad a medio diagnosticar, a medio asumir, y ni siquiera a medio curar. Una cartera vacía, con lo justo para comidas de posguerra, en una especie de manicomio comunal, sin trabajo como tal, sin estudios ni perspectivas. Sobrepasando la treintena con creces.

Solo me podría esperar la antesala del viaducto: Delincuencia, Prostitución, quién sabe. Excepto las drogas. Porque no me llegaba, pensé con una de esas sonrisas mordaces en mi cara, una de esas expresiones de tragicomedia que representaba para los nocturnos frecuentadores de los bares de la Latina. Uno de esos monólogos a las antípodas de las bambalinas y del glamour, en una esquina cualquiera de uno cualquiera de los muchos garitos de la zona, a esas horas a las que aún no se ha aproximado el pelotón, el grueso de los noctámbulos, a esas horas en la que los dueños de los bares intentan cualquier cosa para vender unos pocos tercios de cerveza.

 


 

El último paso es el que más cuesta. No tanto porque existan dudas filosóficas, morales o éticas, porque a esas alturas ya las has desterrado o ignorado. Es más por una cuestión fisiológica. La adrenalina se acumula, se pone a disposición de la situación de peligro, de forma natural. Y eso incrementa la frecuencia cardíaca, la tensión arterial, las palpitaciones, la sequedad de boca e incrementa la sudoración. Y todo esto dificulta las actuaciones metódicas. Demasiada aceleración.

Pensé que podría tomar una copa, pero sería un riesgo excesivo. Quizás una cerveza. Sin alcohol, mejor aún. Divisé un bareto a unos cincuenta metros. No me demoraría excesivamente. Me dirigí hacia allá.


 

No era de las peores noches. Cuatro cincuentones ya precalentados desde la tarde, seguramente. Un par de vecinos habituales de los que se dejan poco dinero. Una cara nueva, no muy prometedora. Parece aún más sobrepasado por las circunstancias que yo misma. Ocupé la esquina habitual y saqué el mínimo atrezzo de la maleta, para representar el archiconocido monólogo de Segismundo. Una vez más. Me gusta, desde luego, pero hubiese preferido con mucho alguna escena de “Cantando Bajo La Lluvia” o “Un Americano En París”. Ahora que lo pienso, el tipo nuevo se da un aire a Gene Kelly. Y está bebiendo una cerveza sin alcohol. Vaya fichaje.


 

En una noche cualquiera, en este lugar estaría en mi salsa. Música, copas y… ¿Qué hace esa chiquilla? Parece que se coloca una especie de jubón. Lleva leotardos. ¿De qué va esto? ¿Y qué hace aquí? No encaja en el local, no encaja en la hora ni en la edad. Tiene demasiada clase para este sitio. Y sola. Le pregunto al camarero. No tiene mucha idea. Dice que viene de cuando en cuando y actúa. ¿Comedia, drama? Ni idea, yo solo pongo copas.


 

“Ay, misero de mi, ay infelice!”…


No me lo puedo creer. Va a interpretar el Monólogo de Segismundo, de La Vida Es Sueño. Y de repente, me veo siguiendo las estrofas, de forma automatizada, sin meditar, sin intención.

“¿Qué delito cometí, contra vosotros naciendo”


No me lo puedo creer. El fichaje se sabe el Monólogo. Lo está siguiendo con los labios. Me está sirviendo de apuntador. ¿De donde coño ha salido?

Estoy acabando pero ya no me sigue las estrofas. Se sabrá solo el principio, digo yo. Pero lo cierto es que no me quita ojo de encima. Pero no como los degenerados de todas las noches. Le veo asombrado, sorprendido. Como si jamás hubiese visto una chica.


Jamás he visto una chica como ella. Interpreta con soltura y solvencia, y eso es lo que menos me importa de todo. Hace tiempo que he dejado de seguir la obra para seguir sus labios, que dibujan en el aire círculos concéntricos, de mayor a menor diámetro en función de la estrofa. Me avergüenza reconocer que antes de estrellar mi vida en el adoquinado del Barrio de la Latina, me gustaría recibir un último beso. Quizá de sus labios. ¿De una desconocida? No lo sé, puestos a hacer locuras, si voy a asesinar por amor, o por orgullo, o por dignidad, ¿qué importancia puede tener? Pero si estoy dispuesto a acabar con todo, ¿porqué quiero un beso? ¿Qué alivio me puede proporcionar en un contexto en el que todo se ha venido abajo y tiro mi vida por la borda?

Y aún así, quiero ese beso, lo deseo, estaría dispuesto a ajustar mis tiempos por él. Podría retrasar el trágico final de mi vida solo por un beso, el de una desconocida.

Ah, la vida. Qué imprevisible, que sorprendente, qué cruel, que adosa vivencias a los momentos para perturbar las decisiones tomadas, solo para confundirte y que sigas sufriendo. Se autoperpetúa, sin duda. Cuando pareces tenerlo todo controlado, cuando optas por el caos definitivo, por arrojar al lodo la toalla, cuando te reconfortas en la derrota, la vida te oferta un detalle de efímera felicidad, y pretende que te olvides de todo lo sufrido. No será, en mi caso, no será. Solo quiero ese beso, solo quiero disfrutarlo, y que me acompañe hasta el ático de la calle Pretil de Los Consejos, donde a buen seguro cumpliré con mi destino.

Voy a por el beso. No será tan fácil, no creo que me vaya a ofrecer el beso solo porque se lo pida. Supongo que tendré que trabajármelo un poco. No estoy en mi mejor momento, pero con un poco de suerte, el alcohol adecuado y esa sonrisa que deberé inventar, muy a mi pesar, debería ser suficiente.


 

Viene hacia mí. Me felicita por el recital. Confirmo que se sabe el monólogo, al menos en una buena parte. Me confiesa que siempre empatizó con Segismundo y su arresto domiciliario. Me hace reír. No creo que esa figura penal existiese en la antigüedad, pero está muy bien traída. No es exactamente guapo, ni exactamente simpático, pero se le puede mirar a la cara, aunque le precede una especie de aura de solemnidad y tristeza. O es el alcohol. No, ha pedido cerveza sin. Y yo tampoco he bebido, bromeo conmigo misma. Estoy un poco despistada. La lucha por la superviviencia diaria me ha desentrenado en estas lides. Los últimos meses me he limitado a decir que no, a dar bofetones a los borrachos que se han propasado, y a liarme con el último tipo sereno y con pinta de decente que quedase en el bar. Pero este tipo es diferente. Parece un romántico. Pero de tipo Larra, de tipo Espronceda. Más trágico que poeta, más sufridor que amante. Más desesperado que esperanzado. Y aún así, me gusta. Me escapo milésimas de segundo con su permiso, con la excusa de quitarme la ropa de la escena. En realidad quiero asearme, acicalarme. Quiero gustarle de verdad. Estoy hecha una ilusa. Peleo por un amor de barra, con todo lo que tengo encima. ¿Donde está mi estuche de maquillaje?


 

No creo que vuelva. Es educada. A su manera, muy sexy. Pero con ese atractivo que proporciona el haber vivido mucho mundo, el haber recibido no pocas bofetadas. Espero que metafóricas, pero no lo juraría. Parece provenir de una familia humilde, quizá esa esa flor de cactus en el desierto, esa extravagante que todos recordamos en nuestras pandillas juveniles. Quizá solo sea pose, quizá sea una actriz extraordinaria que me está embelesando, pero por el azar de su arte. Seguro que no vuelve, seguro que aprovecha para hacer “mutis por el foro” Sonrío, porque la reflexión viene muy al caso. Es actriz. Pero tuerzo el gesto cuando las manillas del segundero avanzan sin venir acompañadas de sus pasos.

De repente se me hace muy cuesta arriba el camino hacia el ático de la calle Pretil De Los Consejos. Me propongo aplazarlo, pero no sea aplaza el encuentro con la muerte, y la ruina no puede esperar. Es como esos buitres leonados, a la espera de carroña. Cuando la divisan, ya no hay demora. Se lanzan a por ella, sabedores de su seguro triunfo. Y yo debo ser igual, aunque sea un buitre con la ruina a la espalda.

Se acerca. ¡Qué sorpresa! Se ha cambiado de ropa, se ha maquillado, y casi no la reconozco. Ahora es una de esas modelos de alta costura que pasean los modelos de un diseñador mediocre. No deja de ser sexy, pero ya es más bella. Eres linda y hechicera, decía la canción. Y así la veo yo. La muchacha linda, y quizá la nigromante que me pueda arrebatar mi sed de venganza y muerte.


 

Me ha estado esperando. Eso debe querer decir algo. Yo me he sacado todo el partido del que soy capaz. Casi no se nota que la ropa es de atrezzo y que el maquillaje es de escena. Ojalá hubiese comido esta tarde, estoy en los huesos. O dormido, tanto da. No se si podré aguantar su firmeza. Me parece uno de esos tipos que te pueden poner en órbita, pero a mí se me han quitado hasta las ganas. Va a tener que esforzarse mucho, pensé.

 

 

“Discúlpame, pero no sé exactamente qué hago aquí. Seguramente te espera alguien en algún sitio, y me temo no ser la mejor compañía. Además, tengo una especie de misión que realizar, y ya llego tarde. Quizás en otra ocasión, quizás en otra vida, tú y yo deberíamos habernos conocido. Pero no hay esperanza ni oportunidad, mi vida ha sido sentenciada y no puedo ni debo complicarte en ella. Solo quiero decirte la verdad, que me ha gustado conocerte, que siento no haberlo hecho, y que te deseo mucha suerte”

Me di la vuelta y enfilé mis últimos días como persona. Ya estaba en la puerta cuando pude escuchar el estrépito. Mi querida monologuista había caído al suelo, aparentemente desmayada. Volví a toda prisa sobre mis pasos. Conseguí despertarla. Le pregunté si tenía alguna enfermedad. Negó con la cabeza vigorosamente, mientras que las lunas en las que se habían convertido sus ojos en blanco, iluminaban la estancia como esos focos típicos de las discotecas de los 70. Balbuceó que no había comido. Miré a mi alrededor. No había nadie. Solo el camarero me miraba curioso. La levanté las piernas, la giré hacia un lado, llamé a Emergencias y hoy, dos días después, sigo a la cabecera de su cama en uno de los hospitales más despersonalizados de la tierra. Ella duerme sin cesar. Y cuando despierta, me sonríe y me acaricia el dedo.

Y yo siento que se ha producido una especie de cruces de vidas, como las fibras que llevan los impulsos visuales al cerebro. Un quiasma funcional, en el que sufro por su vida y me olvido de la mía. Y aquí me encuentro, amarrado a ella como Ulises al timón de su navío. He olvidado mi nombre, mi historia, mi vida, y por supuesto, el ático de la Calle Pretil De Los Consejos


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