viernes, 9 de junio de 2017

Al Brindar

Fue en ese chocar de copas cuando percibí la realidad de mi vida. Mi aportación a este mundo se resume en un limpio vacío de propuestas, pensamientos y metas. He actuado como la mayoría de la gente, deambulando, esquivando, regateando al riesgo, a la imaginación, a la locura. Y al brindar por el año que comienza, es cuando descubro que mi única expectativa es pasarlo. Sobrevivirlo. Llegar al próximo brindis del siguiente año nuevo, sin que ello me obligue a complicarme en exceso. No quisiera ser como Larra, que se suicidó por amor antes de cumplir la treintena, pero convengamos en que debe haber términos intermedios entre la inacción y el loco aventurero.

Dejadme que os diga. Nunca quise hacer otra cosa, ni actuar de otra forma. No hubo infancia infeliz, ni acontecimientos traumáticos que me obligasen. Todo ha sido elección personal. De las que reconfortan, de las que te guarecen de las inclemencias que suceden en el carrusel de la vida. De las que no te sientes especialmente orgulloso, pero de las que no te aportan perjuicio inmediato detectable.

Y en ese chocar de copas, en el que puede ser un bucle, un deja vú, en el que año tras año los acontecimientos brillas por su ausencia, en el que la única novedad relevante es la ausencia de pelos y la presencia de gramos, he sido consciente por vez primera en mi vida de que puede existir otro enfoque, otra vista, alguna decisión, alguna apuesta, algún riesgo.

Fue en el último chin-chin, en el último encuentro de mi copa con el de algún pariente lejano, en el que sentí un relámpago interno, un escalofrío interior, una convulsión en el alma, un vuelco al corazón. Sentí la ausencia de proyecto, la ausencia de propósitos, la ausencia de pasiones. Y, retomando mi pasado, supe que no las tenía porque nunca existieron, porque fueron domadas por ese instinto de supervivencia que tenemos los débiles de carácter.

Y desde el último brindis, he cambiado. No he tomado ninguna decisión, no he tomado acciones arriesgadas, no he estudiado cambios trascendentales. Solo he comenzado a comunicarme conmigo mismo, y a protestarme todas estas omisiones vitales. Sé que solamente es una mínima manifestación de condena ante un hecho de consecuencias dramáticas en mi vida, pero es algo. Porque me obligo a mí mismo a establecer relaciones conmigo. Hemos evitado estas conversaciones durante años, décadas incluso, pero esto debe cambiar. Y no quiero oírme, prefiero evitar esos diálogos, por dolorosos, por recurrentes, por estériles.

Pero no puedo evitarlo, porque he decidido expresarme por escrito. Y lo escrito es esculpido en piedra granítica. No puedo obviarlo, no puedo protestarlo. Salvo por escrito. Y de esa interacción, de esa confrontación de escritos, quizá no surja nada, pero nos vamos informando. Y puede que en algún momento, en algún lugar, uno de los dos acabe cediendo. Quizás sean pequeñas cosas, quizás arrojarme en parapente, quizás recorrer el mundo, quizás dedicarme al teatro. Pero esas mínimas rebeldías quizás consigan explorar nuevas vías, como la erosión del agua excava nuevos cauces en el curso del río.

Y quizás, en el próximo chocar de copas, quizás acuda con menos pelo, con más gramos, pero puede que lleve adherido una pequeña parcela indomable, imbatible, innegociable. Ese microuniverso del riesgo, de la vida, de la pasión. La que no se deducía de los últimos brindis. Quizás las burbujas tiemblen pensando en cuál puede ser su futuro, imprevisible, arriesgado y loco. Quizás todo quede en resaca.


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