sábado, 24 de junio de 2017

Dulce Optimismo (II)

Percibí en su mirada timidez, ansiedad, cariño, confort, esperanza, sosiego. Percibí colores, tonalidades y texturas. Percibí deseo contenido, romanticismo incurable, llanto cronificado. Percibí amor por la vida. El impacto de la luz en aquellos ojos color azabache transformaba la realidad como el papel fotográfico, incorporando pequeños pedazos irrefrenables de nosotros mismos. Es difícil engañar al fotógrafo experto. Es difícil mentir a una mujer ilusionada. Por ello, al poner rumbo hacia el faro de sus ojos, imploré al cielo que los míos transmitieran todas las tonalidades de las convulsiones que estaba provocando en mi alma, imploré a los hados, a los dioses, a los lares, a los ángeles y arcángeles, que no me abandonasen en ese crítico momento, que me arrepentía de todas las ocasiones en las que maldije la vida, en las que cínicamente criticaba el acervo de mi existencia, incluso aquellas en las que predije el peor de los futuros para el mío. Solo anhelaba transmitirle en mi mirar el enorme impacto que había causado en mi vida, con sólo atravesar las graníticas losetas dela Plaza Zocodover.


 

Inevitablemente, mis pasos fueron guiados hacia el reflejo de las esposas, a un ritmo temeroso pero decidido, como si de una atracción magnética se tratase. Rebusqué inconscientemente en mis bolsillos por si llevase inadvertidamente algún tipo de electroimán o alguna feromona maligna responsable de la irresistible atracción. Pero no, el magnetismo no podía medirse en teslas, no había cuantificación posible, simplemente existía, flotaba y actuaba.

Y llegó ese momento, mágico o trágico, según los casos. El espectro, el holograma, el aura que se había forjado en mi mente y en mi alma, se transformaba progresivamente en un ser tangible, en una criatura real, en alguien. Situemos el problema. Frente a mí, el contraste entre mi idealización más perfecta y la más cruda imperfección de la realidad. Avanzando metro a metro, comparaba mentalmente sus facciones, sus gestos, sus ademanes, con aquellos que había ideado en mi mente. Su pelo, más rizado de lo previsto. En sus ojos, alguna línea de expresión que yo no dibujé en mi lienzo. En su gesto, un temor casi imperceptible que chocaba frontalmente con la expresión de palidez vital que me acompañaba cada noche al ocupar la almohada. La mandíbula, ligeramente más pronunciada, la nariz más fina. Los labios…

Los labios superaban con mucho a la mejor de mis fotografías imaginarias. Iban a necesitarse muchos acontecimientos negativos, muchos semidioses juntos, muchos héroes de Marvel trabajando en plena coordinación, para impedir que esos labios fueran míos esa tarde. Yo defiendo la escala de la necesidad del beso como método muy representativo del amor que sientes por una persona, permitidme la veleidad. Del uno al cinco, donde cinco sería realizar cualquier tipo de acción legal o ilegal con tal de atrapar sus labios, y uno sería poder pasar perfectamente sin rozarlos, los niveles cuatro y cinco equivalen a un amor bastante respetable, de esos a los que hay que tomar en cierta consideración. Cierto es que diferenciar entre amor verdadero y pasión sexual desenfrenada cuesta un cierto esfuerzo, porque en ambos casos puedes encontrarte en ese nivel de escala de beso, pero si uno está suficientemente atento, puede llegar a distinguirlo, en el supuesto e hipotético caso de que ello tuviese la más mínima importancia.

Porque, de estar enamorado, la ausencia de una pasión sexual irrefrenable condicionaría de tal forma la relación que la haría inviable en el medio y largo plazo. Y si existe esa pasión sexual “que te quita el sentío”, como dicen los andaluces, a quien carajo le importa si estás enamorado o no. Algún poeta de los de entonces me correría a sartenazos, me retaría a duelo o me dedicaría una “Oda al Infame Desenamorado” Pero no me haría cambiar de opinión. Ya podía venir Larra en persona desde la tumba, con la pistola de su suicidio cargada de pólvora , que tendría que escuchar como me mantengo en mis posiciones. La pasión sexual es cierta, es real y es inconfundible. El amor es etéreo, abstracto, confuso, dudoso.

Y si vienen mezclados, aparte de sufrir el más terrible de los desastres naturales, el tsunami definitivo, el huracán final, el apocalipsis de las tormentas, solo queda concentrarse en los tangible (el sexo), y abandonarse a lo irreal (el amor), y que sea lo que Dios quiera, porque el fin solo puede ser uno: El más absoluto y terrible de los sufrimientos.

En resumidas cuentas, sus labios y yo habíamos decidido estar juntos, aunque sus labios no lo supieran. O sí. Quizá sus labios habían planificado el encuentro hasta el más nimio de los detalles, a sabiendas de su extraordinaria capacidad de seducción, y el hecho de que yo me aproximase irrefrenablemente hacia las esposas y el resto de su dueña, estaba escrito en el guión, esculpido a piedra en un ejemplar granítico del mismo. Hice ademán de darme la vuelta, solo por probar que podía, pero acabé apartando una de las sillas con más torpeza que gracia, para ocupar el asiento en la mesa. Elegí la única ubicación posible: De frente a mi perdición y de espaldas al Alcázar. Metafórico. Rechazaba el simbolismo de la resistencia que ofrecía el Alcázar de Toledo, y me abandonaba a mi suerte frente a esos labios.

“Por fin”, dijo ella. Alea Iacta Est.

“Buenas tardes” Solo atiné a pronunciar.

Ella me miró, bajó la cabeza y dijo: “No sé como va esto, pero en lo que a mí respecta, es el momento perfecto para decirme si te he decepcionado mucho o si nuestra cita continúa”

Detecté un deje orgulloso y altivo en su voz pero, por nuestras múltiples conversaciones previas, supe enseguida que solo era un poco de miedo a no gustarme. Eso me tranquilizó. Ambos estábamos tensos y ambos deseábamos gustarle al otro. Como a mí, desde luego, me gustaba mucho, aproveché para hacérselo saber.

“Solo estoy un poco molesto contigo por no haberme avisado antes de que eras tan increíblemente guapa. Hubiese venido a verte mucho antes”

Ese forzado y evidente piropo contribuyó a relajarnos y a situar la atípica reunión en una segunda fase, la real, la más alejada del mito al que ambos habríamos llevado al otro, a la fase en el que los hechos cotidianos de la vida decidirían qué podría llegar a pasar entre nosotros. Diríase que era una primera cita, convencional en cuanto a lo incierta, pero en la que ya había mucho terreno ganado. Ambos habíamos podido calarnos, detectar virtudes, defectos filias y fobias. Por otro lado, ese avance podría llegar  a anticipar el desenlace, puesto que la transición era necesariamente más breve.

Nuevamente pensé en lo metafórico, en esa tierra de nadie, en ese significado histórico de la Plaza, y pensé que, si ambos queríamos un avance, o al menos, saber si habría avance, debíamos abandonar esa zona de confort histórica y adentrarnos cuanto antes en terrenos no explorados hasta el momento. Quizá fuese un poco precipitado, desde el punto de vista de la seguridad de ambos, por lo que propuse un plan alternativo, comenzar un paseo en descenso, desde Zocodover hacia el resto de las callejuelas que forman el Toledo antiguo donde, a buen seguro, podríamos avanzar en el conocimiento mutuo. No puso objeciones, así que pagué su cuenta y nos desplazamos en dirección a La Judería, recorriendo la más animada Calle Comercio, la más tímida calle Trinidad, alcanzando así el Barrio de la Judería. Nos perdimos en muchas ocasiones, para encontrar un escenario aún más bello que el anterior. A un adoquinado de solidez extrema, le seguían calles en las que pareciese obligado circular de perfil. Entrábamos y salíamos de este siglo a alguno anterior. De esta era, nos trasportábamos a los gremios medievales. Del confort de los modernos comercios, a la simplicidad de los artesanos tradicionales. De los modernos puntos de luz, a las farolas clásicas, de repujado amanuense. De nuestras vidas, de nuestras historias previas, a un nuevo escenario, quizás fugaz, quizás equívoco, mas henchido de esperanza, repleto de opciones, anegado de deseos.

En el trayecto no desvelamos grandes secretos, grandes bombazos ocultos, ni surgieron tórridos romances. Todo fluyó de una forma bastante natural, utilizando parcialmente lo que conocíamos del otro, dejando espacio a nuevas aclaraciones, nuevas explicaciones, pequeños matices. Como si fuésemos amigos de toda la vida que se ponen al día. Usamos los escaparates para socializar las conversaciones, y quizás descubrir esa pasión inconfesable en el otro. Las librerías, exámenes de sentimientos. Las tiendas de antigüedades, detectores de sensibilidad enfermiza. No sabría explicarlo. Apuntalamos nuestro futuro en algunos ornamentos, en los secretos que encierran las callejuelas, avergonzamos pasiones en los rincones oscuros, reprimimos abrazos entre la gente. Quizá podría decir que fue un via crucis de sentimientos, una pasión de pasiones, una autopista hacia lo desconocido, una Ruta 69 en la Judería, el trayecto entre lo posible y lo temido. Porque no hay nada más pavoroso que dejarse atrapar por los sentimientos, cuando aún no han cimentado. Y nada refleja la vida mejor que el riesgo.

Y para las mentes confusas, nada peor que contemplar el Tajo, en el Meandro que se divisa desde la Plaza de San Andrés, porque la engañosa sensación de placidez que imbuye al incauto, puede hacerle cometer las mayores osadías concebibles.

Tagus_River_Panorama_-_Toledo,_Spain_-_Dec_2006

By DiliffOwn work, CC BY-SA 3.0, Link


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