sábado, 3 de febrero de 2018

Una Simple Confusión (y V)

Por tanto, se habrían debido producir los siguientes hechos independientes y simultáneos. Número uno. Una simple coincidencia espacio-temporal; Nosotros y ella, a la vez, en el mismo garito. Número dos, que ella decidiese, como por arte de magia, que quería no solo salir del local conmigo, sino que, además, la noche acabase con los dos compartiendo lecho. Número tres, que sus sentimientos hacia mí hubiesen sido reprimidos, no solo por mí, que eso era una certeza, sino por ella. Porque en el caso de que esos sentimientos fuesen sobrevenidos, es decir, que nada más verme en la disco, se hubiese encoñado conmigo, sería el hecho número cuatro. Y si todo eso se hubiese producido simultáneamente, tendría tres actuaciones a reprochar. La primera, a mí mismo, por ser un completo gilipollas. La segunda, a ella, por no haberse percatado de que yo era un gilipollas. Una cosa es que yo no reparara en ello ya que, al ser un estúpido integral, estaría plenamente justificado, y otra muy distinta, es que ella, siendo la chica, y por tanto lista y aguda, no se hubiese dado cuenta. Y la tercera, no haber jugado mucho más dinero a la Lotería de Navidad, dado el acúmulo de hechos favorables en mi entorno.

La presión de mis presuntos amigos al respecto de obtener conclusiones o chafardeos de mis no menos presuntas relaciones con Estela, se incrementaron sensiblemente los siguientes días. Ninguno parecía saber nada de nuestra triste despedida, y negaban ostensiblemente cualquier tipo de relación con su casual aparición. No obstante, yo tenía el convencimiento de su implicación y nada de lo que me dijeran podría influir en exceso. Creo que ellos se cansaron de la historia, y las llamadas cesaron progresivamente.

Mi vida prosiguió, sin incidentes ni alteraciones especialmente relevantes. Alguna vez me despertaba alterado, recordando la noche, sus distintas fases, aquellos momentos en los que parecía iniciarse un cuento de hadas, y aquellos otros en los que los rencores y el orgullo tomaban la voz cantante. He de reconocer que alguna vez forcé un cambio de ruta para pasar por mi antiguo barrio, aquel en el que la conocí, y en el que sabía que vivía ahora, con la secreta esperanza de volver a verla. Tomé algún café más de los que me apetecían, en ese pequeño bar en el que de jovencitos iniciábamos las noches de juerga tras los exámenes. También rebusqué en mis agendas juveniles, con el único propósito de encontrar escrito su nombre, en la E de equívocos, de ensueños, de errores. No necesitaba encontrar su teléfono, nunca lo olvidé. Solo tenía que añadir el antiguo prefijo provincial, y ella atendería la llamada. Y esa certeza evitó que pulsara las teclas, porque el solo hecho de volver a hablar con ella, me dolía en las entrañas.

Decidí perdonar a mis amigos, en el supuesto caso de que hubieran cometido pecado. Obvié ese detalle y volví a conectar con ellos, con naturalidad pero con rencor. Lo que me habían hecho no se lo perdonaría nunca, pero la vida sigue y no parecía razonable pasar a ser una isla, por lo que creé una especie de istmo artificial que me permitiera el contacto con ellos. Me apunté a sus reuniones, felicité los cumpleaños como uno más, e impedí que mis reservas hacia ellos se tradujeran en el día a día. Aún así, alguna vez hube de pararlos cuando intentaban retomar lo que ellos consideraban “el malentendido” de mi fiesta de cumpleaños. Les aseguré que aquello estaba olvidado, y ellos insistían que no habían tenido nada que ver. Incluso me reprochaban no haberles informado jamás de mi amor hacia Estela. Yo sonreía y callaba, sin creerme nada en absoluto, pero renunciando a hacer casus belli de la situación.

En una de esas reuniones, una de las chicas comentó que había visto a Estela paseando con uno de nuestros antiguos maestros, el profesor de Literatura y Filosofía de Bachillerato. La avalancha de muecas, toses y patadas en la espinilla que se produjeron en torno a la mesa, me obligó a pedir calma y asegurar a los presentes que no había ningún problema, que se podía hablar con entera libertad. Y los muy gilipollas se lo tomaron en serio. No dejaron de bromear sobre la situación, recordar los años de clase con el profesor, la muy merecida fama que tenía de mujeriego y galán, y cómo podía tener la desfachatez de “tirarse a un pibón como Estela, a la que había conocido con tirabuzones”. A punto estuve de degollar al gañán que pronunció esa ordinariez, pero finalmente la noche acabó con cierta calma.

Me fui jodido a casa, no me duelen prendas en reconocerlo. Y no solamente por el hecho de que Estela me hubiese olvidado tan rápidamente, si es que en algún momento me había tenido en algún tipo de estima, más allá de la amistad juvenil. Estaba el hecho de que el Profesor Megido había sido uno de mis principales enemigos durante esa época. Intentando valorarlo con la objetividad que te aporta la madurez y los años transcurridos, ese tipo era un bicho, y dudaba muchísimo que hubiese cambiado un ápice. Es de los que se van a la tumba siendo un completo mamón en la juventud, la madurez y la senilidad, estaba convencido. Y ya de jovencitos me parecía que miraba a Estela con ojos muy distintos al concepto de tutor o profesor que tenían los antiguos griegos. Sócrates decía que los tutores debían transmitir experiencias, por lo que se necesitaba una relación íntima con los alumnos. En mi opinión, el Profesor Megido había intentado llevar el concepto de forma casi literal, al menos con Estela. Calculé que debía andar en una madurez ya muy evolucionada, lo que no me consoló en absoluto.

La única vez que tuve que acudir a mi antiguo barrio sin forzar rutas o encontrar absurdos pretextos, fue a una exposición de pintura de un antiguo compañero de colegio, del grupito habitual de amigos. Siempre le gustó pintar, y siempre lo hizo bien. La idea era ver los cuadros, tomar una copa con él en el Centro Cultural que servía de Sala De Exposiciones, y acabar la noche en uno de nuestros sitios emblemáticos, una especie de pub clásico, que con los años se fue transformando en una especie de taberna inglesa.

Dudo que los dueños hubieran previsto que en sus instalaciones se pudiesen desarrollar combates de boxeo, pero eso fue lo que sucedió. La noche acabó con una masiva visita a la Comisaría de Usera. Sé que empezamos en una Exposición de Pintura, únicamente un pequeño grupo de amigos que quería apoyar a uno de los suyos. Por supuesto, las pinturas eran absolutamente inofensivas, de hecho, muy bellas. A todos nos gustaron. Bueno, debería decir a casi todos.

La aparición de Estela, del brazo del Profesor Megido, inició una especie de Efecto Mariposa, que concluyó con la masiva visita a la Comisaría. Y vive Dios que no fue culpa mía. Por lo menos, no todo lo fue. Cuando el imbécil de Megido empezó a realizar muecas burlonas según pasaba por los lugares donde se exponían los lienzos, cuchicheando al oído de Estela algún comentario grotesco, yo estaba muy tranquilo. Me concentré en mi copa de cava, y en hacer ver a mis amigos que lo incómodo de la situación no me llevaría a adoptar ninguna actitud agresiva ni estúpida. Incluso le saludé cortesmente. Se acordaba de mí, aunque vagamente, lo que me molestó un poco, pero le disculpé en el acto, dado el elevado número de estudiantes a los que había impartido magisterio. Es cierto que su comentario de “no serías de los más brillantes”, sobraba. Pero lo pasé por alto. Me daba en la nariz que el profe venía un poco pasado de alcohol, y la mirada suplicante de Estela me hizo ver que ella también se había dado cuenta.

En cualquier caso, mi comportamiento en el Centro Cultural, fue de Manual de Protocolo. El de Megido, en cambio, el mismo que en nuestros años escolares, pero sin la posibilidad de utilizar el boletín escolar como arma arrojadiza. Cuando se inició el trasvase hacia la Taberna Inglesa, deseé con fruición que Megido no nos acompañase. Incluso a costa de no volver a ver a Estela. Yo no contaba con ella, no esperaba verla. Nadie me había avisado. Es decir, que podría haber sido una especie de anécdota, sin más. Pero cuando vi que se unían a nosotros, valoré seriamente la posibilidad de irme a casa. No lo hice. Probablemente, para no dar más validez a la estratagema de mis amigos en mi cumpleaños. Quizás en mi fuero interno quería tener la oportunidad de suavizar nuestra relación, o quizás quería respuestas.

En cualquier caso, no deberá haber ocurrido nada extraordinario, pero Megido se puso en plan metepatas. Tiró las bebidas, gritó en más de una ocasión. Blasfemó, se metió con la Monarquía. Esta y todas las anteriores. Le llamaron la atención un par de veces. Estaba disgustando a Estela, eso era evidente. Y según avanzaba la noche, la situación iba a peor. Me levanté hacia el billar, hacia los dardos o hacia el futbolín. Lejos de ellos. Simplemente por no formar parte de ninguna cosa que pudiera ocurrir, y por no incrementar la vergüenza de Estela. Me mantuve alejado un buen rato. Hasta que ella vino a mí.

“¿Piensas evitarme toda la noche?. ¿ Otra vez?.”

“Estela, me ha parecido ver que venías muy bien acompañada, y no he querido molestarte”

“Sabes de sobra que lo estoy pasando fatal”

En eso tenía razón. Y me sentí como un desalmado por dejarla sola en compañía de ese tipejo. Mi comportamiento había sido de Manual, sin duda. Pero no había sido el que se debía esperar de un amigo. Y mucho menos de un secreto enamorado.

Le propuse una alternativa: “Coge tu abrigo y salgamos fuera. Hablemos tranquilos”

Ella hizo caso de mi sugerencia, probablemente agradecida. Volvió a toda prisa. Accioné la manilla de hierro forjado. Sostuve la puerta con ambos brazos, para ofrecerle una autopista hacia los tiempos mozos, los que nos unieron y nos separaron. La conversación se tornó fluida, para mi sorpresa, pero no por ello menos difícil. Primera pregunta “¿Qué pasó el otro día?”. Tomé aire, llené el pecho, y desnudé mi alma. “Simplemente, me molestó muchísimo que mis supuestos amigos montasen el numerito de que aparecieses por allí, justamente el día de mi cumpleaños.”. Primera respuesta, como un ladrillazo en la cabeza. “No tengo ni la más ligera idea de lo que me estás contando”

Se acabó el interrogatorio. Comenzó la confesión. “¿Me estás diciendo que no sabes de sobra que he estado loco por ti desde el colegio?”. “Hombre, eso sí, por supuesto. Pero no de lo de tu cumpleaños. Para mí fue una sorpresa, una maravillosa casualidad. No os veía desde hacía décadas. Nos reencontramos en un momento en el que yo no estaba con nadie, recién separada. Y tú, por lo que pude averiguar, tampoco. En el colegio estaba centrada en los estudios y también coincidió que salía con otros tipos. Me gustabas, pero simplemente no se dieron las circunstancias. Y cuando te vi el otro día, simplemente me hice ilusiones. No sé si eso es tan malo.”

El mundo se me echó encima. El problema de dar por sentadas cosas, que simplemente estaban en el aire. Y de no haber coincidido ese día, me podrían haber martirizado durante toda la existencia.

“Pero entonces, Megido….?”

“Simplemente he salido con él un par de veces. Es amigo de mis padres y éstos me insistieron para que le saludase. Desde luego, después de lo de hoy, no volveré a quedar con él.”

Y ya, solo quedaba jugársela. “Crees que podría compensártelo con una cena en algún sitio bonito”

Me miró, con una mueca de ternura y esperanza, y pronunció la sentencia. “No. Lo que me hiciste el otro día, no se compensa con una cena. Necesitarás mucho más. Y durante mucho más tiempo”

Ya no me puse a valorar la justicia de la transacción. Estaba bloqueado por la esperanza. Por  el traumático giro de acontecimientos. Por las múltiples disculpas que debería pedir a mis amigos. Por los centenares de cambios que se producirían en mi vida. Por esa avalancha de felicidad que me esperaba al otro lado de la puerta. Por los miles de días a recuperar. Porque seguía enamorado, pero ahora podría ser correspondido.

No me atreví a besarla, aunque lo deseaba más que cualquier otra cosa en la vida. Pero , esa caricia con el dorso de su  mano izquierda me hizo sentir mucho más de lo que jamás hubiese supuesto. ¿Que quizás fuese casual?. Ya lo dudo, porque su mirada no lo parecía. Pero no era momento de análisis, sino de vivencia. Quería vivir. Quería disfrutar del amor, quería retener esas mínimas sensaciones como si se tratase de una primera edición de El Quijote. Para mí, era una primera vez. La primera vez que amé, aunque fuese en diferido. La quería, lo hubiese proclamado en el vacío. Pero solo pude acompañarla, sujetar de nuevo la puerta, desear que no tardase mucho en despedirse y darle las llaves de mi casa y de mi alma.

Y en cambio, aquí estoy. En un banco de imitación de mármol, frío, severo y adusto, como el funcionario que me tomaba los datos. Seguramente le habría jodido la noche, pero no fue mi intención. Al volver al interior del local, Megido se levantó a recibir a Estela, con un etilismo notable. Le echó los brazos al cuellos, le dio un azote cariñoso. Ella se revolvió, le afeó su conducta. Yo me aproximé para rescatarla. Nos esperaba la felicidad, y ese idiota no iba a impedirlo. Pero cometió el error de llamarla “Puta”. Y tuve que romperle la mandíbula. El golpe me salió un poco bajo, no fue una diana perfecta, pero hizo blanco, desde luego.

A partir de ahí, la cosa se complicó un poquito. No por parte de Megido, que estaba inconsciente. Al dueño no le gustó el incidente. Yo lo entiendo. Se lo expliqué. “Mire, no he tenido más remedio. Se había metido con mi chica.”. Craso error. Porque mi chica me dijo que no era “su chica”. Que ella no era la chica de nadie. Qué carácter. Era sólo una forma de hablar. Intenté explicárselo, pero el dueño me tomó del brazo para sacarme fuera del local,  y mis amigos se pusieron nerviosos. Desde ese momento, ya no me considero responsable.

Acaba de salir mi chica de declarar. Dice que el puñetazo fue adecuado al improperio. A ver, tendrá que defenderme. No sé hasta qué punto le aticé por el insulto o por las múltiples ofensas de la época escolar. Quiero creer que la mayor parte fue por lo primero. Sí, sin duda le sacudí por el insulto. Pero no puedo negar que me quedé muy, pero que muy a gusto. Y no descartaría que ese crochet de derecha no llevase incorporado alguno de mis suspensos.

No he podido transmitir esos pensamientos a Estela. Creo que no debo provocarla. De momento, me he tomado la revancha, y la he besado sin parar. Y no se ha disgustado. Solo me ha recordado lo que me he perdido todos estos años.

Como si no lo supiera.

 


P.D.: Mis amigos vuelven a vacilarme con lo de mi Fiesta de Cumpleaños. Dicen que gracias a ellos estoy con Estela, que ellos lo prepararon todo. Ella lo niega, pero con poca convicción. No saben que me da exactamente lo mismo. Soy feliz.