miércoles, 30 de agosto de 2017

La Estrofa Que Lo Cambió Todo (III)

Me sorprendió la agilidad con la que se libró de mí, me estampó una bofetada con la mano abierta, me tiró la Moleskine a la altura de la cintura, quizá un poco más abajo, y volvió a subir a su casa a toda velocidad. Un mutis por el foro en toda regla.

Aunque puedo considerarme un tipo organizado, metódico e incluso meticuloso, lo que no me considero es tonto del todo. Y esa natural inteligencia me permitió interpretar, tras un razonable periodo reflexivo, que la reacción de Irene debía hacer pensar a cualquier observador imparcial que la chica se había disgustado. La razón me resultaba completamente desconocida, pero los hechos parecían tozudos.

Siguiendo la correa de distribución de mis pensamientos lógicos, llegué a la conclusión de que había resultado excesivamente encantador, aunque mantenía una cierta duda de si el problema no hubiera sido el inverso. Quizás ella esperaba una mayor rapidez o arrojo o descaro. El dilema al que me sometía esta situación es similar al del prisionero. Es decir, que puedo pifiarla bien, haga lo que haga. Supongamos que me decido por ser más agresivo y ella espera lo contrario. Las consecuencias podría ser incalculables. Si por el contrario rebajo el listón de agresividad y me comporto como “yo mismo”, y ella espera lo contrario, mis cafés matutinos, el oasis de sus ojos, la calidez de su sonrisa, y lo que podría ser una extraordinaria manera de ocupar mi agenda de fines de semana con alguna anotación diferente a “vaguear”, se podría ir a hacer puñetas. Por no mencionar que en las milésimas de segundo previas al bofetón, me pareció que estaba francamente buena. Anoté esa parte.

Ante ese tipo de dilemas, soy un tipo eminentemente práctico. Parecía ser que la situación estaba al 50% , o la fastidiaba del todo o quizá podría reconducirlo. Ante ese dilema aritmético, como haría cualquier persona racional, la postura más lógica era la abstención. Y por tanto, me abstuve de hacer absolutamente nada al respecto, puesto que esa era la única manera de no empeorar mi estado previo al traspaso de cafetería. Si no hacía nada al respecto, nada podría perjudicarme.

Tuve que esperar al lunes para poner en práctica mi ausencia de actuación. Ese día entré a la hora convenida, me dirigí a una de las modelis, le pedí mi café y croissant, escalé a una mesa y quince minutos justos después salí del local destino a mi despacho. Me pareció muy fácil, y seguí haciendo lo mismo todas y cada una de las mañanas de esa semana. Alguna de ellas creí reconocer a Irene a través del ventanuco de la puerta que daba acceso a alguna dependencia de la cafetería no accesible al público. Pero no pregunté por ella ni ella accedió a la zona de mesas. Como había previsto, no había resultado tan difícil.

El acceso al fin de semana resultó muy atractivo, porque las anotaciones de la agenda ofrecían un panorama ligeramente diferente a las de semanas previas. Tocaba sexo. No lo anotaba así, tal cual, por miedo a que alguien pudiese cuestionar mi espontaneidad, pero era eso, vamos. Sexo trimestral con alguna de las amigas habituales. No estaba seguro de cuál tocaba ese trimestre, pero estaba completamente seguro de que lo había concertado con la suficiente antelación.

En efecto, la sesión trimestral de relación social se produjo. Y se desarrolló como estaba planificado, como todas y cada una de las ocasiones anteriores. Plácidamente satisfactoria. Lo curioso es que no notaba grandes diferencias entre las amigas que se rotaban trimestralmente en mi lecho. No lo había percibido anteriormente. Y también llegué a la conclusión de que en ninguna de ellas detecté esa sonrisa tan especial, ni pude encontrar algún oasis en sus ojos. Me perturbó en cierta manera, porque si empezaba a buscarle tres pies al gato (a la gata), mi agenda podría desequilibrarse.

En cualquier caso, acometí la nueva semana sin cambios en mi estrategia: Café, croissant de mantequilla y vuelta al despacho. Es cierto que cada vez que pisaba el Break Cafe, escrutaba con mayor denuedo la presencia de Irene, pero no parecía estar allí. Pensé que pudiera estar de vacaciones, enferma, e incluso que se hubiese despedido o la hubiesen despedido. No son hechos infrecuentes, incluso en trabajadores tan eficientes como ella.

El caso es que este pensamiento comenzó a rondarme la cabeza. ¿Y si la ausencia de Irene en mis quince minutos de desayuno fuese permanente? ¿Qué tipo de trastorno causaría en mi agenda? En realidad, ninguno, reflexioné. Mi vida seguiría exactamente igual de organizada. El café me lo pondría alguna de las modelis, y listo. Este pensamiento me acompañó toda la mañana, reconfortándome y perturbándome a partes iguales. Intenté discernir cuál era la causa del desasosiego. Si la alteración de la agenda no era la razón de que estuviese alterado, ya que no se modificaba, ¿qué tipo de variable podría influir para mi zozobra? Sin duda, aunque en el macroescenario global, no se identificaba ningún tipo de modificación en la agenda, habría que pensar en algún tipo de microperturbación en mi calendario diario. Cabía la posibilidad, pensé, que esa pequeña alteración que aún no había identificado, pudiera dar al traste con la totalidad del mecanismo vital, impermeable, férreo y hermético, que tantos años me había costado conseguir. No se me ocurría otra alternativa.

En ese tipo de situaciones, uno ha de buscar ayuda en las fuentes de conocimiento. Por tanto, abrí una pequeña hoja de excel para identificar cuáles podrían ser mis modernos oráculos de Delfos. Columna A para los posibles orígenes de conocimiento. Columna B para las razones positivas de consultarlos. Columna C para las razones negativas. Columna D, otros.

En la columna A, situé inmediatamente las obvias, es decir, google, la Enciclopedia Británica y la Real Academia de la Lengua, por si el problema fuese algún tipo de confusión semántica. Añadí, con muchas dudas, al responsable de Mantenimiento, básicamente porque si me estaba dando el coñazo en mis sueños, al menos podría vengarme sometiéndole a un ejercicio de asesoramiento gratuito. Incluí a la de Recursos Humanos por exclusión, ya que Producción, Logística y Marketing, no parecían muy relacionados. Añadí al de Logística por si las moscas. Al fin y al cabo, el avituallamiento debería ser cosa suya. Y si hubiesen puesto una cafetería como Dios manda en la oficina, ninguna de mis perturbaciones existiría. Qué se joda.

La columna B se llenó rápidamente. En la fila de Google escribí “obviamente” y en el resto “creo que ninguna”. Arrastré la celda y llené la columna. En la Columna C escribí “me da vergüenza consultar a esta gente” Rellené todas las filas. Por tanto, miré en google con las palabras claves “qué se hace cuando a uno le quitan su camarera y se desasosiega” el resultado de la búsqueda me hizo pensar en algún tipo de filtro, porque solo me aparecían anuncios con ofertas carnales. Importantes descuentos, eso sí. Pero esa parcela la había solucionado con mi encuentro trimestral, por lo que poco aportaba. En cambio, no deseché los resultados de las últimas páginas. Se ofrecían conjuros, vudú, magia negra y videncias de todo tipo. ¿Me habría realizado algún tipo de conjuro, o algún bebedizo perturbador en el café?

Ese tipo de cosas sí que tenía que comentarlas con la de Recursos Humanos. Había observado en multitud de ocasiones cómo la gente entraba en su despacho irradiando rayos, truenos, centellas y radioactividad variada, y salían como unos corderitos. Sin duda, la gente acudía a ella para descontaminarse de algún tipo de conjuro y en su cubil, se realizaban maniobras de exorcismo o algo parecido. Quizá exageraba, pero valía la pena intentarlo. Mi desasosiego crecía y mis soluciones decrecían. Creí ver temblar a la agenda cuando la abrí para fijar mi cita con la responsable. La llamé, y solicité verla en alguno de mis improbables huecos libres. Me contestó con el “buenos días de rigor” y ya no pude escuchar nada más. Se presentó en mi despacho, con uno de sus zapatos roto por el tacón y flanqueada por la de Prevención de Riesgos Laborales, el responsable de mantenimiento (ya estamos) y el Equipo de Primera Intervención ante incendios y similares, equipados con el extintor polivalente, la manguera de incendios y un botiquín que ocupaba medio despacho.

Ante tal despliegue de medios, sufrí una pequeña taquicardia, que sirvió para testar el nuevo desfibrilador en mis carnes. Afortunadamente, la voz en off que aconseja las actuaciones de los socorristas, se puso de mi lado y evitó que me atizaran los 260 julios, pero no pudo evitar que me llevaran a la enfermería y llamaran a la UVI móvil. Vinieron los mismos de la otra vez, comprobaron nuevamente que conmigo pinchaban en hueso, y se largaron, no sin aconsejarme que tuviese siempre a mano la tarjeta de la seguridad social, para poder cumplimentar el papeleo. Proferí un insulto de los gordos, de los que reservaba para los que tocaban mi agenda, pero el sonido se vio ahogado por la mascarilla de oxígeno, porque el gilipuertas del médico respondió, como quitándose importancia: “solo cumplimos con nuestro trabajo” La “modestia española”, que dice Lorenzo Silva, una especie de soberbia camuflada muy propia de nuestra sociedad.

Cuando pude convencer a las hordas del bienestar de que me encontraba perfectamente, conseguí que la de Recursos Humanos me recibiese por fin. Con la botella de oxígeno y el desfibrilador semioculto debajo de su mesa, eso sí. Hizo bien, porque los necesité para reanimarla cuando le expliqué el problema.

 

Imagen cortesía de By Brooks Duncan from Vancouver, Canada (Evernote ETC: Evernote Smart Moleskine Notebook) [CC BY 2.0], via Wikimedia Commons


viernes, 25 de agosto de 2017

La Estrofa Que Lo Cambió Todo (II)

Justo cuando cerraba la agenda, sonó el teléfono móvil, y en la pantalla apareció un número que no reconocí.

No suelo atender este tipo de llamadas, salvo que en la agenda exista un dato que me aconseje hacerlo, pero al haber tenido un día tan agitado, pensé que podrían pedirme algún dato adicional los de la ambulancia, como el número de seguridad social, la partida de bautismo o el carnet de socio de alguna ONG. Así que, dispuesto a mandarlos a hacer puñetas (se conoce que ya me sentía mucho mejor), atendí la llamada con voz un tanto meliflua, para despistarlos de la bronca que les iba a echar.

“Sí, dígame”

“¿Hola, eres Sergio?”

“Sí, soy Sergio Tapia. ¿ Quién es usted?”

Escuché una risita ahogada al otro lado de la línea. Me dejó un poco desconcertado, porque a los de la ambulancia no les asignaba yo un rol tan desenfadado, pero esperé que prosiguiera.

“Soy Irene, del Break Café”

El nombre de Irene me resultaba familiar, pero lo del Break Café, ni idea. Mi cafetería de toda la vida se llama Cafetería Paco, nombre del primer propietario allá por los 60. ¡Cáspita, pero si la cafetería cerró! Bueno, no cerró. Así que ahora se llama así. E Irene es la de…

“Ah, Irene, qué sorpresa. Dígame. Bueno, observo que ya no es necesario que nos pidamos el número de teléfono, puesto que usted ya lo tiene”, observé con un poco de sorna, pero en absoluto molesto.

“Sí, cuando usted estaba tan …malito, los de la Ambulancia se lo pidieron y aproveché para tomar nota para poderle preguntar cómo se iba encontrando. En realidad tenía miedo de que tras la experiencia con nuestra puerta, decidiese usted no volver a nuestro local”

Desde luego, en diferentes intervalos de lucidez, valoré seriamente diferentes alternativas: No volver, denunciar a la puerta ante la Delegación de Consumo, poner una pegatina gigante con el letrero “puerta delincuente”, en fin, lo que imagino le pasaría a cualquier persona con sangre en las venas.

“No, Irene, cómo se le ocurre tal cosa. Por supuesto que cuando me reincorpore a trabajar, volveré a acudir a su local a tomar ese café en tan elegante vajilla”, aprovechando para soltarle una pulla.

Ella se lo tomó muy bien riéndose a carcajada limpia. Y me espetó así, a sopetón:

“No pensaba yo que un tipo tan estirado y tan cuadriculado como usted, tuviera sentido del humor. Me está sorprendiendo gratamente”

Yo en realidad solo quería manifestarle mi disgusto con los enseres del local pero, recordando vagamente su sonrisa y el resto de las preciosas facciones que la acompañaban, decidí dejarme llevar por mi suerte y reír al otro lado de la línea.

Ya eran las 20:30, hora en la que tenía estipulado la cena. Por tanto, decidí concluir la conversación.

“Irene, muchas gracias por llamar. Le aseguro que me encuentro bien. Si no le importa, voy a preparar la cena. La veré en el local en los próximos días”

“Y si se encuentra bien, y aún no ha cenado, ¿porqué no lo hace conmigo?”

No, por ahí no paso. Puedo aceptar algún pequeño sobresalto al mes, pero de ahí a que me coloquen una cena improvisada sin antelación, ni hablar. Intenté buscar una respuesta educada no hiriente para expresarle mi más rotunda negativa, pero ella se me adelantó.

“Ah, disculpe, Sergio. Olvidé que esta cena quizás no la tenga usted anotada en la Moleskine. Por cierto, ¿puede revisarlo, para que esté completamente seguro? Quizás lo anotó usted antes de su salida triunfal y lo ha olvidado.”

Yo estaba seguro de lo contrario, pero me pareció que esa era una buena forma de salir del embrollo. Me dirigí al maletín, busqué la agenda. Agua. Fui a la chaqueta del traje. Nada. Rebusqué por el resto de la casa. Había desaparecido. Solo cabía una posibilidad. Cortarse las venas. Ni eso. No estaba programado.

Me dirigí al teléfono para cortar la comunicación con Irene ipso facto, y dedicar mi vida a hallar la agenda. Cuando ella oyó que me colocaba el auricular, me dijo:

“Qué, ¿figuraba en su agenda nuestra cena?”

“No lo sé, he debido perderla. Si no le importa, voy a colgar para buscarla con más intensidad. Muchísimas gracias por la llamada. Buenas noches”

Colgué en el acto y me puse a buscar la agenda como un loco. A los cinco minutos me despistó un mensaje en el móvil, con dos fotos adjuntas. Era el mismo número desconocido de antes. Irene. No me había dado tiempo a agregarla como contacto.

Descargué la primera foto. Una anotación hecha con letra de mujer que decía literalmente “Cena con Irene 20:30” Y se refería al día de hoy. La segunda foto era de mi Moleskine, en sus manos, y un mensaje literal: Se te cayó en el Break Café y la recuperé, porque sabía que era importante para tí. Pero no te va a salir gratis. Si la quieres recuperar, tendrás que cenar conmigo. Hoy me has dejado plantada, ya ves que no has acudido a tu cita, por tanto, tendrás que volver a cenar conmigo. Te propongo el sábado a las 20:30. Por cierto, no tienes nada en la agenda anotado, salvo “vaguear” No intentes recogerla en el Break, porque estaré librando hasta el lunes. Espero que sobrevivas sin tu agenda hasta entonces. Así, recordarás dos cosas: Una, que tú eres mucho más que tu agenda. Y la más importante, que yo soy mucho más que tu agenda. Si no lo has visto antes, es porque quizás haces honor a tu apellido, y estás más ciego que una tapia”

Quería matarla. Y a la vez abrazarla, por haber recuperado mi agenda. Para el sábado quedaban tres días. Pensé que me estaba vacilando y que estaría al día siguiente en su puesto de trabajo, por lo que me fui a acostar sin cenar, y deseé que la mañana próxima llegase muy rápidamente. No me lo pareció tanto. Soñé con la agenda, con su actual depositaria, con la puerta y, sobre todo, con el encargado de Mantenimiento. No me pregunten.

Al día siguiente, disfruté de dos amargas experiencias. Fui al café, pedí el desayuno habitual y, como habitualmente (cuando no estaba Irene), fue servido sin mediar palabra, sonrisa o esmero. La segunda, que Irene no me había mentido. No estaba en el local.

La jornada de trabajo fue absurdamente normal. Todo el mundo me preguntó por mi estado de salud, y con todos fui lacónico, para no hacer distinciones. Estuve especialmente arisco con las de Recursos Humanos y la de Prevención. Y especialmente amable con el de Mantenimiento, supongo que para que no siguiera presente en mis sueños de forma inopinada. Al resto, legislación vigente. Cortesía protocolaria, sin más. Ellos no tenían mi agenda.

Llamé a Irene en varias ocasiones y me comentó en un mensaje”Nos vemos el sábado” Qué bruja. Pero seria y formal. Dijo que no trabajaba, y no lo hizo. Dijo que me daría la agenda el sábado y parecía que cumpliría su palabra. Quedan pocas chicas así, que no se dejen vencer por los impulsos, reflexioné. Pero luego pensé que ella me había pedido el teléfono y yo me había estampado contra la puerta. O sea que había sido espontánea y había conseguido que yo lo fuera, porque desde luego, estamparme contra la puerta del…Break Café, no estaba en mi agenda. Qué bruja.

Ante la ausencia de la bitácora que guiaba mi barco vital, mi adorada agenda, no tuve más remedio que dejarme llevar por las costumbres recordadas. Desayunar, comer, cenar y trabajar. Al no tener la planificación delante, me guié por los relojes biológicos. Pero ello supuso que dedicase el tiempo estimado, no el planificado, con la catastrófica costumbre de tener tiempo libre. ¿Y qué se hace con el tiempo libre cuando nunca lo has tenido? Consulté en google, naturalmente. Y sugería miles de cosas: Museos, cines, teatros, parapente, paseo en globo…Es decir, que la gente tenía tiempo libre y lo invertía en esas cosas. Inaudito.

Las sugerencias de google no me acabaron de convencer. Unas por arriesgadas. Otras por estúpidas y otras porque no garantizaban hora de entrada y salida. Reconstruí una pequeña agenda de emergencia que me habían regalado en un congreso y a la que había relegado con desprecio, por no poder compararse con mi Moleskine. Pero una emergencia es una emergencia, y con cierto disgusto por la ausencia de datos base, preparé la agenda para los próximos dos días. Amplié el horario laboral para compensar esos desagradables tiempos muertos que no sabía rellenar. Decidí llevar el coche a revisión, con unos mil kilómetros de adelanto, pedí cita con peluquero y dentista. Con esos ajustes, me quedaba libre la cena del sábado con Irene de 20:30 a 22:00 h., tiempo ajustado y proporcional a la cita. El suficiente para recuperar la agenda, y desde luego, para no molestar a la invitada, una hora y media, nada menos.

Supuse que debería elegir el sitio para cenar porque, técnicamente, la invitaba yo. Elegí un sólido y fiable café-restaurante, funcional, con plazas de aparcamiento disponibles en la proximidad, con un menú del día extensible a la cena, en el que había estado varias veces con otras chicas. No es que yo no tuviera relaciones sociales con el sexo opuesto, como podría pensarse. Lo cierto es que, con cierta regularidad trimestral, rescataba dos o tres nombres de mi agenda e intentaba lograr una cita con aquella cuya agenda le permitiese adaptarse a la mía.

Le transmití a Irene las coordenadas del lugar, para que pudiésemos encontrarnos allí puntualmente. Le propuse las 20:15 horas, para evitar el retraso al acceso a la mesa, y amablemente, me despedí de ella hasta el sábado. Ella me contestó al rato con una serie de pequeñas variaciones sobre el plan. No me parecieron negociables, la verdad. La primera es que la debía recoger en la puerta de su domicilio a las 20:00, “aproximadamente” Cuando leí lo de “aproximadamente”, sentí una punzada en el costado izquierdo y una sensación de apnea que me duró unos segundos. La segunda es que el restaurante ya lo había elegido y reservado ella, porque “no me fiaba de tus gustos hosteleros, considerando que tomas café en el Break”. Me pareció un detalle significativo al respecto de su sentido del humor, muy diferente del mío. Entre otras cosas porque ella tenía y yo no. La tercera condición no me pareció muy concreta: “Procura estar adorable, porque la Moleskine no te la daré hasta el final de la noche” Adorable. Y eso en qué consistía exactamente. Miré en google.

De google pasé a blogs y de ahí, a revistas femeninas. No me pareció un proceso ilógico. Si debía resultar adorable a los ojos de una mujer, no parecía descabellado  averiguar qué entendían ellas como adorable. Recibí multitud de pequeños indicios, algunos de los cuales me parecieron sorprendentes: “alabar sus complementos” Inicialmente me pareció excesivamente explícito en el plano sexual, hasta que deduje que el concepto “complementos” podría no referirse exactamente a lo que yo pensaba, sino a una especie de colección de objetos que las mujeres usan para “complementar” su atuendo. Sorprendente. Profundicé un poco en la literatura, y había un consejo que se repetía intensamente “Se tú mismo”

Hombre, yo me quiero como soy, pero de ahí a que actuando como actúo normalmente, o sea, siendo como soy, pudiera resultar adorable, se me hacía un tanto cuesta arriba. El adjetivo sieso, o serio, e incluso el sustantivo esfinge, me han venido persiguiendo desde la infancia. Para mí, sonaba a música celestial, porque siempre he entendido que sieso es sinónimo de sensato, que serio es una cualidad extraordinaria en el trabajo y en la vida, y que la esfinge…Bueno, eso me gustaba algo menos. En fin, que tras lo leído, ser uno mismo y parecerle adorable a Irene, quizá no fuesen conceptos compatibles.

La otra opción era actuar. No me refiero como verbo de acción, sino como un extraordinario acto de falsedad. O sea, comportarme como si yo no fuera yo, sino mi anti-yo. No sonaba mal. Presentarme decidido, arrojado, valiente, cariñoso. Hacer derroche de excesos, llevarla a bailar y, si todo ello no fuera suficiente, llevármela a casa y culminar la noche con éxito horizontal. De hecho, ya casi andaba por el trimestre de carencia, siguiendo la rigurosa planificación de mi vida social (sexual) Consideré seriamente este plan, y de hecho me pareció la estrategia óptima.

Así, elegante como un pincel, con traje, corbata y zapatos italianos. Con el mejor y único reloj que tenía un casio digital edición vintage de 35€, perfumado quizá en exceso, salí del coche como el que sale de los camerinos del Liceo, dispuesto a encantar a la audiencia. Esperé el descenso de Irene. Esperé bastante. Aguanté el tipo. Al fin y al cabo estaba actuando. Mi alter ego de la farándula no puso mala cara ante su presencia, aunque fuese veintitres minutos tarde. Me aproximé hacia ella, le dije textualmente “Estás realmente elegante” La cogí de la cintura con el brazo derecho, le tomé la barbilla con la izquierda y le tatué mis labios en los suyos.

Me sorprendió la agilidad con la que se libró de mí, me estampó una bofetada con la mano abierta, me tiró la Moleskine a la altura de la cintura, quizá un poco más abajo, y volvió a subir a su casa a toda velocidad. Un mutis por el foro en toda regla.

Fotografía By Geoff Stearns [CC BY 2.0], via Wikimedia Commons


lunes, 21 de agosto de 2017

La Estrofa Que Lo Cambió Todo (I)

Así fue. Simplemente, apareció esa pequeña pieza de un puzzle de 10.000, y todo, de repente, pareció adquirir sentido. Ese efecto mariposa que aclara o confunde por completo el caos en el que normalmente residimos cada día.

El problema es que una vez instalados en la anarquía diaria, simplemente no somos conscientes de nuestro lugar en el mundo, de la posición del mundo en torno a nosotros, o simplemente, de que existe el mundo. Y ante esta situación, solemos tender a institucionalizar la rutina como una especie de escudo antimisiles, una armadura etérea, que nos permite ignorar la existencia del caos. Es como estos conductores que se niegan a asumir la subida del precio del combustible, simplemente repostando la misma cantidad de gasolina expresada en euros. Obviamente, uno de estos días, el coche se quedará parado a un par de manzanas de su casa pero, hasta entonces, ellos son felices porque ignoran la existencia del caos.

Y esa era mi situación, ignoraba activamente cualquier atisbo de entropía cósmica, planificando de forma obsesiva cualquiera de mis actos cotidianos. Ciertamente, eso es mucho más sencillo en la semana laboral, porque puedes asignar a la agenda la jornada completa, más un par de horas de propina que te justificas a ti mismo diciendo que hay mucho trabajo, y que esa es una actuación responsable. Al llegar a casa simplemente has de decirte que estás muy cansado por el trabajo, y tras una cena frugal, ocupas las siguientes ocho horas en posición horizontal.

Como en el fin de semana la cosa es más compleja, mi estrategia era reservar planes de día completo y el siguiente dedicarlo a vaguear conscientemente. Así quedaba plasmado en la agenda. Y la semana siguiente, más de lo mismo.

En ese planning esculpido en piedra, como los diez mandamientos, recibía honores especiales los quince minutos diarios dedicados a mi café matutino, justo antes de llegar a mi puesto de trabajo. En negrita y subrayado, ese cafelito constituía una especie de pivote, un engranaje principal en la cadena del tiempo. Unicamente en días laborables y únicamente en la pequeña cafetería sita a menos de cien metros de mi oficina. ¿Las razones? El café, el croissant de mantequilla y la calidad y rapidez del servicio. No era necesario que pidiese nada. Según entraba por la puerta, la comanda estaba en proceso. A muchos de ustedes les habrá pasado lo mismo, habrán acabado cogiendo confianza con alguna de los camareras y habrá desarrollado una especie de relación amistosa. No es mi caso.

Mi relación con la cafetería se limitaba a la transacción comercial, conveniente y eficiente en el contexto de mi agenda diaria. Desde luego, la hipotética desaparición de la misma, hubiera supuesto un duro golpe en mi vida, mas únicamente en el contexto de la desorganización que hubiera supuesto en mi planning. De hecho, no recuerdo haber dirigido la palabra a ninguna de las camareras, salvo para dar el buenos días y pedir la cuenta. Desconozco si son simpáticas o todo lo contrario. No me pregunten por su procedencia, sus relaciones personales, sus hijos, su vida. No es que sea una especie de individuo asocial, soy perfectamente capaz de mantener una conversación con cualquier persona, siempre y cuando esté contemplado en la agenda. Simplemente, nunca me planteé profundizar en ese tipo de escenarios. Nunca fue motivo de reflexión.

De hecho, mi relación con algunos compañeros de trabajo era bastante fluida. Coincidíamos en la cafetería y nos sentábamos en mesas próximas. A veces juntos. Y charlábamos animadamente del tiempo, del fin de semana y de fútbol. Me llevaba especialmente bien con las chicas. Solía coincidir con una compañera de contabilidad y un par de ellas de marketing, no recuerdo ahora mismo sus nombres, pero manteníamos animadas conversaciones a lo largo de los quince minutos que solía durar mi café.

Como se pueden imaginar, en el contexto de mi organización vital, las vacaciones suponían una extraordinaria molestia, que año tras año intentaba evitar. Hasta que una incómoda recomendación de Recursos Humanos acabó con mi estrategia de regatear mi reglamentario periodo de asueto estival. Recomendaron a los vigilantes de seguridad que cerraran la empresa durante quince días en agosto. Los peores de mi vida, porque lo hicieron a traición. Avisaron con solo un mes de antelación. Como se pueden suponer, quién es capaz de organizarse en tan escaso tiempo. Lo pasé fatal. Busqué todos los cursos de reciclaje posibles, valoré trabajar clandestinamente desde casa, pero me cortaron el acceso a la red. Sabotaje vital, ese es el nombre que reciben este tipo de comportamientos.

Esos quince días los recuerdo como una auténtica pesadilla. Tuve que visitar a la familia, sobrinos incluidos. Sufrí todas las incomodidades de la España rural profunda, sin internet, sin cobertura de móvil, con río, con vacas , con gallinas. Sin planificación , sin horarios, sin reglas. Un caos. Y el caso es que la gente parecía estar contenta. Y los jodíos intentaban contagiarme. No eran conscientes de lo que se les venía encima. Dos semanas de anarquía. Ilusos. Su alborozo solo es explicable en el caso de que hubiesen recibido una especie de adoctrinamiento previo o un cargamento de soma, para convencerles de que siendo ciudadanos delta o epsilon, podían ser enormemente felices, sin las complicaciones de los alfa.

Los días vacacionales transcurrieron difíciles, enormemente largos y, lo peor de todo, muy acompañado. El protocolo y la educación me salvaron de crear un dramático cisma familiar, y finalmente conseguí salir indemne. La familia me pedía a última hora que prolongara las vacaciones, porque “había sido estupendo estar todos reunidos de nuevo” (sic) Casi me da un infarto, pero me repuse apelando a la responsabilidad profesional. Parecieron creerme. Más difícil hubiera sido explicar la verdad, que quería recuperar mi monotonía, mi planificación global. En realidad, y yo lo sabía,  manteniendo una férrea disciplina de horarios, el tiempo que asignas a la reflexión es ninguno, lo que permite disponer de una tranquilidad universal permanente. Y no solo en relación a las tradicionales reflexiones metafísicas (Quienes somos, qué hacemos en este planeta, quién ha diseñado este pasadizo al que llamamos vida,…)

La llegada a mi apartamento me transmitió una sensación de dulce control, sazonada de pequeños inconvenientes organizativos. Tenía que deshacer maletas, colocar la ropa y el maletín para la mañana de trabajo y, especialmente, preparar la agenda del siguiente mes. Me costó cuadrar las actividades de fin de semana, pero por lo demás, cuando finalicé, me invadió una especie de suave corriente de aire que interpreté como la prueba del nueve de que todo volvía a su ser, que esa vida vacía de contenido, esa vida que yo adoraba, volvía a arroparme con esa barrera infranqueable a los influjos externos, a personas, materiales, sucesos y sentimientos. Solo quedaban unas pocas horas hasta encaramarme a la primera hora planificada, y había previsto dedicarla al descanso nocturno. De hecho iba con algunos minutos de retraso.

Lo que no podía planificar, simplemente porque se escapaba a mi capacidad de actuación, y porque no se me hubiese ocurrido aunque hubiese vivido cien años, es lo que me ocurrió cuando abordé el primer item de mi agenda, mi café matutino en la cafetería de confianza.

No podía estar más contento. Mi agenda, mis costumbres, mi rutina, mi café…¿Pero qué ha pasado con mi cafetería? Me costó unos minutos averiguar que no había desaparecido, simplemente se había transformado. Donde se encontraba la puerta de aluminio acristalada, se hallaba una de vidrio que se abría automáticamente. Te aproximabas y te franqueaba la entrada. Donde se hallaban las mesas de madera maciza recubierta de formica, aparecieron unas mesas altas, de esas a las que cuesta subirse y cuyo descenso debería hacerse por cuerdas de rappel. Donde estaban las sillas de aluminio forradas de skay negro, aparecieron taburetes con amortiguador, sin respaldo ni red de seguridad. Donde se hallaba el formidable mostrador de madera de roble, brotaron sendas cajas registradoras con cuatro o cinco terminales para tarjeta de crédito. ¡¡Tarjeta de crédito!! Yo llevaba preparado diariamente el importe justo, incluida la propina rigurosamente calculada del diez por ciento, todos y cada uno de los días, todos y cada uno de los desayunos. Y lo peor. Las camareras, aquellas cuya profesionalidad hubiera podido ser puesta como ejemplo en todos estos Master de Marketing y Atención al Cliente, habían sido sustituidas por una especie de Sociedad Secreta de ex-modelos de alta costura, con mala suerte en las pasarelas.

Paralicé todos y cada uno de mis músculos. Consulté la agenda, para ver si este terrible suceso estaba previsto. No. Ante mis ojos se hallaba un perfecto ejemplar de avatar inesperado. Y eso, lógicamente, es de difícil predicción. Aún así, procedí a flagelarme intensamente con mi Moleskine, echándome en cara algún tipo de descuido. Aunque el problema ya no se centraba en la ausencia de planificación, que no es poco, sino la terrible diatriba ante la que me hallaba. Decidí asumir el dilema desde una perspectiva lo más próxima posible a la lógica presocrática.

Disponía de un pequeño ramillete de opciones: No tomar café (ni croissant de mantequilla), buscar una alternativa novedosa (casi descartada por los enormes riesgos que acarreaba), o adentrarme en el local y asumir el riesgo del cambio.

Ese día, y algunos de los siguientes, no tomé café (ni croissant de mantequilla). Me concentré en el trabajo y cuando llegué a casa me convencí a mí mismo de que había superado el problema, y que solo restaba la modificación de la agenda. Cambiar mi planificación del mes. Esa noche no pude dormir. La variación de la agenda suponía un reto extraordinario, aunque solo tuviese que eliminar esos quince minutos previos a la jornada laboral. Dilaté varios días el proceso, y acumulé una tras otra cuatro noches de insomnio. No planificado, por si ustedes se lo preguntaban. Más problemas.

El lunes siguiente, derrotado por el sueño, y casi vencido por la ruptura de la rutina, comencé a valorar la posibilidad de recuperar el café (y el croissant de mantequilla). Los argumentos a favor eran sólidos: Me caía de sueño a media mañana. Y las tripas ejecutaban la sinfonía de la ausencia de comida. Pero el más importante, el que a la postre fue decisivo, fue el hecho de que en mi agenda existía un desagradable hueco de quince minutos diarios. Por tanto, una de esas mañanas, la que había planificado tras tomar la decisión, me aproximé a la nueva puerta. Se abrió. Eché un vistazo alrededor. Intenté averiguar cual era la nueva liturgia del local. Descubrí que la posición del cliente debía ser proactiva. Es decir, ante la mera presencia en el local, no se activaba ningún tipo de mecanismo operativo. Básicamente, nadie te molestaba ni tampoco se ofrecía a ayudarte. Decidí colocarme en una de esas mesas. Probé un par de veces y finalmente pude encaramarme. Esperé unos cinco minutos. Los que tenía planificados. Acto seguido me descolgué de la mesa, me aproximé a las cajas registradoras y miré a una de las camareras, la menos alta, con una expresión digna, pero circunspecta, con la que intentaba informarle de mi disgusto, al comprobar que había consumido trece de los quince minutos disponibles en mi agenda.

La jornada no fue mucho mejor que las previas, y me sirvió para consolidar mi postura: Necesitaba café (y croissant de mantequilla), y para ello no había más remedio que acudir a algún tipo de establecimiento hostelero. La posibilidad de recorrer el barrio buscando alguna alternativa debía descartarse al momento, porque la agenda no ofrecía ningún resquicio para tamaña expedición.

Al día siguiente, lo intenté de nuevo. Me planté en la puerta del nuevo local, esperé a que se abriese, me dirigí a las cajas registradoras y esperé. Para mi sorpresa, escuché un “Buenos Días” muy cantarino, que me hizo concebir ciertas esperanzas de poder llegar a degustar mi café reglamentario (y mi croissant de mantequilla). El siguiente paso era solicitar la comanda. Para ello, y mirando directamente al terminal de tarjetas de crédito, como si fuera una de esas ventanillas de los ministerios y detrás hubiese un probo funcionario, expliqué detallada y pausadamente las peculiares características de mi café: En vaso de vidrio, cargado, con una nubecilla de leche caliente y dos sobrecitos de azúcar. Lo siguiente que escuché fue:

-“Cielo, vamos a llevarnos bien desde el principio. Yo te voy a poner un café con leche en vaso de cartón, porque no hay otro. El azúcar lo encontrarás en el mueble de la esquina, de varios tipos. Y si buscas algo muy distinto, permíteme que te recomiende algún otro bar de la zona”

En condiciones normales, hubiese dejado el café, el vaso de cartón y todo lo demás y me hubiese ido a trabajar, pero no podía seguir así, por lo que decidí anotar todos los detalles en mi agenda, para reducir el tiempo dedicado a adaptarme a los nuevos tiempos. En cuanto al croissant de mantequilla, me limité a solicitarlo en voz baja y muy melosa, no fuese a ser que me quedase sin él también. No hubo problema.

Al recibir el café, no tuve más remedio que mirar a la camarera, porque, sin preámbulos me espetó:

“¿Tú no acostumbras a mirar a la gente a los ojos?”

Revisé mentalmente mi agenda. No había ninguna anotación al respecto. Es decir, que nunca me había preocupado lo suficiente como para planificarlo. Me hizo reflexionar. Primero: ¿Mirar a la gente a los ojos es una acto positivo? Segundo: ¿Lo hago, aunque sea de forma inconsciente? Tercero: ¿Debería hacerlo? Eché mano del bolígrafo que siempre llevaba en el bolsillo interior de la chaqueta, e hice una anotación marginal en la Moleskine.

La camarera se percató del detalle y, sin cortarse un pelo, comenzó a reír de forma un tanto estrepitosa. La miré, creo que a los ojos, y esperé que me diese algún tipo de explicación. Tardó un buen rato, colocándome al borde del abismo de mis quince minutos. Me dio el café (y el croissant), y me dedicó una sonrisa llena de ternura, como si me diese por imposible.

Me dirigí a una mesa, mirando de soslayo a la camarera de la risa, la escalé sin ayuda de crampones, y procedí a acabar con el café (y el croissant). De cuando en cuando echaba un vistazo hacia las cajas registradoras, observando cómo se desenvolvía la camarera con el resto de clientes. Su estilo era desenfadado pero profesional, mucho más que las modelos que la rodeaban, que se limitaban a mascar chicle y procesar los pedidos, sin un gesto, sin una mueca, seguramente intentando evitar las arrugas faciales que pudiesen dar al traste con su carrera profesional.

Al finalizar mis quince minutos, sin haber podido acabar el café, observé que en las proximidades de la caja registradora se depositaban, con cierta anarquía, una serie de tapas de plástico, que parecían estar destinadas a permitir que el cliente se pudiese llevar el café fuera del establecimiento. Ese nuevo sistema quizá podría permitirme terminar mi café en el camino al trabajo o incluso en mi despacho. Con cierta timidez, decidí preguntar a la camarera si podría coger una de esas tapas.

Ella me miró con severidad. “Por supuesto que puede usted coger una tapa. Pero debería plantearse si no debería tomarse su tiempo para saborearlo tranquilamente aquí. ¿Porqué no se coloca en esta mesa de enfrente, acaba su café relajadamente y afronta la jornada con espíritu positivo?”

Me acojoné, justo es confesarlo. Además, la mesa era casi convencional. Justo enfrente de ella. La situación me recordaba al extremo control de mi madre cuando tocaba comer judías verdes. Ni la CIA. En perspectiva, la importancia relativa de comerse un plato de judías, en el contexto cósmico global es muy baja. Por tanto, el extremo control de mi madre estaba completamente injustificado. Se lo diré cuando vuelva a verla. O quizás no.

Me abrasé con lo que quedaba de café, y la espía de enfrente casi se muere de risa. Estuve a punto de hacer lo mismo, pero la Moleskine no me lo permitía. La miré, un poco más detenidamente, y tomé la decisión de intentar abrasarme todos los días con el café, con el único fin de contemplar su sonrisa a diario. Lo anoté en la agenda. Volví a mirarla, y la sorprendí haciendo lo mismo. Me miró a los ojos, miró a la libreta y me preguntó sin ambages:

“Si estás anotando mi teléfono, te recuerdo que ni te lo he dado, ni me lo has pedido. Por tanto, uno de los dos debería hacer algo al respecto. Quizá debieras apuntarlo en tu agenda, “Preguntarle a Irene si quiere darme su teléfono” Subráyalo, no se te vaya a olvidar”

Nunca he sido muy bueno gestionando situaciones límite, he de reconocerlo. Y en la agenda no tenía nada reflejado al respecto, por lo que me limité a mirarla, creo que a los ojos, recoger el vaso vacío de ese bebedizo amoroso que me había abrasado las mucosas y de paso había dinamitado mis esquemas vitales, y me dirigí a paso firme hacia la puerta de cristal de apertura automática. Dada mi velocidad y la extrema limpieza del portón, ocurrió lo inevitable. Me estampé de bruces contra la puerta, cayendo al suelo con estrépito y sangrando abundantemente por la nariz. Supongo que pensarán que tan estúpido accidente me desequilibró por completo, por la vergüenza, por la ausencia de planificación, y por ser el ejemplar más torpe de individuo concebible. Están equivocados. Básicamente porque perdí el conocimiento y no me dio tiempo. Cuando desperté, miré hacia arriba y me encontré rodeado de modelis. Una especie de harén, completamente inútil, pero perfectamente agradable a la vista. Pero esa visión se diluyó inmediatamente, porque en el momento que vieron que me despertaba, desaparecieron. Se diluyeron, diría yo. Con una sola excepción.

Mi camarera se encontraba arrodillada a mi lado izquierdo, blandiendo un considerable número de gasas, alcohol y esparadrapo, que entiendo estaban destinados a paliar las consecuencias de mi excesiva velocidad de paso hacia la puerta asesina. Sus ojos, abiertos como platos, reflejaban una evidente preocupación, o en su defecto una excesiva responsabilidad por lo ocurrido. Es cierto que no me hubiese pegado el morrón contra la puerta si ella no hubiera casi ordenado que le pidiese el teléfono, pero no es menos cierto que mi reacción fue desproporcionada. No, en realidad era muy proporcionada, porque tales acontecimientos no me suceden a menudo. De hecho, no están planificados en mi agenda.

Solo le faltó un masaje de aceites esenciales. Todo lo demás lo hizo, y ello me permitió observarla mucho más de cerca. Andaría rondando los veintisiete o veintiocho años. No muy alta, como ya había observado. Me sorprendió la perfección del óvalo de su cara. Parecía haber sido dibujada a carboncillo por uno de esos artistas callejeros, tal era la suavidad de su perfil. La discreta palidez de su rostro le otorgaba cierto aire angelical, aunque los movimientos musculares marcaban rasgos muy definidos, lo que hacía pensar en una fuerte determinación en sus actos. Las pestañas ocultaban buena parte de la cara, desconozco si naturales o apoyadas en la extraordinaria tecnología cosmética, pero sus parpadeos generaban una discreta brisa en mi rostro, o al menos me lo parecía. Y para colmo de males, sus ojos me enfocaban como las lámparas de los interrogatorios de las películas. Sus pupilas parecían esconder algún tipo de oasis o paraíso, tanto por el tamaño como por su capacidad de acogida. De un color ámbar muy luminoso, reflejaban preocupación, cariño, inquietud, ánimo y sosiego en una única mirada. Debía anotar todo eso en la agenda en cuanto fuese capaz de levantarme.

Finalmente, sufrí la humillación de haber sido chequeado por trabajadores sanitarios que emergieron de la nave espacial Enterprise, a juzgar por el extraordinario despliegue de luces y sonidos, haber rellenado tres formularios diferentes, y rechazar en varias ocasiones el traslado al hospital, principalmente porque con tal derroche de medios técnicos, eran perfectamente capaces de depositarme en el quirófano, la UVI, e incluso el paritorio, les firmé el cuarto formulario, el de descargo de responsabilidades, y abandonaron el local un tanto compungidos por no haber cazado pieza mayor, quiero suponer.

Me levanté, busqué mi Moleskine, busqué a mi camarera, y busqué la manera de abandonar el local de forma discreta. Fue imposible. Las modelis me dijeron a coro: “aaaaadios”, los clientes me miraron como si fuera un homeless extravagante, y mi camarera me miró con la misma expresión de culpabilidad del momento del accidente. Dudé entre tranquilizarla o hacerla responsable de forma tácita, manteniendo una expresión seria y circunspecta. Al final, no hice nada de eso, o lo hice todo a la vez, no estoy muy seguro.

Cuando llegué a mi puesto de trabajo, me encontré con las tres secretarias del Departamento, mi jefe directo, su jefe, tres Vigilantes de Seguridad, uno de ellos con perro, la Técnico de Prevención de Riesgos Laborales y el Jefe de Mantenimiento. Al verme, todos se precipitaron a los teléfonos y walkie talkies, para cancelar la situación Defcon 5 en la que habían colocado a la empresa. Lo justificaron en el acto: “Al retrasarse usted más de veinte minutos, nos hemos visto en la obligación de activar las alarmas. La Policía Nacional descartó inicialmente el protocolo de secuestros, pero dijeron que lo harían si no había vuelto en media hora. No le conocen a usted personalmente, pero cuando todos les explicamos su…máximo apego al cumplimiento de horarios, lo entendieron perfectamente”

Busqué algún tipo de aumentativo de “avergonzado”, pero no fui capaz de encontrarlo. Me encerré en el despacho y desconecté el teléfono. Consulté la agenda. Volví a conectar el teléfono. La agenda reflejaba una conferencia telefónica con un nombre inteligible para mí, probablemente porque aún estaba un poco atontado por mi memorable salida del local. Aguanté lo que pude, pero la evidencia de los hechos me obligó a cancelar el resto de la agenda del día. Se lo pedí a una de las secretarias. Llamó al 112, a la Responsable de Prevención de Riesgos, al de Recursos Humanos y al de Mantenimiento. No me pregunten, no tengo ni idea de lo que hacía allí el de Mantenimiento. Pude convencerles a duras penas, pero no pude evitar que me llevara a mi casa una UVI Móvil. El trayecto, inenarrable. Jamás pensé que esos tipos pudieran putear a la gente con tantos aparatos diferentes. Eso sí, el día que se les descargue la batería, va a ser un descojone.

A la llegada a mi domicilio, a punto de hacerlo en camilla, hasta que me puse realmente serio y se dieron cuenta que era suficiente con la silla de ruedas, consulté la agenda para ver qué solía hacer en los casos en los que llegaba a casa pronto. Me remonté hasta 2013, y me convencí de que era una casuística novedosa en mi vida. Me entró el pánico. Pensé en lo que podría hacer una persona normal. Pensé en salir a la calle y deambular por algún Centro Comercial. Me asomé a la ventana. Imposible. La UVI Móvil seguía allí. Se habían quedado de guardia. No se si fue cosa de la de Recursos Humanos o la de Prevención. El de Mantenimiento imposible. Para que me cambiara la silla del despacho tuve que destrozarla a conciencia, y el tío aún la miraba valorando las posibilidades de arreglo. No se gastaría una pasta en la UVI. Una de las dos mujeres tuvo que ser. Anoté en la agenda ajustar cuentas con ellas. Le asigné doce minutos, seis para cada una.

Justo cuando cerraba la agenda, sonó el teléfono móvil, y en la pantalla apareció un número que no reconocí.

 

 

 


jueves, 17 de agosto de 2017

Vendo Mi Alma Al Peso

Vendo mi alma al peso, a lo que desequilibre la balanza

Vendo por no usar, por quedar completamente inservible

Vendo o cambio por coraza de acero fundido

 

Que evite el acceso de amores o sentimientos

Que impida el embrujo que consigues con tus ojos

Que suponga una barrera impenetrable a tus caricias

 

Quizás consiga a cambio un caballo alado

Quizás escape al galope, saltando entre las nubes

Quizás huya de tus besos, quizás los sobreviva

 

Siempre que no estés a mi lado, albergo una minúscula esperanza

Siempre que no caiga en el fondo de esa sima que es tu risa

Siempre que no me pierda en el laberinto de tu pelo

 


domingo, 13 de agosto de 2017

Balance

Déjame que te aclare las cosas: En el cómputo general, conocerte ha sido la peor de las experiencias de mi vida. No niego los buenos momentos; Acepto tus besos como la metáfora más cierta de la ascensión a los cielos. Reconozco todas esas noches en tu lecho, como el acceso directo a una dimensión superlativa. Asumo esas conversaciones vespertinas que manteníamos en tu terraza, como una de esas clases magnas de algún profesor emérito. Y por encima de todo, certifico que he estado todo lo enamorado que se puede estar de una persona, el máximo concebible, el ideal completo, tanto como recitaban los mejores poetas.

Y aún así, el balance es negativo, puesto que en el debe, he de anotar tus traiciones, tus mentiras, tus amagos. Tus crueles comentarios, tus ruines comportamientos para conmigo. Como aquella vez que me humillaste en el peor de los escenarios, estando a solas. El frecuente rechazo a mis besos sin motivo aparente. Tus mensajes vacíos a mis pequeños poemas. Tus expresiones de hastío al recibir mis halagos. Los silencios inexplicables con los que recibías mis planes de futuro.

Incluso ahora, cuando he reunido el valor para decirte lo que siento, cuestionas mis argumentos con muecas de fastidio, como si cuestionases mis argumentos por infantiles. ¿Entiendes que la aritmética de mi dolor no está justificada? ¿Consideras el balance inexacto? ¿Crees que tus caricias deben ser mejor ponderadas? ¿Quizás exagero valorando tus crueldades? ¿Acaso igualas pérdidas y ganancias?

En ese caso, te deseo lo mejor, que encuentres quien iguale tu balance. Que sufras recibiendo un simple intercambio, un trueque igualitario. Que quedes en paz con quien diga quererte. Que tu vida simplemente quede a cero, sin beneficios ni inventario.

Y déjame a mí como tu más ilustre acreedor, con el que lo ha puesto todo en el balance, con el que no espera nada en absoluto, con el que aporta todos los activos y recoge todos los pasivos.


viernes, 4 de agosto de 2017

La Brisa De La Terraza

La atmósfera no podía resultar más peligrosa. Tras una calurosa tarde de verano en la sierra madrileña, la noche se presentaba aderezada de una cierta brisa que barría de este a oeste ambos flancos de la terraza, generando una especie de cordón vital al que uno podía aferrarse como si fuera el último salvavidas de uno de esos masivos cruceros. Asido a uno de sus extremos, los pensamientos parecían fluir con cierto dinamismo, ya sea para lo malo o para lo bueno. El resto del atrezzo, con este tipo de árboles multiuso, en los que uno encuentra frescor, cobijo e intimidad, simplemente a cambio de un ligero riego vespertino, esa luna llena colocada justo a la izquierda del teclado, para evitar molestarme con su sombra, ese horizonte difuso en el que uno puede imaginar cualquier tipo de ruta a playas paradisíacas, a montañas espectaculares, a pueblos medievales y esa música suave que la radio parece emitir a propósito para no desconcentrarme, contribuían definitivamente a llenar la cuba de reflexiones, propuestas o simplemente locuras, sin pasar por el cedazo de la reflexión consciente, los convencionalismos sociales o la vergüenza que produce el exhibicionismo.

No es la primera vez que me ocurre, debía de haber estado prevenido, o simplemente quería que pasara, no estoy seguro. Con frecuencia me acusan de pecados tan serios como el romanticismo. Puedo convivir con ese estigma. Pero no puedo aceptar que me acusen de algo tan serio como la transferencia de mis sentimientos o vivencias al papel.  No sería profesional. No puedo aburrir al lector con los miedos y carencias cotidianas que cada uno de nosotros presenta a diario. Sería faltarle al respeto. Muy al contrario, creo mi deber de escritor trasladar al papel situaciones que pueda mover en su interior el deseo de participar en ellas, acaso desde la simple lectura, acaso desde la reflexión, las menos de las veces desde la inquietud generada.

En ese sentido, siempre he pensado que nos movemos en una especie de retícula invisible que nos protege de la absoluta realidad, pero que nos permite rozarla con frecuencia variable, con el fin de evitar que, protegidos por la misma, podamos aislarnos definitivamente, constituyendo una especie de cuerpo estelar que vaga sin orden ni concierto en las agendas de cada día. Y siguiendo esa teoría, el hecho de flotar por el espacio una buena cantidad de horas diarias, me permite ofrecer al lector una perspectiva externa pero no descabellada, de los acontecimientos, vivencias y reflexiones que ocupan mi vida, en la tranquilidad de que solo podría trasladar al papel pequeñas porciones de aquellas verdaderamente íntimas y personales.

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¿Pero qué ocurre con ese lector irredento, ansioso de curiosidad, de información, de experiencias personales ajenas, que supongo que ha de haberlos?

Pues ante todo, que merece todo mi respeto. Y mi simpatía. Pero deberá asumir que mis sentimientos son míos, que no merecen ser de otro, que no valen lo suficiente, fíese de mí que convivo con ellos a diario.

¿Y si insiste?

Siempre hay alguien así. Pertinaz, constante, hipoacúsico a veces.

Pues, asumiendo que la posibilidad de que yo traslade mi alma al papel es absolutamente nula, solo le quedan dos opciones. Puede optar por analizar cuidadosamente todos mis escritos, intentando identificar cuales son esas pequeñas briznas de realidad a las que la retícula nos aproxima con más frecuencia de la deseada. Es decir, se lo lee todo, y luego se hace su propia interpretación de lo que es propio o etéreo, o me da por imposible y simplemente disfruta de la lectura, si fuese el caso.

La otra opción es que se pase por mi terraza, solicite alguno de los espirituosos que suelen anidar en mi mueble bar, y permanezca lo suficiente para conseguir emborracharme. No es tan difícil.

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