lunes, 21 de agosto de 2017

La Estrofa Que Lo Cambió Todo (I)

Así fue. Simplemente, apareció esa pequeña pieza de un puzzle de 10.000, y todo, de repente, pareció adquirir sentido. Ese efecto mariposa que aclara o confunde por completo el caos en el que normalmente residimos cada día.

El problema es que una vez instalados en la anarquía diaria, simplemente no somos conscientes de nuestro lugar en el mundo, de la posición del mundo en torno a nosotros, o simplemente, de que existe el mundo. Y ante esta situación, solemos tender a institucionalizar la rutina como una especie de escudo antimisiles, una armadura etérea, que nos permite ignorar la existencia del caos. Es como estos conductores que se niegan a asumir la subida del precio del combustible, simplemente repostando la misma cantidad de gasolina expresada en euros. Obviamente, uno de estos días, el coche se quedará parado a un par de manzanas de su casa pero, hasta entonces, ellos son felices porque ignoran la existencia del caos.

Y esa era mi situación, ignoraba activamente cualquier atisbo de entropía cósmica, planificando de forma obsesiva cualquiera de mis actos cotidianos. Ciertamente, eso es mucho más sencillo en la semana laboral, porque puedes asignar a la agenda la jornada completa, más un par de horas de propina que te justificas a ti mismo diciendo que hay mucho trabajo, y que esa es una actuación responsable. Al llegar a casa simplemente has de decirte que estás muy cansado por el trabajo, y tras una cena frugal, ocupas las siguientes ocho horas en posición horizontal.

Como en el fin de semana la cosa es más compleja, mi estrategia era reservar planes de día completo y el siguiente dedicarlo a vaguear conscientemente. Así quedaba plasmado en la agenda. Y la semana siguiente, más de lo mismo.

En ese planning esculpido en piedra, como los diez mandamientos, recibía honores especiales los quince minutos diarios dedicados a mi café matutino, justo antes de llegar a mi puesto de trabajo. En negrita y subrayado, ese cafelito constituía una especie de pivote, un engranaje principal en la cadena del tiempo. Unicamente en días laborables y únicamente en la pequeña cafetería sita a menos de cien metros de mi oficina. ¿Las razones? El café, el croissant de mantequilla y la calidad y rapidez del servicio. No era necesario que pidiese nada. Según entraba por la puerta, la comanda estaba en proceso. A muchos de ustedes les habrá pasado lo mismo, habrán acabado cogiendo confianza con alguna de los camareras y habrá desarrollado una especie de relación amistosa. No es mi caso.

Mi relación con la cafetería se limitaba a la transacción comercial, conveniente y eficiente en el contexto de mi agenda diaria. Desde luego, la hipotética desaparición de la misma, hubiera supuesto un duro golpe en mi vida, mas únicamente en el contexto de la desorganización que hubiera supuesto en mi planning. De hecho, no recuerdo haber dirigido la palabra a ninguna de las camareras, salvo para dar el buenos días y pedir la cuenta. Desconozco si son simpáticas o todo lo contrario. No me pregunten por su procedencia, sus relaciones personales, sus hijos, su vida. No es que sea una especie de individuo asocial, soy perfectamente capaz de mantener una conversación con cualquier persona, siempre y cuando esté contemplado en la agenda. Simplemente, nunca me planteé profundizar en ese tipo de escenarios. Nunca fue motivo de reflexión.

De hecho, mi relación con algunos compañeros de trabajo era bastante fluida. Coincidíamos en la cafetería y nos sentábamos en mesas próximas. A veces juntos. Y charlábamos animadamente del tiempo, del fin de semana y de fútbol. Me llevaba especialmente bien con las chicas. Solía coincidir con una compañera de contabilidad y un par de ellas de marketing, no recuerdo ahora mismo sus nombres, pero manteníamos animadas conversaciones a lo largo de los quince minutos que solía durar mi café.

Como se pueden imaginar, en el contexto de mi organización vital, las vacaciones suponían una extraordinaria molestia, que año tras año intentaba evitar. Hasta que una incómoda recomendación de Recursos Humanos acabó con mi estrategia de regatear mi reglamentario periodo de asueto estival. Recomendaron a los vigilantes de seguridad que cerraran la empresa durante quince días en agosto. Los peores de mi vida, porque lo hicieron a traición. Avisaron con solo un mes de antelación. Como se pueden suponer, quién es capaz de organizarse en tan escaso tiempo. Lo pasé fatal. Busqué todos los cursos de reciclaje posibles, valoré trabajar clandestinamente desde casa, pero me cortaron el acceso a la red. Sabotaje vital, ese es el nombre que reciben este tipo de comportamientos.

Esos quince días los recuerdo como una auténtica pesadilla. Tuve que visitar a la familia, sobrinos incluidos. Sufrí todas las incomodidades de la España rural profunda, sin internet, sin cobertura de móvil, con río, con vacas , con gallinas. Sin planificación , sin horarios, sin reglas. Un caos. Y el caso es que la gente parecía estar contenta. Y los jodíos intentaban contagiarme. No eran conscientes de lo que se les venía encima. Dos semanas de anarquía. Ilusos. Su alborozo solo es explicable en el caso de que hubiesen recibido una especie de adoctrinamiento previo o un cargamento de soma, para convencerles de que siendo ciudadanos delta o epsilon, podían ser enormemente felices, sin las complicaciones de los alfa.

Los días vacacionales transcurrieron difíciles, enormemente largos y, lo peor de todo, muy acompañado. El protocolo y la educación me salvaron de crear un dramático cisma familiar, y finalmente conseguí salir indemne. La familia me pedía a última hora que prolongara las vacaciones, porque “había sido estupendo estar todos reunidos de nuevo” (sic) Casi me da un infarto, pero me repuse apelando a la responsabilidad profesional. Parecieron creerme. Más difícil hubiera sido explicar la verdad, que quería recuperar mi monotonía, mi planificación global. En realidad, y yo lo sabía,  manteniendo una férrea disciplina de horarios, el tiempo que asignas a la reflexión es ninguno, lo que permite disponer de una tranquilidad universal permanente. Y no solo en relación a las tradicionales reflexiones metafísicas (Quienes somos, qué hacemos en este planeta, quién ha diseñado este pasadizo al que llamamos vida,…)

La llegada a mi apartamento me transmitió una sensación de dulce control, sazonada de pequeños inconvenientes organizativos. Tenía que deshacer maletas, colocar la ropa y el maletín para la mañana de trabajo y, especialmente, preparar la agenda del siguiente mes. Me costó cuadrar las actividades de fin de semana, pero por lo demás, cuando finalicé, me invadió una especie de suave corriente de aire que interpreté como la prueba del nueve de que todo volvía a su ser, que esa vida vacía de contenido, esa vida que yo adoraba, volvía a arroparme con esa barrera infranqueable a los influjos externos, a personas, materiales, sucesos y sentimientos. Solo quedaban unas pocas horas hasta encaramarme a la primera hora planificada, y había previsto dedicarla al descanso nocturno. De hecho iba con algunos minutos de retraso.

Lo que no podía planificar, simplemente porque se escapaba a mi capacidad de actuación, y porque no se me hubiese ocurrido aunque hubiese vivido cien años, es lo que me ocurrió cuando abordé el primer item de mi agenda, mi café matutino en la cafetería de confianza.

No podía estar más contento. Mi agenda, mis costumbres, mi rutina, mi café…¿Pero qué ha pasado con mi cafetería? Me costó unos minutos averiguar que no había desaparecido, simplemente se había transformado. Donde se encontraba la puerta de aluminio acristalada, se hallaba una de vidrio que se abría automáticamente. Te aproximabas y te franqueaba la entrada. Donde se hallaban las mesas de madera maciza recubierta de formica, aparecieron unas mesas altas, de esas a las que cuesta subirse y cuyo descenso debería hacerse por cuerdas de rappel. Donde estaban las sillas de aluminio forradas de skay negro, aparecieron taburetes con amortiguador, sin respaldo ni red de seguridad. Donde se hallaba el formidable mostrador de madera de roble, brotaron sendas cajas registradoras con cuatro o cinco terminales para tarjeta de crédito. ¡¡Tarjeta de crédito!! Yo llevaba preparado diariamente el importe justo, incluida la propina rigurosamente calculada del diez por ciento, todos y cada uno de los días, todos y cada uno de los desayunos. Y lo peor. Las camareras, aquellas cuya profesionalidad hubiera podido ser puesta como ejemplo en todos estos Master de Marketing y Atención al Cliente, habían sido sustituidas por una especie de Sociedad Secreta de ex-modelos de alta costura, con mala suerte en las pasarelas.

Paralicé todos y cada uno de mis músculos. Consulté la agenda, para ver si este terrible suceso estaba previsto. No. Ante mis ojos se hallaba un perfecto ejemplar de avatar inesperado. Y eso, lógicamente, es de difícil predicción. Aún así, procedí a flagelarme intensamente con mi Moleskine, echándome en cara algún tipo de descuido. Aunque el problema ya no se centraba en la ausencia de planificación, que no es poco, sino la terrible diatriba ante la que me hallaba. Decidí asumir el dilema desde una perspectiva lo más próxima posible a la lógica presocrática.

Disponía de un pequeño ramillete de opciones: No tomar café (ni croissant de mantequilla), buscar una alternativa novedosa (casi descartada por los enormes riesgos que acarreaba), o adentrarme en el local y asumir el riesgo del cambio.

Ese día, y algunos de los siguientes, no tomé café (ni croissant de mantequilla). Me concentré en el trabajo y cuando llegué a casa me convencí a mí mismo de que había superado el problema, y que solo restaba la modificación de la agenda. Cambiar mi planificación del mes. Esa noche no pude dormir. La variación de la agenda suponía un reto extraordinario, aunque solo tuviese que eliminar esos quince minutos previos a la jornada laboral. Dilaté varios días el proceso, y acumulé una tras otra cuatro noches de insomnio. No planificado, por si ustedes se lo preguntaban. Más problemas.

El lunes siguiente, derrotado por el sueño, y casi vencido por la ruptura de la rutina, comencé a valorar la posibilidad de recuperar el café (y el croissant de mantequilla). Los argumentos a favor eran sólidos: Me caía de sueño a media mañana. Y las tripas ejecutaban la sinfonía de la ausencia de comida. Pero el más importante, el que a la postre fue decisivo, fue el hecho de que en mi agenda existía un desagradable hueco de quince minutos diarios. Por tanto, una de esas mañanas, la que había planificado tras tomar la decisión, me aproximé a la nueva puerta. Se abrió. Eché un vistazo alrededor. Intenté averiguar cual era la nueva liturgia del local. Descubrí que la posición del cliente debía ser proactiva. Es decir, ante la mera presencia en el local, no se activaba ningún tipo de mecanismo operativo. Básicamente, nadie te molestaba ni tampoco se ofrecía a ayudarte. Decidí colocarme en una de esas mesas. Probé un par de veces y finalmente pude encaramarme. Esperé unos cinco minutos. Los que tenía planificados. Acto seguido me descolgué de la mesa, me aproximé a las cajas registradoras y miré a una de las camareras, la menos alta, con una expresión digna, pero circunspecta, con la que intentaba informarle de mi disgusto, al comprobar que había consumido trece de los quince minutos disponibles en mi agenda.

La jornada no fue mucho mejor que las previas, y me sirvió para consolidar mi postura: Necesitaba café (y croissant de mantequilla), y para ello no había más remedio que acudir a algún tipo de establecimiento hostelero. La posibilidad de recorrer el barrio buscando alguna alternativa debía descartarse al momento, porque la agenda no ofrecía ningún resquicio para tamaña expedición.

Al día siguiente, lo intenté de nuevo. Me planté en la puerta del nuevo local, esperé a que se abriese, me dirigí a las cajas registradoras y esperé. Para mi sorpresa, escuché un “Buenos Días” muy cantarino, que me hizo concebir ciertas esperanzas de poder llegar a degustar mi café reglamentario (y mi croissant de mantequilla). El siguiente paso era solicitar la comanda. Para ello, y mirando directamente al terminal de tarjetas de crédito, como si fuera una de esas ventanillas de los ministerios y detrás hubiese un probo funcionario, expliqué detallada y pausadamente las peculiares características de mi café: En vaso de vidrio, cargado, con una nubecilla de leche caliente y dos sobrecitos de azúcar. Lo siguiente que escuché fue:

-“Cielo, vamos a llevarnos bien desde el principio. Yo te voy a poner un café con leche en vaso de cartón, porque no hay otro. El azúcar lo encontrarás en el mueble de la esquina, de varios tipos. Y si buscas algo muy distinto, permíteme que te recomiende algún otro bar de la zona”

En condiciones normales, hubiese dejado el café, el vaso de cartón y todo lo demás y me hubiese ido a trabajar, pero no podía seguir así, por lo que decidí anotar todos los detalles en mi agenda, para reducir el tiempo dedicado a adaptarme a los nuevos tiempos. En cuanto al croissant de mantequilla, me limité a solicitarlo en voz baja y muy melosa, no fuese a ser que me quedase sin él también. No hubo problema.

Al recibir el café, no tuve más remedio que mirar a la camarera, porque, sin preámbulos me espetó:

“¿Tú no acostumbras a mirar a la gente a los ojos?”

Revisé mentalmente mi agenda. No había ninguna anotación al respecto. Es decir, que nunca me había preocupado lo suficiente como para planificarlo. Me hizo reflexionar. Primero: ¿Mirar a la gente a los ojos es una acto positivo? Segundo: ¿Lo hago, aunque sea de forma inconsciente? Tercero: ¿Debería hacerlo? Eché mano del bolígrafo que siempre llevaba en el bolsillo interior de la chaqueta, e hice una anotación marginal en la Moleskine.

La camarera se percató del detalle y, sin cortarse un pelo, comenzó a reír de forma un tanto estrepitosa. La miré, creo que a los ojos, y esperé que me diese algún tipo de explicación. Tardó un buen rato, colocándome al borde del abismo de mis quince minutos. Me dio el café (y el croissant), y me dedicó una sonrisa llena de ternura, como si me diese por imposible.

Me dirigí a una mesa, mirando de soslayo a la camarera de la risa, la escalé sin ayuda de crampones, y procedí a acabar con el café (y el croissant). De cuando en cuando echaba un vistazo hacia las cajas registradoras, observando cómo se desenvolvía la camarera con el resto de clientes. Su estilo era desenfadado pero profesional, mucho más que las modelos que la rodeaban, que se limitaban a mascar chicle y procesar los pedidos, sin un gesto, sin una mueca, seguramente intentando evitar las arrugas faciales que pudiesen dar al traste con su carrera profesional.

Al finalizar mis quince minutos, sin haber podido acabar el café, observé que en las proximidades de la caja registradora se depositaban, con cierta anarquía, una serie de tapas de plástico, que parecían estar destinadas a permitir que el cliente se pudiese llevar el café fuera del establecimiento. Ese nuevo sistema quizá podría permitirme terminar mi café en el camino al trabajo o incluso en mi despacho. Con cierta timidez, decidí preguntar a la camarera si podría coger una de esas tapas.

Ella me miró con severidad. “Por supuesto que puede usted coger una tapa. Pero debería plantearse si no debería tomarse su tiempo para saborearlo tranquilamente aquí. ¿Porqué no se coloca en esta mesa de enfrente, acaba su café relajadamente y afronta la jornada con espíritu positivo?”

Me acojoné, justo es confesarlo. Además, la mesa era casi convencional. Justo enfrente de ella. La situación me recordaba al extremo control de mi madre cuando tocaba comer judías verdes. Ni la CIA. En perspectiva, la importancia relativa de comerse un plato de judías, en el contexto cósmico global es muy baja. Por tanto, el extremo control de mi madre estaba completamente injustificado. Se lo diré cuando vuelva a verla. O quizás no.

Me abrasé con lo que quedaba de café, y la espía de enfrente casi se muere de risa. Estuve a punto de hacer lo mismo, pero la Moleskine no me lo permitía. La miré, un poco más detenidamente, y tomé la decisión de intentar abrasarme todos los días con el café, con el único fin de contemplar su sonrisa a diario. Lo anoté en la agenda. Volví a mirarla, y la sorprendí haciendo lo mismo. Me miró a los ojos, miró a la libreta y me preguntó sin ambages:

“Si estás anotando mi teléfono, te recuerdo que ni te lo he dado, ni me lo has pedido. Por tanto, uno de los dos debería hacer algo al respecto. Quizá debieras apuntarlo en tu agenda, “Preguntarle a Irene si quiere darme su teléfono” Subráyalo, no se te vaya a olvidar”

Nunca he sido muy bueno gestionando situaciones límite, he de reconocerlo. Y en la agenda no tenía nada reflejado al respecto, por lo que me limité a mirarla, creo que a los ojos, recoger el vaso vacío de ese bebedizo amoroso que me había abrasado las mucosas y de paso había dinamitado mis esquemas vitales, y me dirigí a paso firme hacia la puerta de cristal de apertura automática. Dada mi velocidad y la extrema limpieza del portón, ocurrió lo inevitable. Me estampé de bruces contra la puerta, cayendo al suelo con estrépito y sangrando abundantemente por la nariz. Supongo que pensarán que tan estúpido accidente me desequilibró por completo, por la vergüenza, por la ausencia de planificación, y por ser el ejemplar más torpe de individuo concebible. Están equivocados. Básicamente porque perdí el conocimiento y no me dio tiempo. Cuando desperté, miré hacia arriba y me encontré rodeado de modelis. Una especie de harén, completamente inútil, pero perfectamente agradable a la vista. Pero esa visión se diluyó inmediatamente, porque en el momento que vieron que me despertaba, desaparecieron. Se diluyeron, diría yo. Con una sola excepción.

Mi camarera se encontraba arrodillada a mi lado izquierdo, blandiendo un considerable número de gasas, alcohol y esparadrapo, que entiendo estaban destinados a paliar las consecuencias de mi excesiva velocidad de paso hacia la puerta asesina. Sus ojos, abiertos como platos, reflejaban una evidente preocupación, o en su defecto una excesiva responsabilidad por lo ocurrido. Es cierto que no me hubiese pegado el morrón contra la puerta si ella no hubiera casi ordenado que le pidiese el teléfono, pero no es menos cierto que mi reacción fue desproporcionada. No, en realidad era muy proporcionada, porque tales acontecimientos no me suceden a menudo. De hecho, no están planificados en mi agenda.

Solo le faltó un masaje de aceites esenciales. Todo lo demás lo hizo, y ello me permitió observarla mucho más de cerca. Andaría rondando los veintisiete o veintiocho años. No muy alta, como ya había observado. Me sorprendió la perfección del óvalo de su cara. Parecía haber sido dibujada a carboncillo por uno de esos artistas callejeros, tal era la suavidad de su perfil. La discreta palidez de su rostro le otorgaba cierto aire angelical, aunque los movimientos musculares marcaban rasgos muy definidos, lo que hacía pensar en una fuerte determinación en sus actos. Las pestañas ocultaban buena parte de la cara, desconozco si naturales o apoyadas en la extraordinaria tecnología cosmética, pero sus parpadeos generaban una discreta brisa en mi rostro, o al menos me lo parecía. Y para colmo de males, sus ojos me enfocaban como las lámparas de los interrogatorios de las películas. Sus pupilas parecían esconder algún tipo de oasis o paraíso, tanto por el tamaño como por su capacidad de acogida. De un color ámbar muy luminoso, reflejaban preocupación, cariño, inquietud, ánimo y sosiego en una única mirada. Debía anotar todo eso en la agenda en cuanto fuese capaz de levantarme.

Finalmente, sufrí la humillación de haber sido chequeado por trabajadores sanitarios que emergieron de la nave espacial Enterprise, a juzgar por el extraordinario despliegue de luces y sonidos, haber rellenado tres formularios diferentes, y rechazar en varias ocasiones el traslado al hospital, principalmente porque con tal derroche de medios técnicos, eran perfectamente capaces de depositarme en el quirófano, la UVI, e incluso el paritorio, les firmé el cuarto formulario, el de descargo de responsabilidades, y abandonaron el local un tanto compungidos por no haber cazado pieza mayor, quiero suponer.

Me levanté, busqué mi Moleskine, busqué a mi camarera, y busqué la manera de abandonar el local de forma discreta. Fue imposible. Las modelis me dijeron a coro: “aaaaadios”, los clientes me miraron como si fuera un homeless extravagante, y mi camarera me miró con la misma expresión de culpabilidad del momento del accidente. Dudé entre tranquilizarla o hacerla responsable de forma tácita, manteniendo una expresión seria y circunspecta. Al final, no hice nada de eso, o lo hice todo a la vez, no estoy muy seguro.

Cuando llegué a mi puesto de trabajo, me encontré con las tres secretarias del Departamento, mi jefe directo, su jefe, tres Vigilantes de Seguridad, uno de ellos con perro, la Técnico de Prevención de Riesgos Laborales y el Jefe de Mantenimiento. Al verme, todos se precipitaron a los teléfonos y walkie talkies, para cancelar la situación Defcon 5 en la que habían colocado a la empresa. Lo justificaron en el acto: “Al retrasarse usted más de veinte minutos, nos hemos visto en la obligación de activar las alarmas. La Policía Nacional descartó inicialmente el protocolo de secuestros, pero dijeron que lo harían si no había vuelto en media hora. No le conocen a usted personalmente, pero cuando todos les explicamos su…máximo apego al cumplimiento de horarios, lo entendieron perfectamente”

Busqué algún tipo de aumentativo de “avergonzado”, pero no fui capaz de encontrarlo. Me encerré en el despacho y desconecté el teléfono. Consulté la agenda. Volví a conectar el teléfono. La agenda reflejaba una conferencia telefónica con un nombre inteligible para mí, probablemente porque aún estaba un poco atontado por mi memorable salida del local. Aguanté lo que pude, pero la evidencia de los hechos me obligó a cancelar el resto de la agenda del día. Se lo pedí a una de las secretarias. Llamó al 112, a la Responsable de Prevención de Riesgos, al de Recursos Humanos y al de Mantenimiento. No me pregunten, no tengo ni idea de lo que hacía allí el de Mantenimiento. Pude convencerles a duras penas, pero no pude evitar que me llevara a mi casa una UVI Móvil. El trayecto, inenarrable. Jamás pensé que esos tipos pudieran putear a la gente con tantos aparatos diferentes. Eso sí, el día que se les descargue la batería, va a ser un descojone.

A la llegada a mi domicilio, a punto de hacerlo en camilla, hasta que me puse realmente serio y se dieron cuenta que era suficiente con la silla de ruedas, consulté la agenda para ver qué solía hacer en los casos en los que llegaba a casa pronto. Me remonté hasta 2013, y me convencí de que era una casuística novedosa en mi vida. Me entró el pánico. Pensé en lo que podría hacer una persona normal. Pensé en salir a la calle y deambular por algún Centro Comercial. Me asomé a la ventana. Imposible. La UVI Móvil seguía allí. Se habían quedado de guardia. No se si fue cosa de la de Recursos Humanos o la de Prevención. El de Mantenimiento imposible. Para que me cambiara la silla del despacho tuve que destrozarla a conciencia, y el tío aún la miraba valorando las posibilidades de arreglo. No se gastaría una pasta en la UVI. Una de las dos mujeres tuvo que ser. Anoté en la agenda ajustar cuentas con ellas. Le asigné doce minutos, seis para cada una.

Justo cuando cerraba la agenda, sonó el teléfono móvil, y en la pantalla apareció un número que no reconocí.

 

 

 


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