miércoles, 30 de agosto de 2017

La Estrofa Que Lo Cambió Todo (III)

Me sorprendió la agilidad con la que se libró de mí, me estampó una bofetada con la mano abierta, me tiró la Moleskine a la altura de la cintura, quizá un poco más abajo, y volvió a subir a su casa a toda velocidad. Un mutis por el foro en toda regla.

Aunque puedo considerarme un tipo organizado, metódico e incluso meticuloso, lo que no me considero es tonto del todo. Y esa natural inteligencia me permitió interpretar, tras un razonable periodo reflexivo, que la reacción de Irene debía hacer pensar a cualquier observador imparcial que la chica se había disgustado. La razón me resultaba completamente desconocida, pero los hechos parecían tozudos.

Siguiendo la correa de distribución de mis pensamientos lógicos, llegué a la conclusión de que había resultado excesivamente encantador, aunque mantenía una cierta duda de si el problema no hubiera sido el inverso. Quizás ella esperaba una mayor rapidez o arrojo o descaro. El dilema al que me sometía esta situación es similar al del prisionero. Es decir, que puedo pifiarla bien, haga lo que haga. Supongamos que me decido por ser más agresivo y ella espera lo contrario. Las consecuencias podría ser incalculables. Si por el contrario rebajo el listón de agresividad y me comporto como “yo mismo”, y ella espera lo contrario, mis cafés matutinos, el oasis de sus ojos, la calidez de su sonrisa, y lo que podría ser una extraordinaria manera de ocupar mi agenda de fines de semana con alguna anotación diferente a “vaguear”, se podría ir a hacer puñetas. Por no mencionar que en las milésimas de segundo previas al bofetón, me pareció que estaba francamente buena. Anoté esa parte.

Ante ese tipo de dilemas, soy un tipo eminentemente práctico. Parecía ser que la situación estaba al 50% , o la fastidiaba del todo o quizá podría reconducirlo. Ante ese dilema aritmético, como haría cualquier persona racional, la postura más lógica era la abstención. Y por tanto, me abstuve de hacer absolutamente nada al respecto, puesto que esa era la única manera de no empeorar mi estado previo al traspaso de cafetería. Si no hacía nada al respecto, nada podría perjudicarme.

Tuve que esperar al lunes para poner en práctica mi ausencia de actuación. Ese día entré a la hora convenida, me dirigí a una de las modelis, le pedí mi café y croissant, escalé a una mesa y quince minutos justos después salí del local destino a mi despacho. Me pareció muy fácil, y seguí haciendo lo mismo todas y cada una de las mañanas de esa semana. Alguna de ellas creí reconocer a Irene a través del ventanuco de la puerta que daba acceso a alguna dependencia de la cafetería no accesible al público. Pero no pregunté por ella ni ella accedió a la zona de mesas. Como había previsto, no había resultado tan difícil.

El acceso al fin de semana resultó muy atractivo, porque las anotaciones de la agenda ofrecían un panorama ligeramente diferente a las de semanas previas. Tocaba sexo. No lo anotaba así, tal cual, por miedo a que alguien pudiese cuestionar mi espontaneidad, pero era eso, vamos. Sexo trimestral con alguna de las amigas habituales. No estaba seguro de cuál tocaba ese trimestre, pero estaba completamente seguro de que lo había concertado con la suficiente antelación.

En efecto, la sesión trimestral de relación social se produjo. Y se desarrolló como estaba planificado, como todas y cada una de las ocasiones anteriores. Plácidamente satisfactoria. Lo curioso es que no notaba grandes diferencias entre las amigas que se rotaban trimestralmente en mi lecho. No lo había percibido anteriormente. Y también llegué a la conclusión de que en ninguna de ellas detecté esa sonrisa tan especial, ni pude encontrar algún oasis en sus ojos. Me perturbó en cierta manera, porque si empezaba a buscarle tres pies al gato (a la gata), mi agenda podría desequilibrarse.

En cualquier caso, acometí la nueva semana sin cambios en mi estrategia: Café, croissant de mantequilla y vuelta al despacho. Es cierto que cada vez que pisaba el Break Cafe, escrutaba con mayor denuedo la presencia de Irene, pero no parecía estar allí. Pensé que pudiera estar de vacaciones, enferma, e incluso que se hubiese despedido o la hubiesen despedido. No son hechos infrecuentes, incluso en trabajadores tan eficientes como ella.

El caso es que este pensamiento comenzó a rondarme la cabeza. ¿Y si la ausencia de Irene en mis quince minutos de desayuno fuese permanente? ¿Qué tipo de trastorno causaría en mi agenda? En realidad, ninguno, reflexioné. Mi vida seguiría exactamente igual de organizada. El café me lo pondría alguna de las modelis, y listo. Este pensamiento me acompañó toda la mañana, reconfortándome y perturbándome a partes iguales. Intenté discernir cuál era la causa del desasosiego. Si la alteración de la agenda no era la razón de que estuviese alterado, ya que no se modificaba, ¿qué tipo de variable podría influir para mi zozobra? Sin duda, aunque en el macroescenario global, no se identificaba ningún tipo de modificación en la agenda, habría que pensar en algún tipo de microperturbación en mi calendario diario. Cabía la posibilidad, pensé, que esa pequeña alteración que aún no había identificado, pudiera dar al traste con la totalidad del mecanismo vital, impermeable, férreo y hermético, que tantos años me había costado conseguir. No se me ocurría otra alternativa.

En ese tipo de situaciones, uno ha de buscar ayuda en las fuentes de conocimiento. Por tanto, abrí una pequeña hoja de excel para identificar cuáles podrían ser mis modernos oráculos de Delfos. Columna A para los posibles orígenes de conocimiento. Columna B para las razones positivas de consultarlos. Columna C para las razones negativas. Columna D, otros.

En la columna A, situé inmediatamente las obvias, es decir, google, la Enciclopedia Británica y la Real Academia de la Lengua, por si el problema fuese algún tipo de confusión semántica. Añadí, con muchas dudas, al responsable de Mantenimiento, básicamente porque si me estaba dando el coñazo en mis sueños, al menos podría vengarme sometiéndole a un ejercicio de asesoramiento gratuito. Incluí a la de Recursos Humanos por exclusión, ya que Producción, Logística y Marketing, no parecían muy relacionados. Añadí al de Logística por si las moscas. Al fin y al cabo, el avituallamiento debería ser cosa suya. Y si hubiesen puesto una cafetería como Dios manda en la oficina, ninguna de mis perturbaciones existiría. Qué se joda.

La columna B se llenó rápidamente. En la fila de Google escribí “obviamente” y en el resto “creo que ninguna”. Arrastré la celda y llené la columna. En la Columna C escribí “me da vergüenza consultar a esta gente” Rellené todas las filas. Por tanto, miré en google con las palabras claves “qué se hace cuando a uno le quitan su camarera y se desasosiega” el resultado de la búsqueda me hizo pensar en algún tipo de filtro, porque solo me aparecían anuncios con ofertas carnales. Importantes descuentos, eso sí. Pero esa parcela la había solucionado con mi encuentro trimestral, por lo que poco aportaba. En cambio, no deseché los resultados de las últimas páginas. Se ofrecían conjuros, vudú, magia negra y videncias de todo tipo. ¿Me habría realizado algún tipo de conjuro, o algún bebedizo perturbador en el café?

Ese tipo de cosas sí que tenía que comentarlas con la de Recursos Humanos. Había observado en multitud de ocasiones cómo la gente entraba en su despacho irradiando rayos, truenos, centellas y radioactividad variada, y salían como unos corderitos. Sin duda, la gente acudía a ella para descontaminarse de algún tipo de conjuro y en su cubil, se realizaban maniobras de exorcismo o algo parecido. Quizá exageraba, pero valía la pena intentarlo. Mi desasosiego crecía y mis soluciones decrecían. Creí ver temblar a la agenda cuando la abrí para fijar mi cita con la responsable. La llamé, y solicité verla en alguno de mis improbables huecos libres. Me contestó con el “buenos días de rigor” y ya no pude escuchar nada más. Se presentó en mi despacho, con uno de sus zapatos roto por el tacón y flanqueada por la de Prevención de Riesgos Laborales, el responsable de mantenimiento (ya estamos) y el Equipo de Primera Intervención ante incendios y similares, equipados con el extintor polivalente, la manguera de incendios y un botiquín que ocupaba medio despacho.

Ante tal despliegue de medios, sufrí una pequeña taquicardia, que sirvió para testar el nuevo desfibrilador en mis carnes. Afortunadamente, la voz en off que aconseja las actuaciones de los socorristas, se puso de mi lado y evitó que me atizaran los 260 julios, pero no pudo evitar que me llevaran a la enfermería y llamaran a la UVI móvil. Vinieron los mismos de la otra vez, comprobaron nuevamente que conmigo pinchaban en hueso, y se largaron, no sin aconsejarme que tuviese siempre a mano la tarjeta de la seguridad social, para poder cumplimentar el papeleo. Proferí un insulto de los gordos, de los que reservaba para los que tocaban mi agenda, pero el sonido se vio ahogado por la mascarilla de oxígeno, porque el gilipuertas del médico respondió, como quitándose importancia: “solo cumplimos con nuestro trabajo” La “modestia española”, que dice Lorenzo Silva, una especie de soberbia camuflada muy propia de nuestra sociedad.

Cuando pude convencer a las hordas del bienestar de que me encontraba perfectamente, conseguí que la de Recursos Humanos me recibiese por fin. Con la botella de oxígeno y el desfibrilador semioculto debajo de su mesa, eso sí. Hizo bien, porque los necesité para reanimarla cuando le expliqué el problema.

 

Imagen cortesía de By Brooks Duncan from Vancouver, Canada (Evernote ETC: Evernote Smart Moleskine Notebook) [CC BY 2.0], via Wikimedia Commons


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