viernes, 4 de agosto de 2017

La Brisa De La Terraza

La atmósfera no podía resultar más peligrosa. Tras una calurosa tarde de verano en la sierra madrileña, la noche se presentaba aderezada de una cierta brisa que barría de este a oeste ambos flancos de la terraza, generando una especie de cordón vital al que uno podía aferrarse como si fuera el último salvavidas de uno de esos masivos cruceros. Asido a uno de sus extremos, los pensamientos parecían fluir con cierto dinamismo, ya sea para lo malo o para lo bueno. El resto del atrezzo, con este tipo de árboles multiuso, en los que uno encuentra frescor, cobijo e intimidad, simplemente a cambio de un ligero riego vespertino, esa luna llena colocada justo a la izquierda del teclado, para evitar molestarme con su sombra, ese horizonte difuso en el que uno puede imaginar cualquier tipo de ruta a playas paradisíacas, a montañas espectaculares, a pueblos medievales y esa música suave que la radio parece emitir a propósito para no desconcentrarme, contribuían definitivamente a llenar la cuba de reflexiones, propuestas o simplemente locuras, sin pasar por el cedazo de la reflexión consciente, los convencionalismos sociales o la vergüenza que produce el exhibicionismo.

No es la primera vez que me ocurre, debía de haber estado prevenido, o simplemente quería que pasara, no estoy seguro. Con frecuencia me acusan de pecados tan serios como el romanticismo. Puedo convivir con ese estigma. Pero no puedo aceptar que me acusen de algo tan serio como la transferencia de mis sentimientos o vivencias al papel.  No sería profesional. No puedo aburrir al lector con los miedos y carencias cotidianas que cada uno de nosotros presenta a diario. Sería faltarle al respeto. Muy al contrario, creo mi deber de escritor trasladar al papel situaciones que pueda mover en su interior el deseo de participar en ellas, acaso desde la simple lectura, acaso desde la reflexión, las menos de las veces desde la inquietud generada.

En ese sentido, siempre he pensado que nos movemos en una especie de retícula invisible que nos protege de la absoluta realidad, pero que nos permite rozarla con frecuencia variable, con el fin de evitar que, protegidos por la misma, podamos aislarnos definitivamente, constituyendo una especie de cuerpo estelar que vaga sin orden ni concierto en las agendas de cada día. Y siguiendo esa teoría, el hecho de flotar por el espacio una buena cantidad de horas diarias, me permite ofrecer al lector una perspectiva externa pero no descabellada, de los acontecimientos, vivencias y reflexiones que ocupan mi vida, en la tranquilidad de que solo podría trasladar al papel pequeñas porciones de aquellas verdaderamente íntimas y personales.

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¿Pero qué ocurre con ese lector irredento, ansioso de curiosidad, de información, de experiencias personales ajenas, que supongo que ha de haberlos?

Pues ante todo, que merece todo mi respeto. Y mi simpatía. Pero deberá asumir que mis sentimientos son míos, que no merecen ser de otro, que no valen lo suficiente, fíese de mí que convivo con ellos a diario.

¿Y si insiste?

Siempre hay alguien así. Pertinaz, constante, hipoacúsico a veces.

Pues, asumiendo que la posibilidad de que yo traslade mi alma al papel es absolutamente nula, solo le quedan dos opciones. Puede optar por analizar cuidadosamente todos mis escritos, intentando identificar cuales son esas pequeñas briznas de realidad a las que la retícula nos aproxima con más frecuencia de la deseada. Es decir, se lo lee todo, y luego se hace su propia interpretación de lo que es propio o etéreo, o me da por imposible y simplemente disfruta de la lectura, si fuese el caso.

La otra opción es que se pase por mi terraza, solicite alguno de los espirituosos que suelen anidar en mi mueble bar, y permanezca lo suficiente para conseguir emborracharme. No es tan difícil.

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