viernes, 1 de septiembre de 2017

La Estrofa Que Lo Cambió Todo

Cuando pude convencer a las hordas del bienestar de que me encontraba perfectamente, conseguí que la de Recursos Humanos me recibiese por fin. Con la botella de oxígeno y el desfibrilador semioculto debajo de su mesa, eso sí. Hizo bien, porque los necesité para reanimarla cuando le expliqué el problema.

A fe mía que la de Recursos Humanos nunca se había encontrado con este tipo de diatribas, y que hubiera preferido un par de huelgas o una negociación de convenios colectivos, antes de sostener conmigo este tipo de conversaciones. No obstante, reconozco que se mantuvo muy digna, una vez que le practicamos las maniobras de Reanimación Cardio-Pulmonar. Como decían los clásicos carteles que anunciaban las veladas de boxeo, la Directora de Recursos Humanos se comportaba como un clásico púgil fajador, dispuesta a no rendirse, independientemente de la sarta de disparates que yo le planteaba.

Tuvo la habilidad de analizar conmigo de forma muy lógica mis dudas. La teoría del bebedizo la analizamos conjuntamente. ¿Era concebible? Sí, convinimos. Pero había elementos que la hacían poco probable. Por ejemplo, la posibilidad de que un bebedizo amoroso me hubiese embrujado requeriría un grado de innovación técnica muy elevado. Lo que suele conllevar unos gastos de laboratorio, logística, marketing considerables. Lo que quiere decir que la compañía que lo hubiese desarrollado, habría publicitado y distribuido el producto casi en el momento de terminar los ensayos clínicos. Porque mercado para el producto, había, según me aseveró la de recursos humanos. Me definió un segmento de sexo y edad que, según ella, matarían por administrarle el bebedizo a determinados solteros codiciados, empresarios adinerados al borde de la jubilación y homosexuales muy vistosos de trabajo diario en el gym, por si el bebedizo, además de enamorarlos, les orientaba en sentido contrario, al menos ocasionalmente.

Su razonamiento era convincente. A eso había que añadirle la farmacocinética del producto. Era difícil que concentraciones significativas del producto se mantuviesen en plasma, tanto tiempo después del café que me sirvió Irene. Y tampoco veía yo que mi propia persona de mí mismo fuese un paradigma de belleza. Al menos no tanto como para tamaño despliegue estratégico. Resultón, si acaso.

Lo de los conjuros nos costó mucho más, y tuvimos que recurrir a la técnica de la reducción al absurdo. Ella me razonó que en el caso de haberme aplicado el conjuro, no se hubiese limitado a condenarme a sentir amor eterno por mi querida camarera, sino que de paso se hubiese ampliado a determinados rasgos de personalidad, que según la de RRHH, podrían “irritar” a una persona del sexo opuesto interesada en mi esqueleto. Le pregunté, inocente de mí, y la muy zorra se pasó diez minutos enumerando de carrerilla la lista de “aspectos a mejorar” Si no la paro en seco, apelando a mi agenda, aún seguiría diciendo cosas de mí que no le gustarían a una mujer medianamente sensata. Lo que más me dolió fue la acusación absurda de resultar “excesivamente rígido”  Luego lo busqué en el diccionario de la Real Academia, por si la hubiese interpretado mal, y encontré las siguientes acepciones:

  1. adj. Que no se puede doblar (‖ torcer). 2. adj. Riguroso, severo.

Confirmé que tenía el apoyo completo de la RAE, ya que ninguno de los significados propuestos me parecieron connotaciones negativas, antes bien, magníficas cualidades para un ciudadano honesto y sensato.

En cuanto al resto de los comentarios, me dolieron, aunque no tanto. Sus críticas a mi estética en el vestir, me parecieron simples opiniones. Mi ropa se compraba con periodicidad estacional, y el método de selección, muy adecuado y proporcional. Ante una rotura de costuras, reparación en centro especializado. Ante un rasgado, sustitución de la prenda por otra de las mismas características o idéntica. Afortunadamente, mi sastrería, que también fue la de mi padre y la del suyo, parecía disponer de stock ilimitado de la gama de prendas que me gustaba lucir. Y a unos precios imbatibles. Cuando aún vivía el sastre titular del negocio, el proceso negociador resultaba altamente instructivo. Cotizaba los metros de tela, la calidad de la misma, el número de ojales y botones, la necesidad de dobladillos en los bajos de los pantalones, e independientemente y por separado, los complementos: pañuelos para el bolsillo de la americana, pañuelos de cuello a juego, mocasines de borlas a juego, y corbatas de pala ancha, más caras pero mucho más elegantes. En cambio, la nueva generación de sastres que regentaba la tienda, cuando me veían entrar, me hacían una especie de reverencia, sacaban toda la gama que sabían que encajaba con mi estilo, y me ofrecían unos precios imbatibles. A punto estuve de comprar un traje, cuando el mío aún mantenía sus costuras intactas, treinta años después, tal fue la persuasión que ejercieron sobre mí con esa agresiva política de precios. Resistí como pude, no sin antes prometerles, que en el hipotético caso de que mi traje se deteriora irreversiblemente, acudiría a comprarlo. Me preocupé por preguntarles si me lo podrían reservar para el año próximo o sucesivos, en el caso de que mi traje actual aguantara, y poco menos que me certificaron que el traje seguiría allí. Supongo que la demanda era tal, que debían mantenerlo en fondo de catálogo permanentemente.

El resto de alegaciones hacia mi persona que realizó la de Recursos Humanos, aunque francamente discutibles, me parecieron sencillas de subsanar, en el muy hipotético caso de que fuera necesario. Antipático, huraño, serio, terco, sin aficiones, sociópata, me parecieron pequeños detallitos que no tenían mayor importancia, y que dudaba mucho que pudiesen molestar a una mujer que pudiese interesarse en mí. Aunque no es menos cierto que podrían haber estado incluidas en el conjuro, precisamente por esa razón. La de RRHH tenía razón: De haberme hecho un conjuro, podrían haberme limado esas pequeñas erosiones, que según ella podrían irritar a una chica. Por tanto, tanto el conjuro como el bebedizo los descartamos tras este análisis lógico.

Por tanto, me quedé sin opciones, y así se lo manifesté a la Directora. Me miró con los ojos como platos, como si el conjuro lo hubiese recibido ella, y me soltó así, sin anestesia, la siguiente pregunta:

“¿Y no se ha planteado vd., Sr. Tapia, la posibilidad de que esa chica le guste? Es decir, que se sienta vd. atraído por ella, para que vd. lo entienda?”

“Perdone, pero no entiendo a qué se refiere.” ¿De qué estaba hablando esa bruja? ¿De la posibilidad de que, tras un cambio cuasi ilegal de mi cafetería de toda la vida a ese tipo de negocio inclasificable cambio que, dicho de paso, me perturbó enormemente, y de que sustituyeran a los diligentes profesionales de entonces por ese clan de escuálidas muchachas, y de que circunstancialmente, una de ellas me pusiese un café, me pidiese el teléfono y me robase mi moleskine, y encima, cuando la beso en los morros, siguiendo sus instrucciones, va y me despide con cajas destempladas, y no solo eso, sino que pone en peligro mi integridad física (parcialmente), y lo que es peor, la de mi agenda, me está hablando de que yo pudiese tener algún tipo de sentimiento hacia ella?

Obviamemente, Recursos Humanos no era el departamento competente para resolver mi diatriba, y así se lo hice saber a su Directora. Se molestó un poco, pero dí la reunión por concluida, al filo del tiempo que había estimado, lo que al menos me arrancó una sonrisa. Debería probar con Mantenimiento, me dije. Por lo menos aparece en mis sueños. A lo mejor es una señal.

Cuando llegué a casa, me encontraba muy raro, como desubicado, mareado, inerte. Hice algo inhabitual, poner la radio. Saltó una emisora de música y allí lo dejé, como una especie de fondo de pantalla de mi vida. Algo que estaba allí, que no aportaba en exceso, que no molestaba en exceso. Nunca me había planteado que en mi vida hubiese algún factor perturbador, porque hasta la fecha, todo estaba planificado, hasta eso, hasta la eliminación de factores perturbadores. Había eliminado a mis amigos, a mi familia, a cualquier elemento no planificable que pudiera rondar a mi alrededor. Y hasta ahora había funcionado a la perfección. En mi última visita al pueblo, mi madre me había preguntado si era feliz. En ese momento no valoré la profundidad de la pregunta, y la esquivé como se merecía, con una sonrisa y un beso en la mejilla, que supongo no la engañó. Pero hablar de un concepto como la felicidad suponía un debate para el que no estaba preparado.

Puse la cena en la mesa, con todas las precauciones habituales para evitar incómodas tareas de limpieza posteriores, que además no estaban planificadas. La música sonaba de fondo mientras que atacaba la ración prevista para esa noche. Inadvertidamente, en mi mente se repetía una y otra vez alguna de las canciones que supongo debían haber sonado desde mi llegada a casa. No identifiqué tema ni autor. Tampoco había prestado atención, ni esa noche ni nunca. Y me fui a dormir con la melodía en la cabeza, y el de mantenimiento en mis sueños, en una especie de grupo musical improvisado, con destornilladores como baquetas y fancoil de aire acondicionado como platos de batería. Lo que se puede considerar oficialmente como una puñetera pesadilla.

Pero eso no fue nada con lo que me esperaba al día siguiente. La mañana arrancó de mala manera, con un cierto desasosiego, un poco de dolor de cabeza, y sobre todo, aquella maldita canción que seguía sonando en mi cabeza, pero en modo instrumental. No recordaba la letra, solo la música. Estaba un poco enfadado conmigo mismo. Quizás por no recordar la letra, quizás por recordar la música. El caso es que el día comenzó…distinto.

No mejoró la cosa cuando me dirigí a por mi café matutino. Esperaba la rutinaria modeli, a la que despachaba (y me despachaba) en un santiamén, y me encontré de bruces con mi camarera. Irene me aguardaba detrás de lo que debía haber sido una clásica barra de bar pero no lo era. Sorprendentemente, no vestía el uniforme habitual, sino que estaba vestida de calle. Sencilla, con una blusa discretamente escotada, pelo recogido, vaqueros lavados y una mínima capa de brillo en los labios. Diríase que se trataba de una colegiala de último año o de una universitaria en pleno período lectivo, donde la presión académica minimiza los aspectos colaterales de la vida, sin abandonarlos del todo.

Besaba a sus compañeras, una por una, abrazando a unas pocas, e intercambiando números de teléfono. No había que ser muy listo para detectar que se estaba despidiendo. No me había visto, seguro. Y no estaba convencido de que debiera hacerlo. La incertidumbre, más que la vergüenza, de la última vez que nos vimos, las múltiples dudas que me dejó el encuentro, y la falta de costumbre a la hora de interesarme por una persona diferente a mí, me arrastraba fuera del local, como si fuera una corriente de aire, constante y tozuda.

Pero en ese momento, ella me miró. Y la corriente de aire cesó. En mi cabeza volvió a sonar la melodía, sin letra, pero tocada por la mejor Filarmónica que se pueda concebir. Y en ese momento, lo comprendí. Las piezas encajaron como por ensalmo, los engranajes enlazaron un piñón tras otro, la maquinaria empezó a desprender calor y miedo. Comencé a sudar como jamás en mi vida, y a experimentar una sensación desconocida y terrible: miedo. El miedo de ver cómo mi existencia podría desintegrarse pieza a pieza en aquel instante. El miedo a verme enterrado en vida, con ediciones antiguas de moleskines. El miedo a no poder responder a mi madre cuando me preguntase por mi felicidad. O el miedo a responderla con la verdad absoluta. Y en ese momento, la melodía que me torturaba, subió el volumen, amplió el número de intérpretes y la voz comenzó a abrirse paso entre las notas, inicialmente difuminada y progresivamente nítida. Entonces fue cuando lo comprendí todo.

…cuando ya te has ido 
cuando me parte en dos el alma 
no hubiera dudado en quedarme contigo 
de haber sabido como yo te amaba …


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