domingo, 24 de septiembre de 2017

La Estrofa Que Lo Cambió todo (VII)

Abandoné el local feliz e inquieto. Tenía la información, pero la logística se complicaba un tanto. Primero porque no podría localizarla hasta el fin de semana. Y en segundo lugar, porque si su trabajo tenía una mínima carga de seriedad o estabilidad, no querría abandonarlo, y menos por un loco como yo.

Y yo no podría abandonar su sonrisa de lunes a viernes.

“Mozo, ponga un trozo
De bayonesa y un café
Que a la señorita la invita mesié (monsieur)”

Ojalá fuera premonitorio. Las estrofas pronunciadas por Urrutia, que flotaban en el café más próximo que encontré a la casa de Irene, me sirvieron de estímulo. Nada me complacería más que invitar a la reina de las sonrisas a un café, una bayonesa o un Dom Perignon. La estrategia del día consistía en apostarme en el asiento que había localizado junto al ventanal más ancho, desde el que podía vislumbrar el portal de Irene. Un tanto pobre, lo reconozco. Pero a veces la Moleskine ofrecía decepcionantes páginas en blanco, especialmente porque no habían sido garabateadas debidamente.

La sucesión de cafés, infusiones y zumos, dieron paso al inevitable almuerzo. Y a la sobremesa. Y al té de las cinco, y la cosa parecía más bien una hibernación que una vigilancia, cuando un fugaz resplandor, probablemente procedente del reflejo de la luna en sus dientes perlados, me hizo despertar de mi letargo. Era ella, sin duda. Me quedé levemente extasiado hasta que en mi pecho pareció localizarse el epicentro de un terremoto de cierta magnitud. Una brutal taquicardia me dejó paralizado momentáneamente. Seguramente coincidió con el momento en el que divisé claramente un pequeño juego de maletas siamesas a los pies de mi amada. O adorada o como quieran ustedes denominarla.

Bares, qué lugares
Tan gratos para conversar
No hay como el calor del amor en un bar

Y en efecto, esa era mi decisión. Permanecer cómodo y confortable teorizando sobre el amor en un bar, o salir corriendo y plantarle cara al amor, a la vida, a las costumbres, a los convencionalismos, e incluso a mi propia esencia. Y para mi propia sorpresa, decidí lo segundo. Eso sí, con el máximo respeto a mis principios. Abrí la Moleskine; Anoté el número de licencia del taxi que acababa de llegar a recoger a Irene; Solicité la cuenta; Repasé los conceptos de cobro; Saqué el móvil; Busqué la función de calculadora; Repasé las sumas del ticket de caja; Volví a repasarlo; Saqué mi billetera; Coloqué en el sitio correcto un billete de cinco euros que se había traspapelado de compartimento; Saqué el billete de cincuenta euros, aunque la cuenta era de la mitad; Esperé que el camarero recogiera el dinero; Calculé el diez por ciento exacto de la propina; Localicé la moneda fraccionaria exacta; La deposité en el plato; Solicité un taxi; Esperé el taxi; Llegó:

“¿Buenas noches, adonde nos dirigimos?”

“Debemos seguir a su colega del número de licencia 14.003”

“De acuerdo, señor. ¿Tiene alguna idea de adonde se dirigía?”

“Ni la más mínima”

“Excelente, señor. ¿Prefiere que recorramos la ciudad a voleo o me dará usted alguna pista”

“La viajera llevaba un juego de maletas”

“¿De qué color?”

“Creo que gris oscu… ¿Me está usted vacilando?”

“Desde luego, señor. Pensé que era la respuesta menos traumática a sus extravagantes peticiones”

“Ahí va a llevar razón usted”

Tras una conversación de besugos, perfectamente congruente con la situación, decidí rescatar la escasa capacidad de raciocinio que me quedaba, tras la evidencia de que soy un cabeza de chorlito integral, pero no del todo irrecuperable, siempre y cuando pudiese encontrara a Irene. Propuse al taxista que me diera alguna alternativa, antes de recorrer la totalidad de estaciones de tren, autobuses y aeropuertos.

“Dígame una cosa. ¿Cómo iba vestida?”

Después de asegurarme que no me estaba vacilando de nuevo, le contesté:

“Vaqueros, botas altas, sudadera oscura con camisa por dentro. Impermeable tipo North Face”

“Ha dicho usted que llevaba un juego de maletas. ¿Alguna muy grande?”

“No, las dos como de cabina. Una de ellas más parecía tipo mochila”

“Vale, entonces debemos comenzar por el aeropuerto”

“De acuerdo. ¿Pero qué le hace pensar…”

“Estamos a 25 grados de mínima en todo el país. Tiene pinta de que se va a Escandinavia, Siberia, o algún otro sitio parecido. Y el tren no parece una alternativa razonable. Además, lleva maletas pequeñas, como las que exigen las aerolíneas low cost. Le apuesto algo a que se va con Ryanair, y si es así, hay una probabilidad elevada de que sea a Inglaterra”

“Oiga, es usted un Sherlock Holmes con raya roja en el coche”

“No, en realidad soy del CNI. Es mi tapadera”

Ahí me pilló. Si le preguntase si me estaba vacilando de nuevo, no iba a poder fiarme de su respuesta. Ya se sabe que los espías españoles están entre los mejores del mundo. Y por el acento, éste era madrileño de cuna. Por lo tanto, castizo y vacilón. O sea, espía y gato. Imbatible.

En cualquier caso, el taxi-espía se dirigió a la T1 del Aeropuerto de Barajas. Me dejó frente a los mostradores de Ryanair. Me dirigí a toda prisa, tras solicitar el ticket, pagar la cantidad exacta más la propina y cerrar cuidadosamente la puerta. Según avanzaba hacia los mostradores, caí en que sería imposible localizarla. Los grupos, las maletas, los turistas despistados, los que querían impermeabilizar a las maleta o a los turistas, no estoy seguro, en fin, lo que viene siendo el caos de Barajas. Pero no había llegado tan lejos como para abandonar. Me dirigí a las taquillas y solicité un billete para Londres.

“¿Para qué aeropuerto lo quiere, señor?”

“Me da lo mismo”

“¿Prefiere Stansted, Luton, Gatwick, Heathrow o London City?”

“Me da lo mismo”

“Es que están cada uno en una punta”

“Me da lo mismo”

“Lo siento señor. No es posible. Las normas de la compañía exigen que me especifique el aeropuerto”

“Vale, London City”

“Lo siento, señor, allí no vuela Ryanair”

“Pues Heathrow”

“Lo siento señor, allí no vuela Ryanair”

“Y entonces, para qué me los ofrece”

“Política de la compañía, señor. Estamos a su servicio”

“Pues me está usted sirviendo para acordarme de algunos familiares de su presidente”

“No pase apuros, señor . Son irlandeses. Puede usted insultarlos sin problema. Lo único, que el whisky resucita a los muertos, y vaya usted a saber”

“Vale, lo retiro. ¿Adonde vuelan ustedes?”

“A Stansted”

“Vale, pues deme un billete para Stansted”

“¿Ida y vuelta?”

“Solo ida”

“¿Quiere escoger asiento?”

“Desde luego. Póngame al lado de una preciosidad que se llama Irene y que ni siquiera sé si viaja”.

Si el taxista me había vacilado, yo podía desquitarme con la taquillera. Es lo menos que podía hacer por mi maltrecho orgullo.

“11C, señor. Así no podrá ni salir al baño sin que usted se entere.”

La miré con rayos en los ojos, convencido de que me había megavacilado, superando holgadamente al taxista del CNI. Lo que ocurre es que ella estaba tan tranquila, y no pude por menos que convencerme de que debían tener un esquema de reconocimiento facial imbatible, o era el big data, o…simplemente me estaba vacilando. Pero a esas alturas, no tenía más remedio que subir al avión o esperar a verla en la cola del embarque. Pero, ¿y si se retrasaba? ¿O ya estaba en el avión? Unica solución, subir al 11C y que fuera o fuese lo que el Altísimo dispusiera. En lo más alto.

No pude encontrarla en la cola. Ni en el avión. Obviamente, me habían vacilado entre todos. El taxista, la taquillera, el Altísimo. Y el primero de todos, yo mismo. Al desviarme de mis más potentes convicciones, me había traicionado. Y ninguna buena acción queda sin su justo castigo. El mío, paseíto a London Stansted, sin propósito claro. Desviación mayúscula de la Moleskine. Era la segunda vez que me pasaba. En la primera me llevé un bofetón. En ésta, solo un sofocón. El que me llevé cuando leí el nombre que figuraba en la página uno del libro que acompañaba a mi vecina de asiento: Irene Martínez Cerralbo. O sea, que la taquillera no me vaciló, simplemente se equivocó de Irene. Me quedé un poco reconfortado, aunque su sonrisa no era la que yo iba buscando.

La salida del aeropuerto de Stansted me empujó hacia los subterráneos, buscando al menos un hotel en el que dormir. Eché un vistazo fugaz a la derecha, hacia la salida de los trenes, por simple curiosidad. Tren hacia Norwich, con transbordo en Cambridge. No sonaba mal. Mis limitados conocimientos de la geografía británica situaban a Norwich en el este de la isla, relativamente próxima al Mar Del Norte. Sin más. Pero pronto tendría opción de aumentar mis conocimientos. En el mismo momento en el que dos maletas y una sonrisa me resultaron terriblemente familiares.

Me colé. Me colé como hacían mis compañeros en sus años mozos. Saltando el torno como jamás osé saltar el plinto de la clase de gimnasia, como si la vida me fuera en ello.

Quizás porque, en efecto, algún tipo de vida podría estar localizada en el vagón número dos del tren destino Norwich.

 

 

 

Imagen destacada de Andrés Nieto Porras

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 


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