viernes, 15 de septiembre de 2017

La Estrofa Que Lo Cambió Todo (VI)

Ahora quedábamos la Moleskine y yo, reforzados por el Santo, frente a Irene, mis incapacidades de relación con los seres humanos en general, mi demostrada ineptitud para detectar cómo había de comportarme con ella, y esos pequeños problemas logísticos. Estaba rodeada.

Mi inicial optimismo, basado en el impecable refuerzo filosófico de Santo Tomás de Aquino, fue matizándose a medida que pasaban las horas.

En primer lugar, estaba la dificultad de llevar a cabo la estrategia que tenía medio diseñada, y que podría resumirse en “enamoramiento por aplastamiento o sofocación” Es decir, que iba a abrumarla de tal forma que sería imposible que se resistiese. Llevarla a cabo era posible, sin duda, aunque podría ocurrir que a medio ahogamiento me diera otro par de bofetadas.

En segundo lugar, el pequeño inconveniente técnico de que yo no tenía ni la menor idea de cómo relacionarme con las personas, salvo en los estrictos canales marcados por mi Moleskine. Nunca me paré a pensar si la relación, ese momento en el que mi agenda, la persona y una servidora coincidían en las mismas coordenadas espacio-temporales, daban lugar a una experiencia gratificante, sofocante o extravagante. En mi caso, irrelevante. Pero las personas que me recibían o a las que recibía, seguramente tendrán una opinión. Eché de menos a la Directora de Recursos Humanos, que al parecer había decidido coger un año sabático, vaya usted a saber la razón. Anoté en la agenda citarme con la suplente.

Esta última reflexión me preocupó enormemente. No tanto porque tuviera el más mínimo interés en generar una agradable impresión en la gente, sino más bien por el efecto que esas interacciones pudieran generar en mi plan, recuerden, “A por Irene por aplastamiento” Supongan que esos encuentros con sus compañeras, amigas o con ella fueran desagradables para las interlocutoras. Lo tendría muy difícil para conseguir mis objetivos. Debía generar algún tipo de táctica para resultarles encantador, en el supuesto caso de que no lo fuera intrínsecamente. No vaya a ser que me esfuerce en parecer agradable cuando ya lo soy, sin saberlo, claro está. Llamé a mi madre. Ella no me iba a engañar.

“Tú sabes que te quiero con locura. Y que mentiría por tí, todas las veces que me lo pidieses. Ahora, si lo que quieres es la verdad, mejor te paso con tu hermana” No acabó de gustarme la idea, pero no me dio tiempo a detenerla. Mi hermana, ante la oferta de decir la pura verdad, sin consecuencias, decidió aprovecharla. Y vaya si lo hizo.

No es necesario entrar en muchos detalles, la conversación con mi hermana me hizo sospechar que había una posibilidad cierta de que en la relación con las personas fuese un completo cenutrio (sic) Incluso aplicando el factor de corrección de todas las cuentas pendientes que pudiéramos tener desde la infancia, me quedó bastante claro que en este tema podía encontrar un amplio margen de mejora. Al finalizar la conversación, decidió terminar de destrozar mi día. “A ver si vienes otra vez al pueblo, nos encantó estar contigo”

Bien, un planificador como yo, no iba a arredrarse ante un problema. Todos los problemas del mundo pueden arreglarse con una adecuada planificación. Diagnosis, tratamiento, prognosis. La sociedad mundial es desconocedora de que el mundo sería sensiblemente mejor si estuviese gestionado por una Moleskine bien alimentada. El problema es que este tipo de razonamientos tienen muy mala prensa. ¿Qué haríamos con los consultores, los políticos, las Agencias de Cooperación, las ONG, los misioneros, y sobre todo, los hare krishna, si la paz mundial se alcanzara con unas pocas páginas de agenda?

Por tanto, si el bienestar mundial solo dependía de una agenda correctamente cumplimentada, un problema tan sencillo como el de Irene, que podía resumirse en que probablemente no querría saber nada de mí, que no sabía donde estaba, que para tener una oportunidad debía cambiar toda mi manera de actuar, mi esencia, mi núcleo vital, y que aún así, probablemente se resolvería con leves manifestaciones violentas de ella hacia mí, porque la posibilidad de que la cagara era enormemente elevada, no suponía un reto especialmente complejo para nosotros dos. Mi Moleskine y yo.

Abrí el bolsillo, solté la goma, calenté el bolígrafo, hice unas cuantas líneas de prueba en un folio en blanco, no fuera a ser que la página de la agenda quedara a media tinta, busqué una página en blanco, sin relieves de escrituras hechas en páginas previas, y escribí:

  • Asunto: “Irene”
  • Objetivo: “Ver su sonrisa en directo de nuevo”
  • Resistencias previstas: “Ninguna” (hasta que la viese, claro)
  • Recursos necesarios: “Encanto personal”, “Mucha potra”, “Otros a definir”
  • Acciones inmediatas: “Encontrarla”

Me sentí mucho mejor cuando escribí las líneas generales del plan. Las cosas estaban mucho más claras ahora. En primer lugar, debía atender a aspectos puramente logísticos, como obtener los recursos necesarios. “Encanto personal” No me pareció muy complejo. Valoré recurrir de nuevo al Profesor López Müller. Casi seguro que alguno de sus filósofos de cabecera habría escrito algo al respecto. Decidí reservarlo como plan B. De momento, investigué en google. Al parecer, el encanto personal dependía de múltiples factores, lo que me otorgaba ciertas opciones. Simplemente debía ir una a una, como los hitos de un proyecto empresarial.

Esta investigación, aparentemente sencilla, me proporcionó no pocas sorpresas. En esa lista de factores influyentes en la generación de “Encanto personal”, se mezclabas cosas tan dispares como “empatía”, “interés por el otro”, y otros conceptos más bien intangibles (y por tanto muy complicados para Moleskine y yo), con otros mucho más concretos y accesibles. “Tener detalles”. Me pareció sublime. Si el encanto personal se basaba en detalles, nosotros éramos imbatibles. Fechas de cumpleaños. Rosas o libros por San Jaume, aunque me hallase en la Serranía de Ronda. Flores, bombones, pañuelos. Felicitaciones a los varones por las victorias de sus equipos (Los lunes, debía anotarlo). Conviene aprenderse los nombres de la gente, por lo que pude averiguar. Las redes sociales ayudaban. Dar “me gusta”, retwittear, poner emoticonos, ese tipo de cosas. Aún así, siempre había algún poeta que jodía la marrana con más ideas abstractas:

 

La Esencia De Las Cosas..

“Vi la esencia de las cosas en el perfume de tu mirada,

pude olfatear el miedo en la caída de tus ojos,

adiviné las dudas de tu alma cuando apartaste la mano

y viendo, oliendo, adivinando, pasé el resto de mis días

Preguntándome qué había pasado”

(Antoniadis9)

Y otros que respaldaban claramente la estrategia, como Gloria Fuertes, una de las pocas poetisas que conocía de mis años infantiles. Recurrí a ella como el paladín de la empatía. A nadie podía caerle mal, a pesar de su voz de barítono, de su físico rotundo, de su demoledora simplicidad. Busqué su complicidad, su solidaridad, y a fe que la obtuve en sus poemas:

La gente corre tanto…

 La gente corre tanto 
porque no sabe dónde va, 
el que sabe dónde va, 
va despacio, 
para paladear 
el ir llegando.
(Gloria Fuertes)

El evidente respaldo obtenido por la Fuertes, me reafirmó que la estrategia diseñada, es decir, “enamoramiento por aplastamiento”, era la adecuada. La lectura literal del poema apoya a los que saben donde quieren llegar y les aconseja pausa y deleite en el camino. O sea, claramente mi caso. Yo quería llegar a un escenario muy concreto, obtener la sonrisa de Irene y procurar que la repitiese todos y cada uno de los momentos de nuestra vida.

En mi interior había forjado la idea de que su sonrisa vendría a ser una especie de pasarela a una dimensión alternativa a la actual, en la que los objetos, las personas y los tiempos que forman parte de la vida, pasarían a adquirir un rol, un personaje teatral, una pieza de puzzle, con características netamente diferentes a las actuales, en las que probablemente no suponen para mí sino un atrezzo, una especie de inventario de elementos circundantes, quizá unos satélites en órbita permanente, quizás influyendo, quizás iluminando, pero más probablemente, adornando. En cierto modo, esa espartana decoración que circundaba mi vida, en mis cosas, en mis actos, venía condicionada por no haber franqueado la barrera entre vivir y agotar la vida, y para esa Estigia, necesitaba un moderno barquero, a ser posible en un entorno menos sombrío y con mejores perspectivas. En efecto, Irene era mi Caronte. No podría atravesar la laguna sin ella.

Viendo las cosas en retrospectiva, mi visión de la jugada no podía ser más egoísta. Claro, que yo no podía ser otra cosa que Sergiocéntrico. No había experimentado ningún sentimiento o vivencia que me permitiese entender la vida de otra manera. Mi hermana me llamó…cenutrio, creo recordar. Según la RAE, un cenutrio es un individuo torpe o estúpido. Quiero creer que mi hermana se refería a la primera acepción. Porque no me consideraba estúpido, en una perspectiva utilitaria, quiero decir. Era profesionalmente competente e individualmente serio, fiable y previsible, pero no estúpido. Probablemente, mi egocentrismo era una torpeza evolucionada, elevada a la enésima potencia, desoyendo los estímulos externos por subjetivos, variables y de escasa fiabilidad. ¿Criticable? Probablemente. Pero cuántos de ustedes, amigos lectores, no habrían deseado ser mucho más torpes cuando confiaron en las personas, en intuiciones, en presentimientos, en experiencias pasadas, y se encontraron con una realidad que mi Moleskine y yo hubiéramos driblado con absoluta facilidad, programando acontecimientos con meses de antelación. Reflexionen al respecto o contacten con López-Müller.

Enmarañado en todas estas reflexiones, se me escapaba lo más importante. ¿Dónde estaba Irene? ¿Qué había sido de ella? Como decía la canción, “y yo sé que sin buscar no encontraré. Paso al loco de la calle. Paso al ansia de vivir”  Debía buscarla, debía localizar al objetivo lo antes posible. Para ello, diseñé una especie de plan de aproximación, que se basaba en recuperar las viejas costumbres del café matutino, volver a su antiguo trabajo, al escenario de nuestro encuentro y mi revolución interior. De un lado, podría estar allí si ella aparecía. De otro, podría captar alguna información de la secreta sociedad de las modelis. Posiblemente yo no fuese un tipo encantador, pero la mayor parte de ellas tenía un cerebro de mosquito, y ahí radicaba mi fortaleza. Ligar con ellas no iba a poder, fijo. Pero arrancarles toda la información que tuvieses almacenada no me costaría mucho.

De hecho, así fue. Empecé a retomar mis visitas al café, donde pude comprobar con alborozo que nadie me había echado de menos, que no sabían quién era yo. En realidad no sabían quién era nadie, exceptuando los modistos, los youtubers y sus rivales de pasarela. Ahí se explayaban. Recibí un completo manual de cómo evitar o provocar que un rival te echase del negocio, o viceversa. Supongo que casi todas ellas habían fracasado miserablemente, a juzgar de cómo se movían por el café. Pero no dejaban de ser presa fácil para mi sagacidad. Mi estrategia de aproximación funcionaba a la perfección, ya que les extraía hasta el último cluster de información que tenían almacenado. Claro que eso no quería decir mucho, porque las pobres no eran capaces de retener demasiada. Y preguntarles por una ex compañera que probablemente no había sido rival en pasarela era tarea titánica.

Cambié de estrategia. Inventé un supuesto cumpleaños y arrastré por la fuerza del organigrama a varios compañeros, mejor dicho a varios coincidentes en el trabajo. Preparé un pequeño after-work e invité a los colegas y a las camareras-modelis, aprovechando que era hora de cierre. El champagne se dejó ver en abundancia, y las neuronas dejaron de estar constreñidas por una talla 34. Ahí supe que Irene trabajaba fuera de nuestra ciudad, pero que mantenía su vivienda. Al parecer una de las modelis conocía a otra que compartía vivienda con ella, o lo había hecho recientemente. No pudo precisar mucho, ya que llevaba media botella encima, pero la información era muy valiosa. No sabía donde trabajaba ni en qué, pero era un comienzo.

Decidí clausurar el acto, un tanto abruptamente, porque mis compañeros de trabajo, inicialmente incorporados al acto por respeto a su actual curro, habían descubierto la potencia de la combinación “muchas copas de Bollinger-muchas modelos borrachas-muchas posibilidades de acabar en final feliz” Llegamos a un tácito pacto. Abrí tres o cuatro botellas más y me dispuse a abandonar el local, en loor de multitudes, siendo coreado por propios y extrañas. Ambos bandos formaron una especie de pasarela de honor, como hacen los militares, elevando las espadas al centro y formando una especie de túnel de reconocimiento y respeto. En este caso, las lanzas se tornaron cañas y las espadas fueron sustituidas por las copas de champagne y los soldados por modelos de 1,80 sin tacones.

Abandoné el local feliz e inquieto. Tenía la información, pero la logística se complicaba un tanto. Primero porque no podría localizarla hasta el fin de semana. Y en segundo lugar, porque si su trabajo tenía una mínima carga de seriedad o estabilidad, no querría abandonarlo, y menos por un loco como yo.

Y yo no podría abandonar su sonrisa de lunes a viernes.


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