lunes, 1 de mayo de 2017

A La Vuelta Del Restaurante Italiano

Nos acostumbramos a frecuentar ese Restaurante Italiano que se hallaba en la periferia del barrio, prácticamente junto al parque. En el verano colocaban unas mesas minúsculas, en las que para cortar una pizza debías ocupar dos o tres, pero que se convertía en el lugar ideal para saborear un lambrusco muy frío con olivas sicilianas de aperitivo. En invierno, su decoración te transportaba a cualquier trattoria del Trastevere, en una perfecta armonía de sencillez y elegancia, el equilibrio entre el cinco estrellas y la correcta tasca de barrio. Pero siempre podías contar con la exquisita materia prima, con la sofisticada manufactura y con la enfermiza precisión del dueño para todo, excepto para la cuenta.

Con el tiempo, esto último se convirtió en uno de los alicientes del local. Podíamos pedir exactamente la misma cena que dos semanas atrás, y nos podíamos encontrar que el importe pudiese variar hasta en un treinta por ciento. Los primeros días, nos sorprendió. En adelante, simplemente se convertía en una pequeña apuesta interna, tipo “El Precio Justo”, en el que ganaba el que más se acercara al importe del día. Escuchamos a algún cliente molestarse por este extremo, pero la respuesta del dueño, invariable. “Todo depende de mi estado de ánimo” Y con este extraordinario argumento, te hacía ver que su vida seguiría exactamente igual tanto si volvías como si no, pero que encontrar una pasta como la suya, significaba reservar un par de pasajes en aerolínea low cost, taxis, esperas, control de pasaporte, etc. Obviamente podía tener razón y no tenerla a la vez, pero era perfectamente capaz de no volverte a dejar entrar, y quedarte sin pasta o ir enfilando el camino al Aeropuerto de Barajas.

Otra excelente costumbre del local era su hora de cierre. Las doce de la noche, clavadas. Cuando te descuidabas, el dueño te levantaba de la mesa sin piedad, recogía los exquisitos manteles de hilo, limpiaba los últimos restos de migas y apilaba las sillas de madera y pita para su uso al día siguiente. Y eso nos obligó a encontrar algún tipo de alternativa para la sobremesa. Y así hallamos ese Pub, justo a la vuelta de la esquina, donde se centrará nuestra historia.

No piense vd., amigo lector, que el Pub se encontraba allí para que le encontrásemos. Si el dueño hubiese querido que pasase completamente desapercibido en el barrio, no lo habría podido hacer mejor. De hecho, en nuestra primera impresión, pensamos en muy diferentes tipos de usos comerciales que se le podría dar al local, y la ausencia de neones rojos y verdes fue la que nos convenció de que podría tratarse de un negocio …convencional, frente a las sospechas de que fuese algún local de intercambio, un club de fumadores de opio, un casino clandestino o algún otro tipo de oferta heterodoxa.

En honor a la verdad, considerando que el local se hallaba ubicado en una especie de calle cortada, cuyo fondo de saco coincidía plenamente con la pared lateral del restaurante y que la única iluminación existente procedía de los reflejos de los coches que pasaban al otro lado de la calle, adentrarse en el Pub venía a constituir una especie de acto de fe y de confianza eterna en la bondad de la humanidad, cuando no de increíble heroísmo. Y aunque nunca nos hemos distinguido por correr este tipo de riesgos, decidimos adentrarnos en él, quizás porque permanecer en la calle podía ser considerado igual de peligroso, y adentro podríamos tomar una copa (quizá la última)

La puerta tenía una especie de ventanuco frontal, a la altura de los ojos, como si estuviésemos en los años de la Ley Seca, en el mismo Chicago. Afortunadamente, y sin necesidad de pronunciar salvoconducto alguno, la puerta se abrió por la acción de dos clientes que abandonaban el local, y aprovechamos para sujetarla. Lo que pudimos observar al franquear la entrada, nos dejó literalmente patidifusos. Nos encontrábamos frente a una especie de recreación piedra a piedra de alguno de los locales en los que pasábamos las últimas horas de la noche, allá por los años ochenta. Incluso los clientes, parecían haber sido teletransportados desde aquellos días, o al menos, haber sido conservados en formol desde entonces, para darnos una sorpresa. Las mesas bajas de cristal, los tresillos de skay verde oliva, las banquetas de madera noble tapizadas a juego con los sofás, los vasos de fondo ancho y resistencia extrema. Las cubiteras, las bandejas con espirituosos, las servilletas blancas, los cuencos con frutos secos, los camareros con pajarita, el silencio eclesial y, por encima de todo, el piano.

Y al frente, una especie de recreación de Sam, en formato ario. Alto, fibroso, con barba de pocos días. Vestido de smoking tradicional y pajarita negra. Serio, riguroso, pasaba la partitura con el brío y la delicadeza del que ojease una primera edición de El Quijote. Más que golpear, acariciaba las teclas del piano como si las tuviese completamente adiestradas y que, ante la flexión de su falange, ya supiesen lo que tenían que hacer. Aún no estoy seguro de que las yemas de sus dedos llegasen a contactar con ellas, pero el sonido se percibía con una intensidad y limpieza digna de la mejor sala de conciertos.

Ante la perspectiva general, decidimos buscar el asiento más próximo posible, para poder mantener nuestra cara de asombro alejada de las miradas inquisitorias de los clientes habituales, y poder cuchichear entre nosotros para poder asegurarnos de que en el restaurante italiano no habíamos sido eyectados a algún tipo de universo paralelo, en el que nadie habría oído hablar del reggeaton, de internet, de los teléfonos móviles o del café para llevar. Solo echábamos de menos los bigotes en los hombres, los pantalones de campana, las camisas solapón (como decía Jaime Urrutia), los cardados en las mujeres, el humo de los rubios cigarrillos de importación americana, y los billetes de mil pesetas.

Intentamos innecesariamente llamar la atención del camarero. Ya estaba allí. Armado de una bandeja con doce cubitos de hielo, cuatro para cada uno de nosotros. Dos vasos de whisky, una copa de cóctel, una jarra de agua y tres vasos de tubo. En la bandeja pudimos ver además un cuenco de almendras y cacahuetes, tres servilletas de tela, la carta de licores, varias tarjetas del local y dos ceniceros. Nos dejó literalmente acojonados. Nosotros dos sufrimos para solicitar la copa. Ella pidió un Martini con vodka. Precisamente para la copa de cóctel. Nosotros un par de whiskys, para disimular el desconocimiento de la oferta de cócteles. Nos lo sirvió de la marca solicitada, con una pequeña muestra de desaprobación, pero con el mismo sagrado ritual que si lo hubiese obtenido de una centenaria barrica de roble americano, en el mismo corazón de los Highlands. Primero el Jameson, en su justa medida. Posteriormente, los cuatro cubitos de hielo, del mismo tamaño, como procedentes de la misma madre. Y una ligera inclinación para facilitar la mezcla. Yo estaba dispuesto a beberme el mío de un trago, solo para observarle repetir la liturgia, pero me preocupó que pudiera castigarme a un rincón. El Martini fue servido tras ser preparado ante nuestros ojos, de forma absolutamente mecánica, sirviendo los ingredientes en una coctelera que podría haber sido propiedad del mismo Chicote. El resultado, depositado con mimo en los bordes de la copa y estigmatizado con la oliva de rigor, fue inmediatamente aprobado por ella, mirando hacia arriba, hacia los ojos del camarero, que aceptó el tácito cumplido con esa modestia fingida de los mejores profesionales. Solo me consolaba que había puesto cuatro cubitos de más, porque el Martini no los necesita, cuando me di cuenta que los dejaba en una pequeña hielera con unas micro pinzas, probablemente para enfriar los vasos de agua. Derrotado, acepté la superioridad técnica con religiosa resignación.

Progresivamente nos fuimos adaptando al local y nos concentramos en hablar de nuestras cosas. Ella, él y yo nos conocíamos desde la Universidad, donde fuimos asistiendo paulatinamente a amores, desamores, frustraciones, éxitos, cumpleaños y muchos llantos. Siempre juntos. No recuerdo grandes discusiones ni grandes amores entre nosotros. Una relación marcada por el respeto, el cariño y la equidistancia, como vértices de un acogedor triángulo rectángulo. Siempre pensé que hubiese sido mucho más concebible una historia de tensiones sexuales no resueltas o de amores platónicos que la relación que nos unía, una especie de Sociedad Limitada de la amistad, con sus reuniones de Consejo de Administración, como la de esa noche. La amistad, según Cicerón es “…un acuerdo perfecto de los sentimientos de cosas humanas y divinas, unidas a la bondad y a una mutua ternura”, lo que, parafraseándole, requería de nosotros al menos alguna de esas virtudes. Puedo reconocerlas en mi caso y en de él, pero en ningún caso en ella. Ella es la antítesis de la ternura. No digo que no sea buena, pero acepten mi palabra de que es más dura que el pedernal. Cañera, como dicen los jóvenes de ahora. Una especie de Director Ejecutivo de esa Sociedad De La Amistad, para la que los lamentos no tenían cabida en sus valores corporativos. Más de una vez, recogiendo los pedazos de nuestros corazones desgarrados, nos abroncó inmisericorde, haciéndonos ver la inutilidad del llanto por la pérdida de ese “pedazo de putón verbenero” (sic), fuera quien fuese la fémina responsable de nuestra tristeza, animándonos a “tirarnos a la primera que tuviese un buen par de tetas”, como la terapia requerida para este tipo de casos. De ella nunca supimos sus desamores, bien porque no los tuvo, bien porque no podría permitirse confesarlo ante nosotros. No nos constaba su situación actual, pero el brillo que había en sus ojos orientaba mucho más hacia un look amazona, que hacia una modosita señorita victoriana, por lo que no descartaba en absoluto que a lo largo de la noche surgiese algún tipo de acercamiento a o desde ella.

Empezábamos a entrar en materia, cuando se aproximaron a nosotros las notas inconfundibles de “Honesty“, lo que nos hizo abandonar por un momento el hilo de la conversación. La increíble facilidad del pianista para insertar una suave banda sonora en las vidas de los clientes del Pub, nos dejó con la boca abierta. Y una vez repuestos de la sorpresa, comenzó a cantar como si hubiese acoplado el volumen al de nuestras conversaciones, de tal forma que podíamos hablar, podíamos soñar y flotar a la vez.

Nos centramos en los últimos acontecimientos acaecidos desde la anterior cita, siendo cada uno de nosotros una especie de reportero de guerra, de los que asisten a la vida desde una posición de retaguardia con el chaleco de “Press” a la espalda. El se había encontrado con un par de ex-compañeros de clase, mucho más avejentados de lo que nos reconocíamos a nosotros mismos. Ella dijo que siempre les había odiado y que deseaba intensamente su ajusticiamento estético, cuando menos. Intentamos frenarla, en vano. Nos reconoció que estuvo colada por uno de ellos, que se lo intentó beneficiar y que la rechazó por un pequeño detalle: Era gay. Ella no se lo tomó muy bien. Creo que se imagina que cualquier tío debe caer a sus pies, y el hecho de ser gay no le parece suficiente coartada. La dejamos por imposible.

Yo tuve que reconocer varios problemas familiares y de relación. No estaba en mi mejor momento, y recibí el incondicional afecto de él, con un pequeño brindis y un afectuoso medio abrazo desde su banqueta. Ella me sugirió que me tirase (como no), a una de sus compañeras de trabajo que, según se decía, acababa de separarse del marido y andaba en pos de una venganza carnal. Me dio el teléfono y prometí llamarla. Lo haría poco después. En efecto, estaba en fase vengativa, y me lo manifestó en dos ocasiones. Quedamos emplazados para la próxima vez en la que recordase que su ex pareja la había dejado, y así, volver a vengarse un par de veces…conmigo.

Ella nos comentó que había pasado por una fase de baja autoestima, cuando su ginecóloga le sugirió la posibilidad de que se acercaba a la menopausia. Además de romper con ella (como médico, se entiende), decidió explorar todos y cada uno de los síntomas que suelen acompañar a esa fase. Por lo que pude deducir, reconocía casi todos, excepto la pérdida de libido. Le hice ver (sutilmente), que la aparición de ese síntoma era muy improbable en ella, a cualquier edad. Se lo tomó como un cumplido, y me sonrió dulcemente. Menos mal. Pero los sofocos le tenían un tanto jodida.

Tuvimos que reconocer que nuestra existencia era un tanto caótica. Salvo nuestro especial triángulo amistoso, ninguno de nosotros era especialmente feliz en sus vidas, y solo esos momentos nos distraían lo suficiente como para olvidarlo. El whisky y los Martinis empezaron a pasar factura. Planteamos improbables hipótesis, como el comprar un piso para cada uno en un edificio de solo tres plantas, montar un negocio juntos, casarnos los dos con ella, aunque fuese por turnos, escribir una biografía cada uno, revisada por los otros dos. Hacer un corto, tirarnos en parapente, navegar en un velero por las Islas Maldivas. Al cuarto whisky, me sorprendí a mí mismo descartando en voz alta lo del parapente, y provocando la carcajada en ellos dos. “Nunca pensamos que fueses a hacerlo”, respondieron a coro.

La noche acabó como se esperaba. Nosotros dos borrachos y ella un poco achispada, lo que seguramente le facilitó acercarse al pianista, susurrarle al oído, arrancarle unas notas del “My Kind Of Lady” de Supertramp, y poco después, provocar que cerrase la tapa del piano, recogiese la chaqueta y saliese con ella por la puerta de atrás del local. Pagamos la cuenta, guardamos la tarjeta en los bolsillos de la chaqueta y salimos del local, muertos de risa, pensando en cómo íbamos a convencer a un taxista para que parase en ese barrio y nos llevase a casa. Y así, dimos por finalizada una de nuestras noches, la que acabamos a la vuelta del Restaurante Italiano, y que nos permitiría seguir adelante hasta la próxima cena, sin profundizar en exceso la razón de esa existencia incompleta, inmadura e infeliz, la que transcurría entre cena y cena.

 


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