domingo, 30 de abril de 2017

La Demolición De La Suite Del Atico

Déjenme contarles que estoy de luto. Acabo de recibir la noticia de que van a demoler la Suite del Atico del Hotel Rialto, sito en la proximidad del Palacio Real De Madrid, en plena zona del llamado Madrid de los Austrias.

Seguramente ustedes pensarán que el valor arquitectónico de dicha Suite debe ser verdaderamente importante, para causar tanta tristeza. Nada más lejos de la realidad. El principal valor de la Suite es que está en el Atico y que es muy discreta. Lo primero es realmente valioso, porque en el atardecer de otoño madrileño, la suite enfoca (enfocaba) el único corredor abierto que permite (permitía) divisar las estribaciones de la Casa de Campo, flanqueado por el Palacio Real y la Catedral de la Almudena y enmarcado en los tonos rojizos del firmamento madrileño. Es decir, una especie de postal en vivo, un lienzo extraordinario para las vivencias, para los festejos, para los llantos desconsolados, para los más extraordinarios triunfos, para los fracasos más desconsolados. Lo segundo, mucho más valioso aún. Disfrutar de la intimidad es un lujo, no siempre al alcance de todo el mundo. Desde su acceso, a través de un pequeño montacargas sito en un extremo del hall principal, a la vuelta de una voluminosa columna, garantizaba el anonimato del visitante.

De todo hubo allí, en la Suite. El muy selecto grupo de gente que la frecuentaba había logrado establecer una especie de calendario tácito de uso, donde se respetaban los días y las horas, donde se restablecía el orden estandar de los muebles y objetos decorativos, independientemente de la anarquía que hubiesen sufrido en los fogosos momentos previos, donde el silencio era norma de cortesía obligada, donde siempre se dejaban espirituosos a medias, nunca exentos de calidad, donde el primer visitante surtía de hielo suficiente a toda la jornada de tarde.noche. En fin, donde la solidaridad que se halla entre los clandestinos era fuerza de unión superior a razones familiares, afectivas o religiosas. Todos formamos parte de una especie de Resistencia, una Logia Masónica con nuestros propios ritos y creencias, inclasificables, intransferibles quizá, pero muy nuestras.

Aún así, por muy compacta que fuese la unión del colectivo de frecuentadores de la Suite del Atico, existían serias diferencias en el uso que cada uno de nosotros le otorgaba a la estancia. Nótese que las dimensiones de la misma no eran demasiado grandes, pero tampoco demasiado pequeñas, lo que proporcionaba a la estancia una polivalencia notable. Y cada uno de nosotros estirábamos al máximo esos metros cuadrados del ático, con el fin de hacer realidad nuestro sueño, nuestro oasis, nuestra penitencia, nuestro infierno.

Nunca supe a ciencia cierta lo que hacían el resto de los componentes de nuestra particular secta. El secreto de las actividades celebradas se guardaba celosamente de unos a otros miembros. Muchas veces quise sobornar a Fermín, el recepcionista más veterano del hotel. Aprovechaba los momentos de menor afluencia de público. Hacía sonar muy levemente la campana de bronce y él acudía con un eterno rictus de fastidio y desesperación, por este orden. Yo me apoyaba en el regio mostrador de bronce e intentaba sonsacarle, y él siempre esgrimía el mismo argumento: “A Vd. no le gustaría que yo contase lo que hace Vd.” Argumento no solo válido, sino definitivo. Pero yo subía los codos a lo alto del mostrador, asomaba una buena relación de billetes y procuraba colocárselos muy cerca de los ojos. El torcía el gesto, elevaba una micra la comisura labial, de tal forma que su mostacho se confundía con sus vibrisas, y despreciaba el soborno sin pronuncia ninguna otra palabra. Solo le vi dudar ante un excelente Armagnac, aunque finalmente tuve que abortar la operación, porque el duelo entre el conflicto moral  y el sensitivo amenazaba con bloquearle.

En ocasiones intenté seguir las pistas que dejaban los inquilinos previos, buscando ese desplazamiento de muebles o alfombras que predijesen algún tipo de actividad grupal, ya fuese una clase de salsa clandestina, una lectura coral de algún célebre poeta, un grupo de estudio de alguna oposición secreta, algún Comité selecto de grandes prebostes de las finanzas. Solo pude detectar milimétricas diferencias en las huellas que las patas del sofá dejaban en las más que dignas alfombras del salón. Algún ejemplar de Nietzsche no especialmente colocado, algún cerco de los jarrones en el aparador, algún disco inclasificable en la gramola decorativa. La cortina siempre corrida, lo que no impedía que se disfrutaran las vistas, puesto que la terraza de la Suite permitía una estancia más que holgada. Siempre pude imaginar ese momento tras haber realizado cualesquiera de las actividades concebibles, en los que el o los ocupantes decidieran tomar un respiro de sus agotadoras, estresantes o placenteras actividades, para tomarse de las manos y confesarse mutuamente sus temores, sus pesares, sus esperanzas y sus miedos, ante el horizonte anaranjado, aún cuando no disponía del más mínimo indicio de que hubiese ocurrido algo siquiera parecido.

Ante la situación de desinformación en la que me encontraba al respecto de las actividades realizadas en la Suite, decidí sublimar la ausencia de conocimiento en una especie de ejercicio de romanticismo inveterado, asignando a todos y cada uno de los integrantes  de nuestro particular colectivo, un papel semejante al de esas obras de teatro corales que se representaban en las plazas de los pueblos.

Y en ese reparto, asigné el papel protagonista a un caballero que no cumpliría los sesenta, de porte distinguido, que mesaba con frecuencia sus sienes plateadas, como reclamando compañía para su escasa cabellera. Su presencia, con ese bastón de puño de marfil, los zapatos italianos, el traje beige con chaleco y corbatín, el maletín de cuero en la mano y un aire de fingida normalidad, me convenció de que ocultaba algún tipo de oscura afición, que compartiría con alguna compañía que recibiría poco después. Solíamos coincidir a mi salida, y siempre ignoraba conocerme, lo que reforzaba mis sospechas.

En lo que a buen seguro sería una tragicomedia, el papel femenino se lo asigné a quién más se lo merecía: Digamos que cogemos el perfil del caballero al que he convertido en protagonista y le damos la vuelta como a un calcetín. Voilá. Tenemos a la actriz principal. Una mujer claramente menor de treinta años, con un fulgor en su mirada capaz de fundir o derretir cualquier obstáculo que ose cruzarse en su camino. Podría causar un vendaval al movilizar un par de veces su rubia cabellera, tanto por su intensidad como por el reflejo cegador que causa en la mirada masculina. Pendientes de aro plateados, cazadora de cuero anudada a la cintura con el correaje plateado. Botas de montar. Piercing nasal. Sombra de ojos oscura y labios tintados. Y siempre con una pequeña maleta de cabina. La perfecta madame, pensé. Quizás la edad puede disuadir, pero últimamente no puedes fiarte mucho de eso.

Los secundarios oscilaban más, como una Compañía de bajo presupuesto, en la que los actores abandonan al conseguir trabajo fijo. Los había de todos los colores, de todos los pelajes, de todas las edades, de todos los aspectos. Discretos, expuestos, dicharacheros, silenciosos, místicos. Y con todos ellos establecí una mínima relación de movimientos de cabeza, de guiños cómplices, de sonrisas sardónicas. Lo lógico. Ellos secundarios y yo…

Y yo. ¿ Qué hacía yo allí?

 

 


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