sábado, 15 de abril de 2017

La Terraza Del Puerto

El grupo podría considerase atípico. Aunque alguien podría alegar que lo atípico eran los individuos. Y tampoco le faltaría  razón. Lo único que nos unía era esa terraza, en esos días y a esas horas. Nunca jamás se convocó formalmente, y todos aparecíamos con un máximo de diez minutos de diferencia. El camarero ni se molestaba en preguntar. La comanda permanecía como esculpida en piedra, fija, inmóvil, inerte. Salvo enfermedad gastrointestinal, todos pedíamos siempre las mismas bebidas, y casi siempre, al mismo ritmo.

Lo único que se permitía modificar era la hora de salida. Por acuerdo tácito, respetábamos los diferentes biorritmos, las cargas familiares, las circunstancias particulares de cada uno. Aunque en general, no solía suceder cuando la tertulia se mantenía viva, intensa. Seguramente todos éramos polemistas vocacionales y no rehuíamos una buena pelea dialéctica, del tema que fuese, como los profesionales. El apoyo google no estaba permitido sobre la marcha, pero si metías la pata en un dato, ya podías prepararte el día siguiente. No se hacían prisioneros, la discusión finalizaba a la primera sangre, como los duelos antiguos. Y sin padrinos.

La semana había sido interesante, con suculentas tertulias abordando diferentes temáticas. He de explicar que nunca se debatían temas generales, del tipo ¿Quiénes somos?, ¿De dónde venimos?, ¿A donde vamos? Muy al contrario, nos concentrábamos en aspectos muy concretos, muy segmentados. La razón es muy simple. El estudio amplio de los temas obliga a sacrificar precisión, ya que no se puede tratar un tema sin contemplar todas las variables del mismo, y eso lleva mucho tiempo. Por tanto, tácitamente acordamos centrar nuestros esfuerzos en partes pequeñas, pero relevantes, de las temáticas abordadas.

En cierto modo, el perfil multidisciplinar de los contertulios, facilitaba dicho enfoque. Prácticamente todos los gremios estaban representados. Abogados, médicos, secretarias, directivos y toda una larga nómina de autónomos podían formar parte de la tertulia en uno u otro momento. Gente de todas las edades, estudios, estado civil, ideología política…

La única condición existente para formar parte de la tertulia era el escrupuloso respeto de las reglas. Intervenciones muy breves, respetar al orador en uso de la palabra, trato exquisito y, por encima de todo, un reconocimiento expreso de haberse equivocado gravemente en la vida y estar penando las consecuencias. Era una condición inexcusable para formar parte de la tertulia. Por varias razones: En primer lugar, porque haber cometido un error grave, te permite adoptar una posición de máxima relatividad en cualquier asunto. Porque ya eres conocedor de que las cosas pueden cambiar de un momento a otro con extrema facilidad, puesto que lo has sufrido en tu propia experiencia, en carne propia. En segundo lugar, porque al haberte equivocado gravemente, tiendes a tener un punto de vista extremadamente tolerante sobre los asuntos de la vida, y eso enriquece las discusiones. Y en último lugar, porque el sumatorio de todas las experiencias equivocadas de todos los tertulios, permitían más fácilmente detectar los errores en las posturas de gobernantes, intelectuales o expertos en los temas que eran objeto de estudio de nuestra tertulia.

En aquella semana, el tema que veníamos abordando era la extinción de la poesía. Como siempre, enfocamos el asunto de forma extremadamente parcelada, haciendo foco en un aspecto segmentario del tema principal, con el fin de tratarlo con extrema profundidad y rigor. En este caso, la tesis de partida era la obsolescencia de la lírica sometida a la severidad de las reglas de la rima. En torno a un cuarenta por ciento de la mesa defendía su vigencia. El otro cuarenta por ciento estaba en contra de la rigidez de las clásicas reglas poéticas e incluso de la catalogación de los poemas por el criterio de su métrica. El veinte por ciento restante, mantenía postura expectante o indiferente según el caso, aunque algún autónomo estaba a favor de la métrica rigurosa, utilizando el convincente argumento de que si ellos tenían que hacer declaraciones trimestrales de IVA, IRPF y el resto de las siglas que encerraban tributos variados, los poetas bien podían contar las sílabas y las estrofas.

La ronda de intervenciones se inició con el punto de vista de Germán, economista ejerciente, y cuya historia de ascenso meteórico en una auditora multinacional se truncó en el momento en el que detectó una irregularidad de gran relevancia en las cuentas de un gran cliente, la comunicó a su superior inmediato, de forma verbal, y cuando éste dio el visto bueno a una auditoría sin salvedades, procedió a despedir a Germán, con el objetivo de taparse ante un posible escándalo posterior. Desde entonces, ejerce para pequeñas empresas y algunas ONG, cobrando una tercera parte de su salario anterior.

Su tesis, favorable a la métrica, defendía que las más etéreas ideas y sentimientos han de poder ser catalogadas, estructuradas y organizadas, para poder ser sometidas a un análisis posterior, ya que en otro caso, la subjetividad imperaría sobre el rigor técnico. Cuando el resto de los contertulios se le echó encima, usando el argumento de que la poesía es precisamente eso, subjetividad y sentimientos, el moderador fáctico, Don Felipe, ex sacerdote, que dejó los hábitos cuando la pastelera del barrio comenzó a llevar personalmente los frutos de su trabajo personalmente al convento, puso orden, y argumentó con precisión que “si nos vamos a plantear ahora si la poesía debe ser valorada subjetiva u objetivamente, nos salimos del tema, puesto que la discusión nos llevaría muy lejos, más allá de las fronteras autoimpuestas”

Recanalizando los argumentos, Marisa, antigua ama de casa, que cometió el error de dejar de hacer las tareas del hogar para prepararse una oposición como profesora de literatura, sin comunicárselo a su marido, y sin entrar en el fondo de la cuestión, muy a su pesar, arguyó que la calidad de la poesía de Rubén Darío o Neruda trascendía de la métrica y puso algún fragmento de elaboración propia como ejemplo:

Nos dijimos muchas cosas, todas falsas, todas ciertas para, en el fragor de la batalla, provocar la fusión de nuestras almas

No creo que el hecho de renunciar a las reglas de la métrica vaya a hacer perder ni un ápice de valor a estas líneas. Pueden gustar o no, pero será por su contenido, por el sentimiento que produzcan en el lector, pero en ningún caso por la rima.

“Pero la redacción de esas líneas no ha supuesto ningún tipo de dificultad metodológica. Y uno de los criterios lógicos para valorar un trabajo es su dificultad metodológica. Piensa que para armonizar rimas asonantes, consonantes, ajustar el número de sílabas, etc. se requiere precisión, vocabulario y técnica. Y eso no está reñido con la sensibilidad y la capacidad de emocionar, mira este ejemplo:

Y en lucha permanente 

Contra el vicio del amor

Si me asiste la razón

Podré proteger mi mente

De las locuras de pasión

De actuación irracional

De un beso emocional

De la humana obsesión

“Si creéis que estas dos redondillas no encierran también un profundo sentimiento, estáis locos y , sin duda, requieren un esfuerzo mucho mayor que el del verso libre”

La afirmación de Jorge, pragmático, analítico, sesudo directivo de una empresa de seguros, barajando su prejubilación para dedicarse a algún tipo de arte liberal (para contradecirse a sí mismo, como él dice), estaba, como siempre, muy bien argumentada. Sus redondillas ofrecían una impecable métrica, no exenta de un mensaje profundo y muy coherente con la historia de su vida. Su pecado (mortal de necesidad), fue el de enamorarse perdidamente de la mujer de su mejor amigo, un clásico, pero con el matiz de que ella también le quería, aunque quería mucho más a su dinero, el que manejaba como consorte y el de Jorge, que disfrutaba en breves ocasiones, pero muy intensamente.

La discusión se intensificó, apoyándose en muy seleccionadas estrofas de grandes poetas, en las letras de Robe Iniesta, de Sabina y de Aute. Justamente en este punto, cuando Aute empezaba a ser coreado en voz baja y monótona (la única manera de cantarlo, desde luego),  decidí poner punto final a la discusión, so pena de que acabásemos dormidos, llorando o empezásemos a recordar nuestros errores pasados y se iniciase una especie de ritual colectivo de autoflagelación o suicidio.

He de presentarme. Mi nombre es Roger, aunque no es mi nombre auténtico y todos lo saben. Actualmente no me persigue la policía, por aquello de la prescripción de mis errores, muchos, duros, canallas. Aunque el máximo perjudicado he sido yo, afortunadamente, porque siempre es una carga más liviana de soportar.

El resto del grupo me reconoce con una cierta superioridad sobre ellos, por la cantidad y calidad de mis errores, y suelen respetar con especial intensidad mi turno de palabra. Y aquel día no fue una excepción. En el momento en el que me incliné ligeramente hacia delante, posé dedo índice y pulgar sobre la base de la copa, asiéndola firme pero liviana, y apuré el último trago de whisky, las voces empezaron a reducir su intensidad, en sentido contrario a las agujas del reloj. Cuando cesaron por completo, me recosté ligeramente en esa silla de mimbre, protegida por una minúscula espuma estampada y manifesté mi opinión:

“He de deciros que se han expuesto argumentos muy válidos, tanto a favor como en contra. Dada mi experiencia vital, que todos conocéis, tiendo a pensar que las reglas te permiten una canalización de los sentimientos, pero sobre todo de las acciones, por lo que me parece que hay una importante razón para su existencia, qué os voy a contar. Si hubiese habido reglas más rígidas, no estaría expiando mis errores, por lo que las echo de menos, y las respeto como a ese pariente anciano, que al emitir una opinión, en realidad está pronunciando un veredicto. Por otro lado, acepto la premisa de que los sentimientos vuelan libres, flotan eternamente en nuestras mentes, y cuando lo hacen, no los imaginamos en forma de sonetos, octavas, rimas o pareados. Simplemente fluyen, asoman, iluminan e ilustran cada uno de los instantes de nuestra vida. Y los momentum no son homogéneos. Hay días que simplemente te levantas deseando proclamar a los cuatro vientos una serie de expresiones inconexas, de las que te venían persiguiendo y , parafraseando a Borges, has estado intentando evitar hasta que no has tenido más remedio que escribirlo. O cantarlo. O contarlo. Y en otras ocasiones, necesitas una especie de estructura argumental, probablemente para entenderte a ti mismo, e intentar que los demás también puedan hacerlo.”

En este momento, se produjo una pausa que, Nadia, la más joven integrante del grupo, la que fue admitida sin que pudiera explicarnos con certeza los errores cometidos, debido a su bisoñez, pero también a su generosidad de espíritu, a su frescura y seguramente arropada en su muy original belleza, me castigó con un directo al hígado:

“Pero Roger, tanta experiencia y tanta argumentación para llegar a un punto de vista ecléctico. Te recuerdo que en el siglo II a.c. ya había gente que pensaba como tú. Y que Cicerón y Séneca también. Te menciono a este último porque era cordobés, o sea, casi paisano. Entonces, o estás homenajeando a los clásicos, o nos estás vacilando con ideas antiguas a las que has proporcionado una especie de capa de chapa, pintura y lacado para hacerla pasar por propia y actual”

“Niña, cállate y pide la cuenta”

 

 

 

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Fotografía realizada por José Miguel, desde la terraza del Hotel Valamar President, en Dubrovnik, Croacia


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