domingo, 16 de abril de 2017

El Guijarro Del Fondo

Había depositado todas mis esperanzas en el lecho del arroyo, cargándole con la responsabilidad de hallar todas las respuestas a mis eternas preguntas. Y todo porque en aquel paraje encontraba la calma necesaria para reflexionar sobre mis inquietudes lo que, normalmente, facilitaba el hallazgo de la estrategia a seguir.

Nunca he sabido la razón exacta que me alejó del arroyo, que perdí ese oráculo de juventud. Es probable que los problemas se complicasen, que mi estado de ánimo no me permitiese alcanzar ese grado de sosiego necesario para aclarar las ideas, o una combinación de ambas situaciones. Lo cierto y verdad, es que últimamente había dejado de ir al arroyo, y afrontaba los problemas de una forma mucho más entusiasta o colérica que antaño, con resultados profundamente dispares.

Por una de esas casualidades de la vida, el arroyo y yo volvimos a cruzar nuestros pasos. El reencuentro fue muy emotivo. Ambos habíamos cambiado. Yo, envejecido, triste y probablemente infeliz. El, en cambio, mantenía su frescor juvenil, sus márgenes libres, sus guijarros del fondo, el frescor ambiental y el espejo narciso. Me precipité a tocar sus aguas y me recibió como antaño, con un cierto estremecimiento en mi cuerpo, con suaves turbulencias en su caso. También se había emocionado, no cabe duda. Para los dos suponía una alteración de la normalidad. Yo lloré, no me avergüenza reconocerlo. ¿Y él? No estoy muy seguro, puede disimularlo, puede diluir sus lágrimas en ese fino torrente que acarrea. Quiero pensar que sí.

Al contrario de otras veces, no intenté que me aclarase las ideas al respecto de un problema concreto. Y me pareció injusto trasladarle mis situación global. Explicarle que me sentía solo y desvalido; Que desconocía si estaba perdido en la jungla, o si no había tenido arrestos siquiera para coger el machete y abrirme paso; Que en algún punto del camino había perdido la emoción por la vida; Que toda mi existencia giraba en torno a un procedimiento mecánico, vacío de sentimientos; Y que esa monotonía estaba salvando mi vida, al reducir mi capacidad de reflexionar como antaño. Es decir, que sobrevivía sin vivir, sin sentir, sin amar.

¿Cómo pedirle al arroyo que resolviera todo eso? Decidí entonces hacerle llegar una especie de versión edulcorada, de compromiso, de visita cortés. Y me pareció que se dejaba engañar, que me sonreía con dulzura. Y entonces, como a ese antiguo compañero de pupitre al que no ves desde la infancia, rompí el hielo inicial para agacharme, tumbarme y acercarme, como si fuera a darle un beso. Pero en ese momento, al ver mi imagen reflejada en él, me di cuenta de que no iba a poder engañarle, porque mi rostro lo decía todo.

Lloré con amargura, con pasión, con desespero. Lloré en tal cantidad que el nivel del arroyo empezó a elevarse de forma paulatina, sin ruido, sin turbulencia, hasta que alcanzó el borde de mis mejillas, acariciándolo con extrema suavidad. En ese momento lo supe. El seguía conmigo, estábamos juntos de nuevo. Podía contar con su ayuda. Y en ese momento, me di cuenta de que él siempre había estado en el mismo sitio, esperándome. Y que yo era el que se había alejado. Probablemente para no escuchar su sordo reproche, para no escuchar su protesta por el erróneo rumbo que había adquirido mi vida.

Tomé uno de esos guijarros del fondo, lo sequé con el borde de mi pañuelo; Lo guardé en el bolsillo. Y supe que nunca me abandonaría, que en esa pequeña roca se encerraba el talismán que necesitaba para reorientar mi vida.


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