lunes, 10 de abril de 2017

He Visto La Luz (y IX)

Al llegar al hotel, subí las fotos a las redes sociales, y me eché una pequeña siesta. Al despertarme, tuve la sensación de que Katherina estaba informada de mi presencia en su ciudad, porque recibí un lacónico whatsapp, con un mensaje firme, pero no exento de cariño:

“¿Te has vuelto completamente gilipollas?”

Como el lector comprenderá fácilmente, el mensaje de whatsapp hizo que me viniera arriba, que elevara mi nivel de confianza, reafirmara la bondad de la elección realizada, y me proporcionaba una muy razonable esperanza de que todo este caos, pudiera llegar a terminar de manera feliz y dichosa.

Ya supongo que alguno puede llegar a pensar que el hecho de que a uno le llamen “gilipollas” en un mensaje, quizá no sea un indicio precisamente positivo como para hacer pensar en un final feliz; De hecho, se trata de un insulto de categoría II/III. Es decir, que los hay peores, pero también los hay más delicados.

Aún así, mis esperanzas se encontraban plenamente depositadas en la palabra “completamente” Nunca un adverbio fue tan bienvenido. Al elegirlo, frente a otras opciones como absolutamente, definitivamente u otros “mente”, ella me hace llegar que con anterioridad a ese momento, no pensó que lo fuera “íntegramente”, sino que había zonas, regiones, en las que no me había hecho merecedor de tan negativo epíteto, puesto que en ese caso, lo hubiera empleado antes. Hombre, el hecho de que ahora lo piense, no parece un gran avance, touché. Pero no lo pensaba hace unos pocos días, y ese es el espíritu con el que hay que verlo.

El otro elemento esperanzador es el simple hecho de que me hubiese mandado el mensaje. En primer lugar, porque me seguía en redes sociales, lo que demuestra interés. Y en segundo lugar, porque se ha tomado la molestia de hacerlo, y con un mensaje muy personalizado, obviamente. No ha insultado a los hombres, a la raza humana, me ha insultado a mí, a mí solito. Un honor, desde luego.

Estaba el pequeño detalle de que el mensaje no era exactamente el comienzo de una conversación, ni el de una riña de enamorados. Hasta ese momento, por poder, podía ser una pancarta, un eslogan, un jingle. Y yo necesitaba hablar con ella, exponerle mis razones para actuar como lo hice, convencerle de la rectitud de mis intenciones, de mis buenos principios. Explicarle que ese tipo de cosas podían llegar a resultarle hasta entretenidas. Recordarle dulcemente el excelente rendimiento horizontal que supuso nuestra noche mallorquina. Estaba seguro de que sería extraordinariamente sensible a mis argumentos. Al fin y al cabo, ella me había perseguido, yo me dejé atrapar, pasamos una buena noche, y luego la olvidé. Vaya. Estaba ese tema.

Pero seguramente estas chicas tan guapas, tal inteligentes, tan sensuales, donarán parte de sus virtudes a disposición de la comprensión, de la tolerancia, del perdón. Al fin y al cabo, los tipos somos así de malajes; No tenemos las ideas organizadas, estoy convencido de que existimos para evitar que ellas se aburran, y puedan manejarnos, orientarnos o vapulearnos cada vez que les apetezca, con el fin de disuadirlas de afrontar los temas más importantes. Es decir, que mientras están entretenidas haciéndonos la vida imposible, nos permiten ocuparnos de esas cosas. Una teoría personal, no quiero decir que haya que aceptarla sin más.

Casi me molestó, porque estaba en racha intelectual, como habéis podido ver, pero el teléfono sonó para avisar de que había recibido un mensaje.

“Ni siquiera estoy en Budapest, tonto del higo”

Vale, una de cal y otra de arena. suaviza el insulto, pero se aleja en el roadmap. ¿Y donde carallo se ha ido esta chica? ¿Debería preguntárselo? Bueno, solo si quería verla, seré imbécil. Se lo pregunté. Respuesta:

“Estoy en Szekesfehervar”

Hablaba de una ciudad industrial al suroeste de Budapest, a unos cien kilómetros. No me pareció un obstáculo insalvable, siempre que aprendiera a pronunciar el nombre. Aún así, la situación requería una cierta reflexión. Me había dado su ubicación por lo tanto, no se oponía a que la visitase. Claro que cuando llegase allí, me iba a decir de todo menos bonito. Pero esa podía ser una penitencia aceptable, considerando el hecho de que yo era un imbécil con todas las letras, por haberla dejado escapar. Logísticamente no había grandes problemas, podía alquilar un coche y llegar en poco más de una hora.

El trayecto incluía pasar en ferry el Lago Balatón. El concepto “lago”, suele acarrear algún tipo de mística, se asocia normalmente a un paisaje bello, inusual, extraordinario. En ese sentido, cumplía alguno de los requisitos. Era inusualmente feo y extraordinariamente anodino. Pero lo pasamos.

La llegada a Szekesfehervar se produjo sin más novedad que el hecho de que no tenía ni idea de donde se hallaba Katherina, por lo que decidí reservar una habitación en el hotel con mejor pinta de la ciudad, enviarle un whatsapp con la ubicación, y esperar su llegada.

El plan funcionó a la perfección: Katherina hizo su aparición puntualmente. Veinte horas después, eso sí. Exactamente a las siete menos cuarto de la mañana, y golpeando con furia la puerta de la habitación. En mi afán por abrir la puerta, me enganché el pie derecho con la manta, y acabé aterrizando en la pared que separaba el cuarto de baño. Cogí una toalla y abrí a Katherina, sangrando a borbotones por la ceja izquierda. Dudo que se hubiese dado cuenta, pero yo tampoco pude recoger la totalidad de improperios que me dedicó antes de perder el conocimiento.

Cuando desperté, llegué a la convicción de que mi vida estaba grabada en una cinta de video, de esas antiguas de VHS, que la cinta se había enganchado en el reproductor, y se había puesto en funcionamiento en el mismo sitio, porque yo seguía recibiendo epítetos de Katherina, aunque ahora ya podía entenderlos. Querido lector, como resumen, he de explicarle que ella no estaba contenta, o al menos, no lo parecía.

Por las palabras sueltas que iba cazando al vuelo, deduje que lo que le había molestado era el hecho de que me había acostado con ella y luego la había olvidado. Ya sabía yo que ese pequeño aspecto colateral, iba a suponer alguna dificultad. Desde luego, se lo tomó como una afrenta personal. Intenté decirle que esa noche fue estupenda, como una alabanza hacia ella, pero cuando tuve que agacharme para esquivar el cubilete del hielo, llegué a la conclusión de que ella tenía otro punto de vista.

Preguntó a voz en grito porqué creía que se había acostado conmigo, y le contesté con absoluta honestidad que no podía descartar ninguna hipótesis, incluyendo la abstinencia o sobredosis de sustancias o medicamentos. Pensé que ese arrebato de transparencia la conmovería pero, amigo lector, la verdad es que la sinceridad es una virtud muy sobrevalorada.

En algún momento temí que la conversación no pudiese desembocar en un punto de entendimiento. Llámenme exótico, pero los indicios que les he comentado, me causaron cierta inquietud. En cierto momento, me planteé mentirle de la forma más descarada posible, con el fin de ablandarla un poco, pero decidí mantener la honestidad y la verdad por delante. Y, para mi sorpresa, no funcionó.

Me mandó a hacer puñetas en alemán, castellano, gallego, y un poco de húngaro que ya manejaba con cierta soltura. Como mis conocimientos del idioma magiar se limitan a las tres expresiones fundamentales (sor (cerveza), feher bor (vino blanco) y boros bor (vino tinto)), no pude encontrar una réplica certera. Y en el resto de los idiomas no me dio tiempo.

El caso es que me parecía que mis pecados no eran tan relevantes como ella estaba haciendo ver. Vale que no intenté contactar con ella con la suficiente intensidad. Vale que no había valorado suficientemente a Katherina. Vale que ella había peleado por la relación y que yo me había dejado llevar. Pero tampoco es como para molestarse, creo yo. Y así se lo hice ver:

-“Es que me está dando la impresión de que estás molesta, Katherina. Y sinceramente no creo que la cosa sea para tanto”

No recuerdo muy bien su respuesta, probablemente porque el zapato que me lanzó me hizo perder el equilibrio, caí sobre la cama golpeando vigorosamente el cabecero, lo que aparentemente hizo que el cuadro colgado por encima de la misma, acabara encima mismo de la ceja derecha. Creo que eso fue lo último que pensé: “Al menos quedaré marcado de forma simétrica”

Ella se ocupó de llamar a la ambulancia, de explicarles que no hablaba húngaro (ni ningún otro idioma, porque estaba inconsciente, entre otras razones) Resolvió los papeleos y conectó con el Consulado. Se lo agradecí, pero a toro pasado, porque no volví a verla. Dejó su teléfono como medio de contacto “exclusivamente para emergencias vitales”, y me dejó una nota escrita en un sobre de los que se usan para las historias clínicas, que decía lo siguiente:

“El hecho de olvidarte de mí, ha sido lo más humillante que me ha pasado en la vida. Y sé de lo que hablo, porque hasta ese momento, mi récord lo alcancé con todas las peripecias que tuve que hacer para poder verte en la playa, en el restaurante, en mi cama.

Y siempre pensé que había merecido la pena, hasta que me ignoraste. E incluso entonces, siempre pensé que me arrastraría hasta ti nuevamente si se presentaba la ocasión. Porque sigo estando enamorada de ti, hasta niveles que me avergüenza reconocer.

Pero no me arrastraré suplicando amor a una persona que ni siquiera se aproxima a quererme como yo te quiero a ti. Y tu llegada, solo ha confirmado lo esperado, que no me mereces, que no te merezco, que no he cometido suficientes pecados en mi vida como para verme entrelazada a tu simpleza, a tu inconsciencia, a tu tibieza. Soy una mujer inteligente, segura y atractiva, y encontraré quien me valore, aunque me lleve el resto de mi vida. Pero no tengo previsto traicionarme a mí misma por más tiempo.

Si quieres algo de mí, deberás colocar todas las fichas al mismo número, y arriesgarte, y sufrir, y posiblemente perder, porque no te voy a aceptar ningún esfuerzo intermedio. Todo tu ser debe estar alineado en una única dirección, hacia mí. En cualquier otro caso, bórrame de tu mente y de tu alma, si es que crees ser capaz.”

Cuando salí del Hospital, y manteniendo muy presentes estas frases, me subí al primer avión que salía hacia Madrid, volví a mi casa, a mis cosas, a mis costumbres y reanudé mi vida. Puede que estuviese dispuesto a arriesgarme, puede que no. Pero no iba a hacerlo porque muy por encima del amor, están las costumbres, las agendas, la monotonía del día a día, y la extraordinaria muralla que todas esas cosas crean a nuestro alrededor, haciéndonos insulsos e invencibles, como aquellos superhéroes de cómic, solos pero inmortales.

EPILOGO

No volví a ver a Katherina hasta varios meses después. Me disponía a salir de mi apartamento, cargado con una pequeña maleta de cabina, en dirección al aeropuerto. Mi propósito, un rutinario viaje de trabajo. El ascensor sonó, avisando de su inminente llegada a mi piso. Iba a enlazar el asa de la puerta, cuando ella se adelantó, empujando la misma en dirección a mi ceja derecha. A su ceja derecha, debería decir, porque se conoce que le había cogido cariño. La miré, sorprendido, irritado, confuso. Ella solo me preguntó: “¿Donde vas?”

Y yo, en un intervalo de lucidez, del que nunca me he arrepentido, le contesté:

“A buscarte. A jugar en el casino de tu alma. Llevo todas mis fichas conmigo, y voy a colocarlas en tu número. Y espero que el azar me eche una mano, me rescate de mi absurda existencia y me muestre el camino correcto hacia ti”

Ella me miró, me abrazó, me besó, me acompañó hacia el interior del apartamento, y nunca volvió a salir de allí.

Y nunca me preguntó por qué, para tan largo viaje, solo llevaba una maleta de cabina.


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