miércoles, 10 de mayo de 2017

Al Regreso De Mi Entierro

Al regreso de mi entierro, reflexionaba sobre la inutilidad del paso por la vida, en la certeza de que al finalizar la jornada, colocadas las flores reglamentarias en la portada del nicho, lo vivido, lo amado y lo sufrido carecían de relevancia real.

Si lo vivido no puede ser revivido, ¿qué sentido tiene vivirlo? ¿La simple vivencia del momento? Imaginemos aquellos momentos cumbre de la vida. ¿Sólo se viven una vez y se esfuman con la muerte?

Quise gritar a los cuatro vientos, quise elevar mi protesta, pero no tuve en cuenta que estaba muerto, y a los muertos, en todo caso, se les recuerda, pero no se les escucha. Ni se sienten las vibraciones, ni la presencia. Ni se escucha el silencio, porque el silencio es ausente.

Y en el camino de regreso, hacia donde fuese, me lamenté de lo vivido, por ser tan efímero, por ser tan propio que ni legarlo se puede. Se venía conmigo, y conmigo se evaporaría en silencio, pero no me acompañaba, simplemente venía en mi misma dirección, coincidía en mi camino.

Es más, como me temía, ni seguí sintiendo, ni seguí pensando, ni pude recordar. No contemplaba a los queridos desde las alturas, no velaba por su estado, ni les inspiraba en los momentos difíciles, porque al acabarse, se acabó. Aquí, allá, por doquier.

No hay descanso eterno, porque mal descansa el que no puede estar cansado, porque no está. No hay vida eterna, porque no hay vida. No hay infierno ni cielo, ni purgatorio, ni alma.

Solo queda lo que queda, los que quedan. Los que siguen, los que viven, los que sienten, los que aman. Esos pueden tener cielo, pueden tener alma, porque al existir, existes, en las maneras y en los modos en los que te es posible, por lo que es posible, solo posible, que roces el cielo o el infierno, que contemples el purgatorio a lo lejos, e incluso que percibas tu alma.

 


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