sábado, 6 de mayo de 2017

La Sombra De La Pamela

La encontré enormemente elegante. Con ese vestido tubular de gasa, azul casi añil con lunares de tono beige arenoso. Ceñido al talle, destacando su reducida cintura, que aumentaba con un lazo del mismo tono que los lunares. Zapatos de tacones imposibles, a juego con el lazo. Los complementos, selectos sin ser ostentosos. Un collar de perlas muy discreto, como los de las madres de antaño. El broche dorado, casi invisible. Pendientes a juego, obviamente. Bolso minúsculo, pero del que extrajo toda una gama de cosméticos, que debieran ser liofilizados, considerando las escasas dimensiones del contenedor. Y la pamela.

Tengo sentimientos contradictorios con los tocados de las mujeres, y aún más con sus sombreros. La teoría me dice que constituyen el indispensable toque de elegancia de cualquier vestido ceremonial. La hormona me tira hacia la cabellera al viento, sin horquillas, sin coleteros, sin gorros, ni sombreros. Me atrae muchísimo la cabellera al viento en las chicas, ese toque salvaje que parece encerrar una extraordinaria gama de sorpresas, de las agradables. Ni siquiera me gustan las gafas, a pesar de ese toque misterioso. Prefiero el riesgo, el desafío de la mujer hacia el mundo, ese desplante a los convencionalismos, ese mensaje audaz. A pelo descubierto. Sin yelmo, sin armadura. Nada hay más temible y deseable que una mujer manifestando lo que debiera ser obvio, que es el centro mismo de los deseos del mundo, que ralentiza o acelera los acontecimientos que le conciernen, que el resto, a su lado, somos simples actores secundarios, extras mal pagados, operadores de cámara, todo lo más.

Sin embargo, esta pamela, en esta mujer, prolongaba y amplificaba la magnitud de su presencia, eclipsando el resto del universo, casi literalmente, tal era la sombra que provocaba a esa hora de la tarde. La oscuridad que generaba en su entorno difuminaba la presencia de todos los asistentes al acto. Se había colocado en el ángulo estratégico para acaparar los últimos rayos de sol vespertinos, y en consecuencia, enviaba un claro mensaje a su alrededor, el de que la noche había comenzado, que fuésemos abreviando la liturgia, que diéramos comienzo a las horas canallas, a los momentos de liberalizar los protocolos, los momentos de dinamitar  los últimos diques de las represiones adquiridas. Amenazaba con ella misma, con todo lo que podría conllevar su presencia, su contacto, su influjo.

Y como si el resto del mundo advirtiese la amenaza, fue diluyéndose la presencia en su entorno, emigrando hacia las naturales zonas de confort, colocándose a salvo en las imaginarias almenas que forman los estrictos círculos sociales, intercambiando esas frases vacías de sentido, carentes de riesgo, intrascendentes e insípidas, con las que los seres humanos nos reconfortamos de serlo, so pena de tener que analizar la inconsistencia de nuestra presencia en el mundo.

Ella asistió a la ceremonia de huida con una mueca perenne, en la que parecía comprender los motivos de la huída, sin ahorrar la expresión crítica. Algo así como llamarles cariñosamente “cobardes” No sé si es posible, pero si pudiese hacerse, ella lo estaba haciendo. Probablemente por asistir a ese extraño ceremonial de generosidad y dureza simultáneas, me quedé rezagado, al influjo de los últimos círculos de sombra que provocaba la pamela. Considerando que era el único que quedaba, y seguramente con el fin de facilitar mi deserción, parafraseó a David Bowie, sin venir a cuento, casi como un pequeño test de acceso a un club exclusivo

“Todos podemos ser héroes durante un rato”, dijo mirándome de soslayo

“En realidad, tenemos todo un día. Just for one day, recuerde.”

Y en ese momento fui obsequiado con el rojo carmín de sus labios, con el reflejo letal de sus ojos, y una dulce y cegadora sonrisa. Como si hubiese conseguido resolver un acertijo, como si hubiese adivinado su signo del zodiaco, como si hubiese alabado su pamela. Aguanté como un paladín de la Edad Media, con el brazo presto a la defensa de mi dama, con la única diferencia de que nadie la atacaba. Al contrario. Más me valía concentrar mis armas y mis fuerzas en mi propia supervivencia, muy amenazada por la sombra de su pamela.

Y así, en mi imaginario corcel, la tomé de la mano, la aparté de su ubicación, para evitar los rayos cegadores del atardecer, la miré directamente a los ojos y atiné a decirle:

“Hágase la oscuridad en el lecho

fórmese un ente sintético entre nosotros

cúbrase nuestro amor de las sombras

aplacése nuestras vidas hasta el amanecer

Y al alba, cuando amenazan nuestras viejas rutinas

retrocedamos de nuevo a la noche

busquemos un imaginario túnel 

en el que perpetuar nuestro amor”

 

Y en ese momento, ni Bowie, ni las perlas, ni el carmín, ni sus ojos, pudieron librarle de nuestra común existencia, del hallazgo de un universo paralelo, donde la luz cegadora de cada uno de nuestros comunes atardeceres, no pudo ser eclipsada, ni siquiera por la sombra de la pamela.

 


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