domingo, 14 de mayo de 2017

La Chica Del Lazo Verde

Era una de esas cenas a las que acudes crispado. Ya has tenido una dura batalla entre deber y querer; Ya has leído la letra pequeña del manual de excusas, sin hallar ese dribbling al protocolo que permita salir indemne de esta incómoda situación. Has descartado decir a las claras “Disculpadme , es que no creo que pudiera pasármelo bien en la cena” Vas a omitir la simple inasistencia, porque sabes que la organizadora es terriblemente rencorosa. Y por otro lado, tu porción optimista te bombardea con la peregrina hipótesis de que puedes llegar a disfrutar, a divertirte, e incluso a conocer personas interesantes.

¿Pero cual es la posibilidad de que una persona interesante acuda a una cena presumiblemente aburrida? ¿No habría declinado la invitación de una manera u otra? Si es lo suficientemente interesante, ¿no habría encontrado una mágica solución para escaquearse de un rollo social de estas características? Claro, que yo iba a acudir y soy un tío interesante. Creo. Y yo qué sé.

Pero si se va, se va con el paquete completo. Escogí una de las mejores camisas de mi guardarropas. Obvié la corbata. Porque me oprime, porque es incómoda, y porque he de presentar un punto rebelde, porque no quiero ir. Finalmente conseguí un acuerdo entre la etiqueta y el confort. Camisa de lino blanca inmaculada, americana beige con coderas, para destacar la informalidad del acto (Para mí) Pantalones multiusos, chino color camel y zapatos de ante marrón oscuro. Mi mejor reloj y el único, porque son el mismo. Gemelos de Boss. Porque sí.

De haber conocido a alguien, hubiera acudido de los primeros, para intentar acercarme a las personas conocidas o menos incómodas. En este caso, puntualidad germánica estricta. Saludo a la anfitriona, para asegurarme de que había tomado nota de mi presencia, y olvidase su rencor para mejor ocasión. Visual 360º para confirmar que toda precaución era inútil. El panorama, desolador. Mujeres en la cincuentena, en su mayoría, con modelos sabiamente escogidos para negarla, con éxito variable. Entre los caballeros, división de opiniones: Los que se hallaban en el evento obligados, y los que no hubiesen ido salvo amenaza vital. Se diferenciaban en la proximidad a la barra. Los primeros asumían su rol, y optaron por aderezarlo con los espirituosos gratuitos. Los otros, expresión adusta, escasa conversación y odio generalizado a su actual entorno.

Mi mesa parecía entresacada de una encuesta electoral, tal era la variedad de edades, sexos y estadios socioeconómicos. En estos casos, siempre me vuelco con las personas aparentemente más sencillas, porque probablemente estén especialmente a disgusto, y seguramente agradezcan el esfuerzo de darles conversación, alabarles sus vestidos, sus complementos, en definitiva, hacerles partícipes del evento. De esa manera, se encontraban agradecidos y lo exteriorizaban con conversaciones sencillas y sinceras.

A los postres, se homenajeaba a diferentes personalidades, por su especial contribución a la causa benéfica que nos convocaba, para lo cual mencionaban al personaje y éste decía unas pocas palabras. Me sorprendió cómo se mencionaba un nombre concreto y cómo la persona mencionada se encontraba sentada a mi mesa.

Si me permiten el atrevimiento, es una de esas mujeres que podrían cumplir los setenta y seguir pareciendo una jovencita. Desconozco su edad real, quizá entre los veinte y los cuarenta. Un poco más alta de lo habitual, en torno a 1,65. Cabello media melena, con mechones descuidadamente alineados en sentido transversal u oblicuo al panel general de su cabellera. La tez, exquisitamente blanca, conforme a los clásicos cánones de belleza. Su nariz, redondeada, discreta, colocada allí para sus funciones neuronales, sin más. Las orejas, ocultas casi en su totalidad por el cabello. Y los ojos.

No es justo describirlos de la forma habitual. No se trata de su color, su tamaño, su forma, ni siquiera sus pestañas, sus anejos palpebrales. Nada de eso me impactó en exceso, de hecho, ni siquiera me fijé en exceso. Pero en su mirada encontré la totalidad de los matices que habría deseado en una persona. Pude observar su timidez en la variabilidad de sus pupilas. Su generosidad en la calidez de su mirada. Su pasión en la alineación de sus pupilas en las mías, sin requiebros, sin curvas, sin dudas, sin excusas. Su luz recorrió mis pupilas, mis retinas, mis neuronas, para alojarse definitivamente en ese departamento volante que se supone debemos tener en algún sitio, esa caja fuerte que mantiene a buen recaudo los verdaderos sentimientos. Y al alcanzar la proximidad de la caja, sentí cómo buscaba una silla y se aposentaba paciente, esperando como se desea la llegada del próximo tren, con intensidad y con resignación. Había tomado posesión del acceso a mi interior, y no parecía dispuesta ni a moverse ni a luchar. Solo parecía esperar el momento, pasiva, esperanzada, insegura. Nos saludamos y no apartó la mirada. Nos quejamos de estos eventos, y no apartó la mirada. Le presenté a otros comensales, y no dejó de mirarme. Y yo, solo pude dejar de mirarla para fijarme en el lazo verde que presidía su silueta, como esas estrellas del árbol de Navidad. Y con el único objeto de dilucidar el mecanismo de sujeción, pero si fuese hoy uno de esos días en los que se alinean los planetas, y a cambio de casinos o loterías, a los pobres nos toca el amor.

Pronunció un pequeño discurso, cargado de sinceridad, evadiendo los modismos sociales, las hipocresías y las bromas, y nos recordó a todos nuestra obligación de corresponder a este mundo con una micronésima parte de lo que nos da. No arrancó ovaciones, salvo la mía, pero nadie obtuvo su sonrisa salvo yo. Se disculpó “Suelo hacer estas cosas, ser demasiado espontánea”, mientras en mi interior solo podía pensar en obtener el máximo rédito a esa espontaneidad. Sacudí la cabeza, alejé esos pensamientos, mucho más hormonales que espontáneos y me centré en el resto de la noche.

A pesar de su poco convencional discurso, no paró de ser reclamada por la mayoría de los asistentes, probablemente para intentar hacerle cambiar de opinión, apearla de sus posicionamientos vitales revolucionarios, antiprotocolarios, y decididamente originales. No hubo mucho éxito. Ella sonreía por compromiso y se escaqueaba con cierta habilidad, buscando la ruta más corta hacia mí. Y cuanto más se acercaba,. más personas interrumpían su particular via crucis. Mi desesperación iba incrementándose por momentos, y no encontraba forma de parar a todas aquellas gentes que se interponían entre ella y yo.

A veces, de las situaciones más desesperadas, uno saca fuerzas de flaqueza. Y en mi caso, lo que encontré fue la manera de analizar el problema con cierta lógica. A ver. Si no encontraba la forma ortodoxa de abrazar a esa chica, debería pensar en formas menos convencionales. Miré a mi alrededor. Localicé un estrado, un micrófono y un atril, y me dirigí hacia allá sin demora. Ascendí al estrado, golpeé el micrófono y solicité unos segundos de silencio.

“Buenas noches, señoras y caballeros. Solo unos momentos para comunicarles que se ha concedido a Doña Debra Hontiveros el prestigioso premio de la Embajada De La República de Italia en Madrid. Por favor, Debra, ¿puede acudir al escenario a recoger el premio?”

La premiada, con cara de no entender mucho, acudió con paso ceremonioso, salvó con cierto donaire el escalón que la separaba de mi ubicación y , colocándose a mi lado, recibió ceremoniosamente el carnet de “Trattotia Fredo”, ilustrado con los colores de la bandera de Italia, donde figuraban mi nombre, mi calle y mi teléfono, junto con un llavero que contenía las llaves de mi casa, de mi portal y de mi trastero.

Ella me miró, con una mezcla de perplejidad y agradecimiento, exhibió con todo descaro al público presente el carnet y el llavero, y me estampó dos sonoros besos a ambos lados de la mejilla. Tuve tiempo de susurrarle la ubicación de mi coche, y el resto fue sencillo. Solo tuve que seguir los reflejos del lazo verde y adelantarme para abrirle la puerta del coche.


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