sábado, 30 de diciembre de 2017

Ella, Hegel Y, Si Acaso, Yo (II)

Wiwichu 2017

Wiwichu 2017

El post de hoy atiende a la petición de  Ana, desde su blog http://ift.tt/2Ei9qAo. Como ya comenté ayer, el relato tiene dos partes. Por un lado, la historia que se desarrolla en la biblioteca, que tiene como objeto dar respuesta a la petición de Mayte Blasco. La entrada de hoy, continuación , se desarrolla en un entorno de debate filosófico, como ha solicitado Ana.

En el blog de Ana, vais a poder encontrar relatos cortos con un tinte de delicioso lirismo, y un toque místico, incluso surrealista. Llama la atención la gran calidad de los textos, con una muy cuidada sintaxis y un vocabulario, comprensible para el lector medio, pero no elegido al azar. La temática varía ostensiblemente, desde aspectos más cotidianos hasta enfoques más elevados. Os animo a que os deis una vuelta por su blog.

Ana me pidió: 

Yo pido otro post “filosófico”, ¡hala! Si se puede pedir, y ya puestos… ¡Felices fiestas!

 

Y desde este post, intentaré darle cumplida satisfacción..

Por consiguiente, procedo a insertar el siguiente relato, titulado “Ella, Hegel Y, Si Acaso, Yo (II)”

Aunque, mucho me temo, que este relato va a dar para más filosofía y más bibliotecas.

El trayecto desde la biblioteca hasta la sala donde se había habilitado una especie de salón-comedor, enfocado como un buffet libre, casi como si fuese un cóctel de alta sociedad, me lo pasé admirando la figura que me precedía. Hasta las chirucas parecían ser unos Manolo Blahnik, tal era la elegancia de Julia. Si es que hasta el nombre sugería clase, emanaba distinción, solidez y fortaleza. Me sorprendí a mí mismo valorando la posibilidad de que esta Nochevieja discurriese por cauces menos…convencionales.

Mi situación sentimental, en cambio, sí que era convencional. Noviazgo aparentemente formal, de duración media, discurriendo por términos más o menos estables, más o menos satisfactorios, más o menos aburridos. No colmaba mis expectativas del todo, debía reconocerlo, pero hasta esa noche siempre había pensado que el devenir de la relación acabaría por llevarla a buen término. Si alguien me preguntase por las carencias de la misma, no podría contestarle. No porque no las conociera al dedillo, sino porque me daría vergüenza. Mis deseos no estaban debidamente satisfechos. Y no me refiero exclusivamente al sexo. En realidad, ese no era el núcleo de mi decepción, aunque todo es mejorable, y esperaba que mejorase. Simplemente se trata de que nuestro concepto de “amor” no podría ser más distinto. Y la solución a un problema semántico tan profundo, no era tan sencilla, como la simple formulación del mismo. ¿Cómo explicas a una mujer de mediana edad que un hombre maduro, ya casi de vuelta de la vida, espera de la misma la llegada del amor verdadero, el que formularon los poetas, el que Santa Teresa decía resolver de Jesús, el que llevó a Larra al suicidio, el que inspiraba a Becquer y Rubén Darío? Probablemente, se echaría a reír o se llevaría un soponcio, solo con imaginar lo que llevaba oculto en mi corazón desde hacía décadas.

Por supuesto, no era tan tonto como para pensar que así, por una casualidad del destino, por arte de birlibirloque, iba a dar con la mujer de mi vida en una fiesta de Nochevieja, que además iba a compartir mis anhelos por ese tipo de amor profundo, rotundo y definitivo, y que cada una de las doce uvas iba a representar un año entero de felicidad absoluta, que ya lo hubiese firmado. Pero confieso, con vergüenza, que la mirada burlona e intensa que me dedicó leyendo La Enciclopedia, me trasladó a una playa paradisíaca del Caribe, a la puesta de sol desde el Templo de Debod, a un concierto de Eagles, o a las risas inagotables que sugieren las esculturas de la Tate Modern. Es decir, a lo que yo entiendo como la felicidad absoluta, efímera si quieren, pero compartida.

Templo de Debod

Contaban las leyendas urbanas de los años setenta, que el antídoto que se usaba entonces para contener los impulsos sexuales de los adolescentes, se llamaba bromuro. No me pregunten. Nunca he sabido si existía, ni recuerdo haber sufrido sus efectos. Pero en mi opinión, si se quiere segar de raíz los deseos sexuales de un varón, más o menos sano, solo existen dos opciones: La quirúrgica o la represión autoimpuesta. La primera me pareció un tanto violenta e irreversible. La segunda, triste pero factible. Con muchas ventajas, desde luego. Mantenía el status quo, cualquiera que éste fuese, evitaba conflictos de rol en una noche aparentemente tranquila, eludía incomodidades para los invitados y, desde el punto de vista logístico, evitaba encuentros repletos de disconfort y fugacidad. Los inconvenientes, obvios.

Y dentro de esas maniobras represivas, pensé que podría incluir los preparativos de la cena. La exhibición pública de mi inutilidad doméstica, podría alejar a Julia y a la mitad de la población femenina, pensé. Pero los planes no funcionaron como pensaba. Mi excelente disposición fue inmediatamente loada por el sector femenino de la cena, que incluso sugería que ese fuese el debate central del juego que nos esperaba a la conclusión. No tuve en cuenta ese efecto colateral. Máxime cuando Julia rompió el tercero de los vasos que cayó en sus manos. Madre mía, la mujer que había identificado como diana de mis impulsos primarios, la que había idealizado en mi mente y en mi cuore, se había convertido en una máquina trituradora de enseres domésticos. ¡Qué capacidad!. Las otras mujeres la cargaron de cubiertos y servilletas, aparentemente inofensivos, y la expatriaron sin miramientos de la salita que hacía las veces de cocina. No pareció muy afectada, en realidad. Y la vi deambular con elegancia y suficiencia con una copa en la mano. No digo que hubiese tirado los vasos a propósito, pero afirmo que no le afectó en demasía.

La cena, en ausencia de platos calientes, a excepción de un soberbio consomé aportado por una de las chicas, transcurrió de forma sosegada y divertida, entre promesas de severos ataques dialécticos por parte de uno y otro bando. Se prolongó casi hasta las uvas, que se prepararon casi con prisas. El reloj de la Puerta Del Sol avanzaba inmisericorde hasta las Campanadas, y la mitad de los comensales manifestaban con palabras o hechos, su desconocimiento absoluto de la liturgia. Mezclaban los cuartos, la bola, las campanadas…, lo que originó un desmadre absoluto, del que me escapé a base de concentración y un ligero aislamiento. Julia, por su parte, había tirado la mitad de sus uvas, y a la finalización de la última Campanada, seguía quitando las pepitas de la tercera de las uvas. No crean que se preocupó en exceso. Contempló el panorama, y siguió con la extracción de las semillas. Cuando pudo retirar la última simiente de la última uva, entonces, y solo entonces, brindó, felicitó y besó. A eso le llamo yo personalidad. A eso le llamaron algunos ser una auténtica tocapelotas.

Tras las primeras burbujas, se sirvieron las primeras copas. Calidad, imaginación y mesura, al comienzo. Un poco más agresivas según avanzaba la noche. Y entretanto, el, juego comenzaba a organizarse, aunque de una forma un tanto caótica. Los equipos no se habían conformado oficialmente, los temas de debate no se habían elegido y, en general, no parecía haber mucha disposición, probablemente porque los asistentes estábamos más concentrados en saborear las copas, en establecer objetivos de caza, o en acortar los tiempos para coger la cama. Este impasse duró lo que quiso Julia. Cuando se levantó, enunció las reglas y repartió los equipos, hubo una especie de taconazo militar colectivo y todos ocupamos nuestros puestos de combate.

El juego quedó organizado de la siguiente forma. Treinta minutos por tema. El equipo que iniciaba el debate lo elegía, de forma alternativa. Todos los participantes debían aportar al debate. Y el ganador lo sabría por convencimiento propio, es decir, no había árbitro, ni mediador, ni juez. Simplemente el enriquecimiento intelectual del debate, el premio de conocernos mejor y pasar una noche entretenida. Y arrancaron las chicas.

La que yo había considerado como “verso suelto”, y que atendía al nombre de Estela, se tiró en plancha: “Propongo como tema de debate que cada grupo exponga cómo definiría la relación de amistad hombre-mujer“. Estaba en su derecho. ellas empezaban. Decidí mantenerme al margen inicialmente, ya que mi postura al respecto hubiese finiquitado el debate a las primeras de cambio. En nombre de nuestro grupo, Santi tomó la palabra, iniciando una argumentación a todas luces vergonzosa, apoyando el concepto, defendiendo la viabilidad del supuesto, expresando sus experiencias personales con las que él denomina “amigas del alma”, y una lista de paparruchas indignas, que le llevaron a recibir un abucheo generalizado por parte de su propio equipo y parte del contrario. Como si no conociésemos sus correrías con esas “amigas del alma”. Creo que no le había dejado vivo ni una de ellas. Salvo quizás Patri, que permanecía muy callada, probablemente porque Sonia, su actual pareja, estaba delante. Lamentable deserción en cualquier caso, una traición reprobable, y así se le hizo ver. El resto de la noche estuvo muy concentrado en sus copas.

El sector femenino contratatacó con los tanques. Llamó en su ayuda a Platón, nada menos. Según Cruz, la ponente del equipo rival,  la amistad es el principio del valor y de todas las virtudes, y ello no excluye a ningún integrante del otro sexo. Los aplausos de sus compañeras recibieron justa respuesta: “Es curioso que menciones el concepto de amistad de Platón, cuando todos sabemos que los griegos en aquella época consideraban a las mujeres como seres inferiores, ni siquiera las tenían en cuenta. Un tanto contradictorio, ¿no te parece?“. La dialéctica siempre fue uno de los fuertes de mi amigo Luján. Médico rural, bien pasados los cuarenta, en una fase de idílica relación amorosa con Matilde, no era un rival sencillo para una discusión. Acostumbrado a las opiniones en su entorno laboral, te atizaba con el último estudio del New England Journal en la cabeza, y las discrepancias habían finalizado. Medicina basada en la evidencia, decía él. Jodido pedante, pensábamos los demás. Y remató citando a Bernard Shaw: “Un verdadero amigo, te apuñala de frente. ¿Cuándo ha hecho eso una mujer?. Acaso Lucrecia Borgia te ofrecía el veneno, avisándote que era veneno?” Claro que la réplica de Matilde no se quedó atrás: “En tu caso, no seguiría bebiendo de esa copa de Jameson. Puede que no sea Jameson“. Luján apuró hasta el último trago, de un golpe y lapidó al sector femenino con un demoledor argumento: ” sola dosis facit venenum“. El hijo de perra citó a Paracelso, en latín. Y se negó a traducirle. Y en este punto, comenzó el show de Julia.

(continuará)

 

 


No hay comentarios:

Publicar un comentario

Lo que tu quieras