sábado, 9 de diciembre de 2017

Una Simple Confusión (I)

Sabía que celebrar mi cumpleaños con esa panda de rebeldes indocumentados y maleantes, acarreaba un cierto riesgo de que la noche pudiese fluir por cauces heterodoxos. La historia, los precedentes, las atípicas personalidades que coincidirían en la celebración, no presagiaban nada bueno. Para mí, quiero decir.

Es difícil saber porqué un grupo de varones de edad próxima a la madurez (a algún tipo de madurez, quiero decir), puede teletransportarse a los años 80, por el simple hecho de que se reúnen. Si lo analizamos cuidadosamente, una pequeña convención de amigos debería generar algún tipo de protocolo que permitiese desarrollar actividades a las que nos vemos sustraídos en el día a día. Es obvio que en cualquier día laborable, dedicamos nuestro tiempo a sobrevivir y trabajar, no mucho más. Quizá podamos encontrar hueco para comer o tomar café con un amigo, pero es difícil concertar reuniones con un grupo. Por esa razón, entiendo que un día extraordinario, como la celebración de un cumpleaños, debería cristalizar en un sosegado cambio de opiniones, quizá chistes, risas, anécdotas de nuestros años juntos, siempre en torno a una mesa, a unas delicatessen gastronómicas, incluso una cata de vinos o espirituosos.

En cambio, cada vez que un grupo de varones consolidados en el medio de la vida se reúnen, la filosofía del encuentro se centra en diseñar algún tipo de plan, debidamente elaborado y retorcido, que desemboque en provocar la zozobra de aquel incauto que un día despertó con la peregrina idea de celebrar una inocente reunión. Y, en contra de lo que se podría pensar, todas las ideas que se colocan encima del imaginario tablero frente al que se reúnen los mal llamados amigos, vienen impregnadas de un efluvio adolescente, que domina nítidamente frente a la presumible madurez a la que apunta el DNI. Con el agravante de que la capacidad logística, la financiera, y la mala leche, es muy superior a la de la adolescencia, lo que permite que los planes sean mucho más elaborados, precisos y malvados que aquellos juegos de la botella amañados, o la sobredosis de canela de nuestras sangrías juveniles.

Entre usted, amigo lector, y yo, he de reconocer a mis amigos una creatividad muy superior a la que habría podido imaginar, especialmente si tenemos en cuenta que la mayor parte de ellos siempre han sido un poco lechuzos. Lo que me hace pensar en las cuentas pendientes que pudieran haber acumulado contra mí en estas décadas. Si tenemos en cuenta los elementos novedosos (y dolorosos) de su “especial” celebración de aniversario, es evidente que he debido de fastidiarles, y mucho, desde la adolescencia hasta hoy. O en su defecto, que me quieren tanto que han decidido sublimar su limitada capacidad intelectual para alcanzar las máximas cotas de indecencia amistosa.

En cualquiera de los casos, no hay duda alguna de que mis amigos, ese grupo de varones aparentemente convencionales, se convirtieron (en mi honor), en una verdadera pandilla de hijos de puta desorejados, que no sólo me hicieron pasar la mejor noche de mi vida, sino que consiguieron transformarla en una duda continua, de la que no soy capaz de reponerme a fecha de hoy. Cuando parece que soy capaz de aclarar mi situación, todos y cada uno de ellos contribuyen generosamente a desestabilizarme y generarme dudas en bucle, lo que me obliga a sufrir todas las noches de mi existencia un insomnio profundo y perenne, del que solo puedo escapar gracias a la teletienda.

El caso es que todo parecía desarrollarse con la más absoluta normalidad. Cita en un restaurante de precio medio y menú cerrado, que había concertado previamente, para evitar sorpresas. Asistencia completa, con puntualidad inusualmente exquisita. No diría que íbamos de tiros largos, pero sí absolutamente presentables. Americanas formales, mocasines, alguna corbata. Ciertamente tenemos ya una edad, pero no nos disgusta aparentar algún lustro menos. Internamente agradecí el detalle de formalidad.

Cenamos francamente bien. Buenos caldos en las botellas, buenas viandas en la mesa, buen humor en los comensales. Lo que cualquiera podría esperar de una celebración de ese tipo en personas adultas. Y ahí radicaba el problema. Iba todo demasiado bien. Las bromas, muy comedidas. Los excesos gastronómicos, no tan excesivos. Sin duda, había gato encerrado. Pero llegamos a los postres, a los chupitos, a la primera copa, y todo parecía ir como la seda. Y me relajé. Los espirituosos y la aparente normalidad, me hicieron bajar la guardia, y consiguieron engatusarme.

Sólo un pequeño detalle parecía salir de lo habitual. Me propusieron tomar el resto de las copas en un supuesto local de moda, que yo desconocía. Pero la idea propuesta por Rodrigo, el más afamado play boy del grupo, fue coreada con estrépito por el resto del grupo, como si la idea de elegir precisamente ese local fuese absolutamente extraordinaria. Sin embargo, me extrañó que todos mis amigos conocieran un local del que yo jamás había oído hablar. Aún así, llevaba mucho tiempo fuera del circuito, algo así como dos años, tras mi ruptura con Paula. Todos ellos conocían mi curriculum amoroso, como yo conocía los suyos.

En mi caso, podríamos hablar perfectamente de un rally, más que de una carrera en circuito. Todas mis relaciones habían acabado bastante mal, y en todos los casos, tanto mis amigos como yo, habíamos encontrado una magnífica explicación: Todas y cada una de ellas eran unas pedorras, lo que objetivamente podría llegar a ser cierto. Lo que mis amigos desconocían era el hecho de que yo había estado enamorado de una de mis compañeras de los últimos cursos de bachillerato. No podían saberlo, porque ella no me hacía ni puñetero caso, porque al constatar esa evidencia, yo hice exactamente lo mismo, y porque se lo oculté a todos y cada uno de ellos, dado que la discreción no era precisamente uno de los valores corporativos del grupo.

Digamos que esa “ausencia de relación” con Estela, que así se llamaba la chica, me marcó y mucho. Hice todas las tonterías que se pueden hacer en esos casos, considerando que en los 80s no existía internet, móviles, redes sociales ni nada que se le pareciese. Había discotecas, fiestas patronales y correo postal. Y poco más. Por tanto, escribí notas anónimas, llamé por teléfono sólo para escuchar su voz, me hice el encontradizo todas las veces que pude. Hasta escribí poesía. De la más trágica, de la más melancólica, de la más funesta. Y después, simplemente me hice mayor. Y sufrí.

Mi ruptura con Paula, apenas fue objeto de conversación en la cena, como es lógico. Es difícil mantener ese tipo de conversaciones mientras que descabezas un langostino. Pero yo esperaba que el tema surgiese en las copas. Para mi sorpresa, algún pequeño amago, siempre con la coletilla “ella se lo pierde, tienes que estar abierto al mundo”, o “con la cantidad de chicas que hay por ahí…”. En fin, el tema no se extendió demasiado. Y, ciertamente, había demasiadas chicas guapas en las proximidades, como para que un grupo de varones cuarentones y heterosexuales, se dedicasen a metafísicas confesiones a media luz.

Rápidamente, algunos de ellos empezaron a probar suerte y, para mi sorpresa, el círculo con el que compartía mesa y copas empezaba a reducirse sensiblemente, quedándome simplemente con una reducida guardia pretoriana, que mantenía una estrecha vigilancia visual del local, probablemente para categorizar las muchachas que aún se mantuviesen libres. Me uní a las tareas de centinela, probablemente más por mimetismo que por deseo. Aunque no era muy tarde, la mayoría de las asistentes femeninas, habían optado por abandonar la discreción de las posiciones iniciales y ocupar como un tsunami el espacio tácitamente destinado a echar unos bailecicos.

Para situarle a vd., amigo lector, nos encontrábamos en una especie de discoteca reconvertida, con ramalazos ultramodernos, pero en el que se habían conservado elementos que seguramente el decorador consideraría como deliciosamente vintage. Así, la zona de baile se encontraba en la zona más baja del local, y nosotros ocupábamos el graderío alto, el primer anillo circundante de la misma, seguramente el mismo que los patricios romanos en el Coliseum, con la diferencia de que el pulgar hacia arriba o hacia abajo, lo levantarían las vestales danzarinas. Seguramente no tan vestales, pero muy danzarinas, se lo puedo asegurar.

La ventaja extraordinaria con la que contaba el local era el servicio a domicilio. Un grupo de camareros vestidos con una especie de petos reflectantes, acudían a las mesas que ocupábamos, con una notable y muy preocupante celeridad, lo que nos aproximaba seriamente al desastre. Recordemos que el hígado tiene una capacidad detoxificante limitada en el tiempo. Y que nosotros nos habíamos bebido en nuestra adolescencia, juventud y madurez, el equivalente a todas las aguas de todos los floreros. Y aunque manteníamos muy elevado el listón de la calidad de los espirituosos, el efecto acumulativo comenzaba a percibirse en mis queridos compañeros de armas.

Inicialmente pensé eso mismo cuando observé que una vistosa mozuela, a la que situé en la mejor de las edades femeninas, aquella en la que las mujeres son aún más interesantes, y cuyo cálculo exacto es de elaboración tan compleja y específica, que considero irrelevante explicarlo en este escrito (por supervivencia, naturalmente), se aproximaba decidida hacia nuestras posiciones. Y, desde luego, decidí que ya estaba plenamente sobrepasado, cuando según se acercaba detecté que los rasgos me eran enormemente conocidos, como si una sombra del pasado se abriera camino entre todos los espectros que uno ha conocido en su vida, pero envuelto en un extraordinario disfraz, en el que destacaban unas extremidades inferiores de muy prolongado recorrido.

Me reprobé a mí mismo el hecho de haber reparado en sus piernas antes que en sus ojos. Y me disculpé generosamente, dado que había bebido demasiado, que las piernas eran realmente notables y que a mi edad ya estaba próximo a ser un viejo verde. Aunque esto último no tengo claro que fuese una excusa, pero no me dio tiempo a debatirlo conmigo mismo, porque cuando el espectro/fabulosa fémina se colocó delante de mí, tuve que dedicar todas mis capacidades intelectuales y no pocas de las afectivas, para reconocer a quién pertenecía el esqueleto, el resto del cuerpo que lo completaba, y el aura que desprendía. Por un instante pensé que el fantasma venía acompañado de una especie de cohorte de polvo celestial, minúsculas estrellas o centelleos de lejanos planetas. En realidad, simplemente era el reflejo de unos ojos de color azulado, que ocupaban una buena parte de su rostro y ya, la totalidad de mi alma.

El tiempo pasa, es una realidad inmutable. Y nos cambia, sin duda. Puede hacer que el recuerdo de una juvenil criatura no sea completamente armónico con la proyección futura a, digamos treinta años después. Es un hecho incontrovertible. Lo que resulta francamente curioso es que aún así, no hay diferencia alguna entre las sensaciones que nos produce su encuentro. Ese vuelco en el estómago, esa taquicardia involuntaria, ese rubor imperceptible. Y negar ese hecho resultaría de una inmadurez extrema, por lo que en estos momentos y en estas letras, manifiesto claramente que su presencia no me alteró lo más mínimo. Se puede ser inmaduro, cualidad que puede resultar incluso atractiva para un limitado segmento de la población femenina, pero lo que no se puede ser es sentimental; Porque es, sin duda, un rotundo defecto, como lo puede atestiguar la inmensa mayoría de la población masculina, poetas y cantautores excluidos.

Y así nos quedamos. Ella de pie frente a mí, cegándome con los reflejos procedentes de sus ojitos peligrosos. Yo, sentado, apurando un espirituoso de marca, decidiendo si me levantaba y me sumergía en un túnel del tiempo sin salida posible, o mantenía mi dignidad masculina intacta, con la que podría convivir a diario en las próximas décadas, aunque todos y cada uno de los días, tuviese que preguntarme si aún seguía vivo o simplemente me mantenía en el mundo.


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