sábado, 23 de diciembre de 2017

Mujer Fatal

Wiwichu 2017

Comenzamos a satisfacer las peticiones de los lectores, en riguroso y anárquico orden cronológico. Es decir, que voy a empezar por donde me apetezca, aunque todas las peticiones serán satisfechas, descuiden.

Hoy empezamos por la solicitud de David Blasco Sandino, que desde su personalísimo blog http://ift.tt/2BYA5Bp nos aporta una visión crítica pero amable de la vida, de los valores, de las experiencias propias como mapa de ruta. Y lo aborda con una demoledora ingenuidad, sin dogmas ni directrices, pero con referencias exactas y precisas para el que quiera moverse por la vida con una cierta dignidad. Muy bien escrito, detallista y franco. Os lo recomiendo, pasaos por sus letras. Merece la pena.

Y David solicita lo siguiente:

“𝑪𝒐𝒏 𝒍𝒂 𝒗𝒆𝒏𝒊𝒂. 𝑨𝒕𝒆𝒏𝒊é𝒏𝒅𝒐𝒎𝒆 𝒂 𝒍𝒂𝒔 𝒊𝒏𝒅𝒊𝒄𝒂𝒄𝒊𝒐𝒏𝒆𝒔 𝒑𝒂𝒓𝒂 𝒍𝒂 𝒔𝒐𝒍𝒊𝒄𝒊𝒕𝒖𝒅. 𝑴𝒆 𝒈𝒖𝒔𝒕𝒂𝒓í𝒂 𝒅𝒆𝒔𝒂𝒓𝒓𝒐𝒍𝒍𝒂𝒓, 𝒂 𝒕𝒖 𝒄𝒓𝒊𝒕𝒆𝒓𝒊𝒐 “¿𝑸𝒖é 𝒉𝒂𝒄𝒆 𝒖𝒏𝒂 𝒄𝒉𝒊𝒄𝒂 𝒄𝒐𝒎𝒐 𝒕ú..? 𝑨 𝒍𝒐𝒔 𝒏𝒊𝒗𝒆𝒍𝒆𝒔 𝒒𝒖𝒆 𝒄𝒐𝒏𝒔𝒊𝒅𝒆𝒓𝒆𝒔.”

Como es lógico, subyace en su petición el mítico tema “Qué Hace Una Chica Como Tú En Un Sitio Como Este” del grupo Burning, referente del Rock Urbano madrileño en los 70, 80, 90, 2000, y, por cómo les vi en su última actuación, seguirán siéndolo en 2050. También se puede referir David a la película del mismo título dirigida por Fernando Colomo, y cuya banda sonora incluye el tema de Burning, en el que se narra la historia de una divorciada de mediana edad que se enamora de un joven rockero.

Y por consiguiente, con el fin de satisfacer su petición, procedo a insertar el siguiente relato, titulado “Mujer Fatal”

Dieron las diez entre las brumas de la noche madrileña, a unos pocos cientos de metros del Río Manzanares. Avanzábamos entre los coches estacionados sin reglas, las luces heterogéneas, en la compañía espontánea de las gentes del barrio, que aportaban al paseo una especie de banda sonora de risas y bromas, como acompañándonos en una procesión de Semana Santa de cualquiera de los pueblos de la geografía española, donde el rigor y el respeto convivían en armonía con el ánimo lúdico y festivo.

Y no podía ser más apropiado, porque nuestra expedición reunía mucho de ambos. Sábado por la noche, aparta las penas, olvida el trabajo y vive el Rock And Roll. Nuestra filosofía de vida, la de los años setenta, la que estirábamos como un chicle americano, de los buenos, combinaba el carpe diem con una especie de liturgia religiosa, la que orientaba nuestros pasos hacia el mítico Cocodrile Rock. Y allí, las cervezas, nuestras Mahou. La música, only rock. Quizá las copas. Las borracheras, los colegas, quizá algún ligue ocasional con alguna de las chicas habituales, las que portaban cazadoras de cuero negro y camisetas de los Stones. Las que ofrecían besos atropellados en el pasillo de entrada a los aseos. Las que sugerían encuentros atropellados entre los portales más íntimos. Las que se emocionaban si disponías de asiento trasero de algún pequeño deportivo.

Podríamos haber fantaseado acerca del aforo que nos esperaba en el interior del local. Un sábado cualquiera, podríamos haber adivinado, con precisión milimétrica, todos y cada uno de los personajes que nos aguardaban. Los sitios que ocupaban y, con un margen de error del diez por ciento, las bebidas que les escoltaban. Como un médico de cabecera rural podría predecir, sin fallo, los pacientes que le esperaban en la consulta del lunes. Simplemente por costumbre, por experiencia y por observación.

cocodrilo bar

Y no solo eso. Probablemente nos habría molestado cualquier pequeña modificación en esa fotografía estética que vislumbrábamos al accionar el picaporte de la puerta de entrada. Es curioso. Siempre viene bien un cambio, un soplo de aire fresco. Una renovación del paisanaje urbano. Seguramente conseguiría transformar cualquiera de esas noches, en un momento mágico o trágico, curioso, cuando menos. Alteraría la monotonía de nuestra estancia. Y en cambio, hablando en nombre de todos, ninguno lo habría deseado, estoy convencido. Posiblemente porque el acceso a éste, uno más de los miles de garitos que abundan en la geografía madrileña, podría compararse con el hallazgo de un oasis en el Desierto Del Sahara. Y, amigo lector, un oasis es intocable. El viajero sediento, harto del polvo del camino, no espera que haya habido un cambio en la decoración, no otea el horizonte deseando que las palmeras hayan sido trasplantadas para dar una sensación de mayor amplitud, ni que hayan adoptado una disposición zen. Lo que quiere es llegar, beber, darse una ducha, comer unos dátiles y descansar. Lo mismo que nosotros, pero sin dátiles.

No obstante, adivinen ustedes si por alineación de planetas, porque tocaba o porque el universo es profundamente anárquico, en el fondo, nuestra agradable armonía sabatina, se vio truncada por un elemento discordante, por una especie de símbolo pagano en la Catedral de Notre Dame, por una lámpara de lectura en un burdel de carretera, por un Papá Nöel en la Cabalgata de Reyes. Para utilizar una típica expresión castiza, no pegaba ni con cola. Más castizo aún. “Era un cante”. O sea, no podría disimular su presencia aunque se metiera debajo de la mesa. Por su aspecto, por su porte, por su clase, por su vestuario y porque, de largo, era la mujer más bella que había pisado un garito rockero.

Eso no quita que debiera haber sido mejor asesorada. Hay algunas amigas que deberían ser denunciadas. Porque no debieron haberlo consentido jamás. De no haber sido porque estaba como un queso, se habría producido uno de los mayores fenómenos de bullying rockero jamás concebidos. Solo había que observar las miradas asesinas de las genuinas portadoras de las cazadoras de cuero. Dos cervezas más y la suben al escenario para repetir la tomatina de Buñol. Me vi obligado a actuar. Cada español encierra una especie de reencarnación del Quijote y El Capitán Trueno fusionados. Es un hecho. Y sin sable laser ni mariconadas semejantes. Se actúa a pecho descubierto, para que te lo partan debidamente.

No sabía ni por donde empezar. Pensé en invitarla a una cerveza, pero no acababa de verla bebiendo a morro un botellín. Quizás algo más fuerte. Una copa de champagne, se me ocurrió mientras yo mismo me descojonaba a mandíbula batiente. Si le pido a Johnny una copa de champagne, se lanza como un poseso al almanaque, para asegurarse de que aún no es Navidad. Qué no decir de un margarita o de cualquier otro tipo de cóctel. Allí se combinaba el whisky con la coca cola, y si acaso. Encontré una salida. Ocupé el extremo de la barra y pedí ginebra seca. Larios, la de toda la vida de Dios. Y cuando se descuidó, eché mano a una caja de tónica schweppes que ocupaba la única vía de evacuación del local. Extraje una botella. Le quité la chapa con ayuda de un encendedor bic. Y en vez de pagarla, elevé la propina hasta su valor exacto. Tenía que cuidar mi reputación.

Y, armado de un improvisado gin tonic, me desplacé a terrenos movedizos, expuesto a las chanzas de mis amigos, y siendo plenamente conocedor de que, la próxima ocasión en la que pisara el garito, las ostias se iban a repartir en capachos, por haber permitido que una desvalida damisela se impusiera entre nosotros. Pero en la vida, hay veces que se debe elegir. Amigo lector, tendría que haber visto cómo estaba de buena. Hágase cargo y no me imponga una penitencia excesiva.

La traté como una más. Como una de nosotros. Tendrían que haber visto el panorama. Como si hubiesen traído una obra de la Tate Modern al vestíbulo principal del Museo Del Prado. Fusión, le llamarían ahora. Caos, pensé yo.

tate modern1

Su indescriptible vestido de gasa de color turquesa, sus tacones sazonados por pedrería de swarovsky, el fular modelo Isadora Duncan y, para rematar, una especie de tocado semi-oculto entre el jardín de sus cabellos, no armonizaban con el ambiente rockero canalla del local, como no habrían armonizado con prácticamente ningún lugar, a excepción hecha del Bolshoi ruso. Y yo, haciendo como que no me percataba del…contraste que mostraba con la fauna lugareña.

Quiero creer que por eso, recibió la copa con la que la obsequiaba con una notable sonrisa, y una expresión de alivio, como si de repente le hubiesen otorgado un pase vitalicio al universo rockero. Me ofreció el taburete contiguo y yo, ignorando ostensiblemente las miradas furibundas de los parroquianos, inicié una de las conversaciones más falsas que he mantenido en mi vida con una mujer. Y, amigo lector, puedo certificarle que he mantenido muchas. Y muy falsas.

No se trata de que le estuviese ocultando mi estado civil, mis lujuriosas maneras o mi pertenencia a una secta. Simplemente conseguí departir amigablemente con ella, en el lugar y el momento en el que, probablemente, debía haberla acompañado hasta la puerta en calidad de escolta, por si comenzaban a llover los botellazos. No es menos cierto que su ubicación, en una de las esquinas menos luminosas del local, era la más segura, siempre considerando que nos hallábamos en medio de las trincheras. Y, como morbosamente llegué a pensar, la más adecuada para cualquier maniobra de aproximación que pudiese llegar a idear.

En realidad, mi intención no era otra que protegerla, charlar con ella educadamente, tirar el anzuelo al río, comprobar que el pez no picaba, y retirarme discretamente a terrenos más conocidos. Por muy extravagante que fuese su atuendo, veía poco probable que la muchacha se dejara atrapar en un garito como ese. O en cualquier otro sitio del mundo, en realidad. En un momento dado, decidí abandonar su compañía, no porque me hubiese rechazado, no porque hubiese comprobado la imposibilidad de confrontar nuestros respectivos mundos, sino porque tenía la sensación de estar esperando a un tren que venía retrasado, pero que iba a llegar a ciencia cierta. Podía estar matando el tiempo, pero al final me arrollaría. Y me despedí con educación y cortesía, tanto de ella como de sus amigas, para reunirme con los míos.

Creo que fueron los primeros compases de Jim Dinamita los que pusieron fin a esa especie de impasse implícito que se había generado entre nosotros. Mis amigos y yo comenzamos a jalear el golpeo de teclado con el que Johnny Cifuentes nos presenta al protagonista de la canción, y empezamos a ocupar el centro del local. Si hubiese entrado el mismo Mick Jagger en ese momento, la sorpresa no hubiera podido ser mayor. A mi lado, esgrimiendo un botellín de Mahoy, con el fular a modo de lazo del salvaje Far West, y con los zapatos en lo alto de una de las mesas, la muchacha del Bolshoi demostraba conocer todas y cada una de las estrofas de este himno rockero urbano. Y no solo eso, sino que marcando la coreografía a todas y cada una de sus amigas, simuló tocar la guitarra eléctrica, los teclados y el saxo, en los momentos apropiados de la canción.

Atónito, asistí a similares exhibiciones con los clásicos del rock que, uno tras otro, iban ocupando el giradiscos (de los de antes), de la cabina del disc-jockey. Y ya, derrotado, no pude por menos que hacerle notar mi extrañeza por…todo. Su mueca de asombro me dejó aún más confundido.

“No sé porqué dices eso. ¿Iba a estar en un sitio como este si no me gustase el rock and roll?”

La lógica, aplastante. Y ahora me quedaban las preguntas colaterales, que recibieron oportuna respuesta:

“Te he aceptado el gin tonic porque no es de buena educación rechazar una invitación. Sí, hubiese preferido una cerveza, pero no podía despreciar tu copa” 

“Claro, no suelo acudir vestida de este modo, pero es que vengo directa de la boda de una compañera de trabajo, que se ha casado en el Registro Civil unas horas antes de dar a luz. Obviamente, el banquete no se ha celebrado, y los invitados se han disuelto, por lo que he tenido que venir con lo puesto”

“Y, en efecto, me ha parecido extraño que me dejases plantada, porque me ha parecido que te gustaba. Y tú eres bastante mono. Pero, chico, hay una gente tan rara en este tipo de garitos, que no sabía exactamente qué pensar. En condiciones normales, ya hubiésemos salido de aquí, y el gin tonic lo hubiésemos tomado en mi cama”


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