jueves, 28 de diciembre de 2017

Ella, Hegel Y, Si Acaso, Yo (I)

Wiwichu 2017

El post de hoy atiende a la petición de  Mayte Blasco, aunque cuando mañana publique la segunda parte de esta entrada, la dedicaré a otra amable lectora y bloguera. Espero que ellas me perdonen, pero la historia que inicio hoy ha tomado su ruta propia, y me permite complacer a ambas. Mañana os desvelo el misterio, prometido.

El Blog De Mae , es interesante y contradictorio. Contiene microrrelatos sorprendentes y cuidados, sazonados con la justa medida de humor, de indignación y de pasión. Y digo que es contradictorio porque concentra las mejores esencias en esos minúsculos frasquitos, en esas píldoras de oxígeno que nos proporciona a los lectores incurables. Tengo muchas ganas de saber cómo dosifica su talento literario en las páginas de su novela, para lo cual me apresuro a encargarla. 

Mayte me pidió: 

A mí me gustaría pedirte un relato que tenga lugar en una biblioteca. Puede ser una historia de amor, de terror, de misterio… Eso lo dejo a decisión tuya. Un beso y gracias por ser nuestro rey mago literario.

La petición de Mayte, aparentemente inocente, encierra una trampa mortal. Algo así como dedicarle un dibujo a Antonio López, un soneto a Benedetti o tirarle un penalti a Casillas. Y es que Mayte está rodeada de libros. Los que cuida, los que cataloga y los que escribe. ¿Cómo se le dedica un relato a una escritora y bibliotecaria?. Pues, como dice el chiste, con mucho cuidado.

Para despistarla, le hice llegar un relato antiguo, para tenerla un poco distraída y un poco entretenida, mientras alguna musa descarriada se acercaba por el Barrio De Las Tablas. Eso me ha dado tiempo a intentar enlazar algunas líneas medio sensatas, o al menos así me lo parecen.

 

 

Y por consiguiente, con el fin de satisfacer su petición, procedo a insertar el siguiente relato, titulado “Ella, Hegel Y, Si Acaso, Yo (I)”

 

Lo cierto y verdad es que la invitación me pareció muy original. Una reunión de amigos, con una especie de juego de mesa como elemento conductor. Con la diferencia de que más que una mesa, se trataba de un púlpito. Pero sí que era un juego, o al menos, así comenzó.

Fin de año en la sierra madrileña. Perfecto. En un antiguo monasterio rehabilitado para convenciones, retiros y reuniones de empresa. Original. No se podía beber alcohol, al menos en las salas comunes. No tan bueno. Y una especie de concurso de debates, a la americana. Hombres contra mujeres. Demasiado prototípico. En fin, una manera como otra cualquiera de pasar la Nochevieja con los amigos. Ya no estábamos para macrofiestas, ni reggeaton, ni hip hop. Así que elegimos las uvas, el juego, la charla y el chocolate con churros de la mañana siguiente.

Casi todo el elenco de invitados se conocía entre sí. Un par de novios arrastrados por la fuerza; Algún recién separado que buscaba una mezcla de sosiego, llanto, alcohol y quizás una aventurilla fugaz; Un par de chicas que etiqueté como versos sueltos, y el grupo de amigos de siempre, de la infancia, de la adolescencia, de la juventud y la madurez. Demasiada gente para una velada íntima, pero muy escasa para una juerga salvaje. La cosa tenía pinta de fragmentación progresiva e incluso, de atomización acelerada. Pero estábamos allí y, aparentemente, los presentes mostraban buena disposición para pasar una noche divertida.

El plan era muy sencillo: Pasar la tarde juntos, aprovechando los últimos rayos de luz de la última tarde del año. Observar la puesta del sol tras la Sierra de Guadarrama. Iniciar los preparativos para la cena, brindar y comenzar el juego hasta el alba, o hasta donde los ánimos nos llevasen.

No comenzó mal. El paseo por la ribera del río, aportó las primeras risas de la tarde, las que nos echamos a cuenta de los tacones de alguna invitada. Considerando que estábamos a un par de grados sobre cero, no parecía el atuendo más adecuado, pero ella no se lo tomó a mal. Achacó su elección a un pequeño malentendido, que yo traduje internamente como un cambio de planes de ultimísima hora. Algunos de los presentes hurgaron en la herida y ella aguantó el chaparrón con gracia y donaire. Me cayó bien al instante. Era una de las chicas que etiqueté como “verso suelto”, y que reclasifiqué como una líder en potencia, considerando la facilidad con la que había esquivado las balas dialécticas que originaron sus tacones de aguja.

Caminé con ella un buen rato, sin que la conversación pasara de convencional, aunque muy distendida. Hice algunos amagos de sujetarla cuando en el camino aparecía alguna minúscula piedra o raíz de un árbol, como si se fuese a desencuadernar, solo por mantener la broma de mis amigos. Y ella simuló desmayarse al instante, lo que me permitió sostenerla un ratito entre mis brazos. Me hubiese quedado toda la tarde en esa posición, sin vacilación alguna, pero eso habría acarreado risas y bromas entre el resto de los concurrentes, y me pareció muy prematuro. Busqué conversaciones alternativas, con otras personas, y entre bromas y veras, llegamos al Monasterio. Nos concedimos una hora de descanso para iniciar preparativos y ponernos nuestras ropas de gala.

A mí me sobró media. Enfundado en un sencillo traje oscuro, con chaqueta de tres botones, camisa blanca, zapatos de punta y una discreta corbata Loewe, creí haber sobrepasado el dintel de la elegancia por muy poco, sin excesos ni extravagancias. Me dispuse a curiosear por el Monasterio, más que nada para hacer tiempo. Y me topé por casualidad con la biblioteca.

Protegida por una puerta de roble macizo, entornada y con la llave puesta, parecía invitar al huésped a dejarse envolver por una nube de cultura y nobleza. Los volúmenes vigilaban la estancia desde las  almenas en las que parecían convertirse las estanterías de madera envejecida. Los sillones, de cuero viejo, con tachuelas doradas y una estructura casi hormigonada, confundían al lector, por su apariencia hospitalaria, mientras que, cuando lo ocupabas, parecías estar expuesto a la crítica de todos los sabios de la historia, que revisaban severamente tu elección, confirmando o denegando su autorización para ocupar tan noble estancia.

Elegí casi al azar, con el miedo de ser severamente reprendido por algún compendio de Aristóteles o de Spinoza, y que precisase la inmediata protección de Tomás de Aquino y San Agustín, para que hablasen en mi favor. Quizá orientado por el subconsciente, debí tomar por la calle de en medio, agarrando un volumen perteneciente a La Enciclopedia, la original de Diderot y D’Alembert. En francés. De perdidos, al río. Sujeté el volumen con ambas manos. Tome Neuvieme. Tomo noveno, deduje sin dificultad. Ojeé las primeras páginas, como un funcionario pasa las hojas de los Registros de Casamientos, quizá previendo la inutilidad de muchos de ellos. Poco a poco me fui dejando llevar por la emoción de su relevancia histórica y finalmente, me contemplé a mí mismo buscando términos, vocablos y dudas, como si aquel libro noveno pudiese aportar algún tipo de ruta, de guía, como si de repente alguna luz centelleante me descabalgara bruscamente, como a Saulo en su camino a Damasco.

Y, en efecto, hizo su aparición. Había avanzado con mi dedo índice hasta la página cincuenta y seis de la versión original, cuando repentinamente escuché un estruendo quejumbroso y triste, acompañado de un rayo de luz que contrastaba violentamente con la penumbra de la estancia. Me volví sin despegar el dedo del párrafo, acaso elegido, acaso al azar, de la página cincuenta y seis. Sonreí levemente. La imagen proyectada en el umbral de la puerta, podría haber correspondido a una cortesana de la época de Diderot, en atención a la pícara dulzura de su silueta, a la belleza de su contorno, y al magnetismo de su vestido. Aunque algo me llamó la atención, algo que desentonaba. En efecto. La traviesa muchachita de la que nos habíamos mofado en el río, decidió combinar su elegante vestido de fiesta, negro color azabache, con unas chirucas de los años setenta. Una lección para todos.

Cuando se aproximó a mi posición, para intentar curiosear mi lectura, no pude evitar fijarme en el término que tenía marcado con mi dedo para su revisión, y tuve que retirarlo al instante. Había señalado el vocablo “Julienne“, y aunque su acepción inicial correspondía a una flor muy parecida al alhelí, no parecía muy prudente que la chica extrajese conclusiones disparatadas, debido a la coincidencia parcial con su nombre de pila.

“Hola, Julia. Ya estás arreglada, por lo que veo. Y has decidido rematar con un toque vintage. ¡¡Qué detalle!!”

Me pareció que la ironía podía ser una excelente manera de salir del atolladero. Hasta la fecha, me había permitido ocultar mis sentimientos reales, había sido una excelente cota de malla, una pequeña coraza para escaramuzas, que no me permitiría salir indemne de una guerra en mayúsculas, pero que podría ayudarme a esperarla con más paciencia.

Ella se acercó, miró el libro de arriba hacia abajo;  Lo cerró, manteniendo su dedo a modo de marcador. Revisó la portada; Volvió a abrirlo, y se centró en la página cincuenta y seis. Localizó lo que quería y desenfundó.

“¿Te referías a lo de las botas? Era un detalle para vosotros. Al fin y al cabo, son de vuestra época, ¿no?”

No supe qué responder. Me limité a dejar el libro en la estantería. Notaba en el cogote los ojos de Santa Teresa, reprobándome por lo que ella supusiera que iba a ocurrir. Y la mirada burlona de Freud, que sabía de sobra lo que iba a ocurrir.

La invité a salir, exageré el gesto de dejarla pasar delante, con ironía. Se volvió, me dio las gracias y decidió rematar el primer asalto con un ko técnico.

“Por cierto, si quieres saber algo de mí, no hace falta que lo busques en una enciclopedia. Yo te lo cuento con todo lujo de detalles”

“Discúlpame. Me siento más cómodo revisando en las fuentes de conocimiento propias de mi época”, me atreví a responder.


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