viernes, 3 de febrero de 2017

He Visto La Luz (IV)

(Continuación del relato publicado 29 enero, 2017 He Visto La Luz (III))

Me conecté a sus redes sociales a través de los iconos de su blog. Fotos, retweets, me gustas. Punto. No se me ocurría mucho más. Le mandé un email a través de su blog. Sin respuesta. Pensé en llamar a las compañías aéreas e incluso a la Guardia Civil. A las 7 recibí un mensaje en mi móvil: “Date prisa” Y una localización. ¿Cómo diantres había podido averiguar mi número de teléfono?

 

Admití tácitamente mi derrota. No fue un acto de heroismo ni de nobleza extrema. Simplemente una evidencia. Pensé que fuera lo que fuese a pasar en adelante, ya había sido enormemente rentable. Por un lado, me habían proporcionado una cura de humildad extrema, al demostrarme cómo se consiguen las cosas cuando de verdad se pone todo el empeño y todo el ingenio. Por otro, un subidón de autoestima por ser el objeto de deseo (o de capricho) de ese pedazo de señora.

Aunque, bien pensado, no creo que debiese. La atracción entre dos personas es un fenómeno suficientemente curioso y original para pensar que exista una relación causa-efecto de cualquier índole. Pensamos que puede generarse una atracción por razones estéticas, intelectuales, afinidades culturales o lúdicas,…cuando lo más próximo a la realidad es que el origen de ese magnetismo es inexplicable. Si fueran razones estéticas, a todos nos parecerían atractivas exactamente las mismas chicas, descontando el error estadístico. O sea que habría personas condenadas (o beneficiadas) de un solitarismo extremo a nivel de pareja. Y eso no ocurre en la práctica. “Siempre hay un roto para un descosido”, dice el refrán. Por tanto, ese no puede ser el motivo. Y lo mismo podría aplicarse al resto de las razones que normalmente se esgrimen como generadoras de atracción.

En este sentido, defiendo la teoría de que, dada la ausencia de reglas lógicas o explicables, en el sentido más presocrático de la palabra, parece razonable pensar que la razón de la atracción entre dos personas sea la consecuencia de una serie de imperceptibles señales, signos y rituales que la mujer (o el vector femenino de un varón, no seamos absolutistas), inicia ante la íntima convicción de que aquel individuo que se ha echado a la cara, debe pasar a formar parte de su círculo de influencia o subordinación. Esta teoría elude, por tanto, el problema de los estereotipos de belleza, intelecto u otros rasgos usados para justificar el magnetismo entre dos personas, ya que la mujer, obviamente, no necesita ningún tipo de estereotipos, lógicas, esquemas regulares o datos científicos para obtener aquello que considere de su interés, ni razón alguna para justificar dicho interés, por lo que la teoría parece sumamente sólida. Y pido al universo que siga siendo así, porque los hombres somos un completo desastre, a todas luces.

La consecuencia inmediata de tan solvente teoría fue la de provocarme un extraordinario relax. Obviamente, estaba en manos de mi diosa, que tendría una serie de planes para mí, que no me explicaría en ningún momento, pero que intentaría cristalizar con una serie de hitos concretos. Supongo que el primero había sido su aparición en la playa o, en el supuesto caso de que hubiese sido una simple casualidad, su autoinvitación a cenar. Seguramente tuve la tentación de elucubrar al respecto de cuáles serían sus siguientes acciones, pero considerando mi condición de convidado de piedra (aunque pagando la cena), sería un desgaste intelectual y energético muy poco eficiente, por lo que me quedé quietecito y me dediqué a prepararme para ir a buscarla.

Alcanzada la convicción de que había conseguido sacarme el máximo partido posible, abandoné la habitación, sorteé alguna de las hamacas que escoltaban la piscina y me dirigí a una especie de coche de escala que había alquilado en el aeropuerto. Puse a prueba la elasticidad de un buen número de articulaciones y me dirigí a su encuentro. Conduje sin prisa, con la ventanilla del conductor a medio bajar, permitiendo que la brisa vespertina se encontrara con la tramontana de la sierra y ambas me acompañasen en mi breve recorrido. El aroma húmedo de la sal marina se aliaba con el frescor de la montaña y se introdujo entre los botones de mi polo de marca, provocando un pequeño estremecimiento y la alerta de un buen número de folículos pilosos. Pensé en la posibilidad de envasar al aroma de la tarde, en frascos microscópicos transparentes, sobre un lecho de arena mediterránea, no solo por atrapar el recuerdo de esa tarde, sino por compartir una porción de mis encontrados sentimientos: sorpresa, prevención, ilusión, miedo. Esos diez o quince minutos desde el hotel hasta la ubicación de mi acompañante de esa noche, habían conseguido hacerme sentir vivo. Podría ser engullido, devorado, metabolizado o pulverizado, pero sería en plenitud, en máxima intensidad, paladeando la existencia en cada mojón de la carretera. Seguramente estaba en zafarrancho de combate, pero ¡¡cuánto hacía que no combatía!! Así, a pecho descubierto, sin chaleco antibalas ni cota de malla. Sin casco ni yelmo, y como corcel, el más modesto de los vehículos que se ofertan. ¿Saldría triunfante? ¡Qué se yo, qué más da, al menos saldré vivo, en el más puro concepto holístico! Sea.

La ubicación que me envío Katherina se asociaba a una especie de beach-club, con un pórtico de madera de balsa como puerta de entrada, infiltrado por una enredadera de un color verde muy vivo, salpicada por unas finas gotas de agua, sin duda procedentes de una canalización oculta. Al poco de flanquear la puerta, un empleado ataviado con una levita de vivos colores me interrogó al respecto de la reserva de mesa. Pronuncié el nombre de mi acompañante, el empleado me dio el número de mesa, se echó a un lado, y ante mí apareció una especie de bóveda vegetal, al estilo de Moisés y las aguas del Mar Rojo. No me dejé amedrentar por la recepción ni por el túnel floreado. Tenía un objetivo, y no iban a apartarme de él por mucho atrezzo que se ofertara.

No me sorprendió su belleza ni la irradiación de su presencia, ya pude apreciarlo entre las olas. Ni siquiera su atractivo, su magnetismo personal. Me sorprendió la manera en la que los objetos, las personas y el universo en su conjunto pasaban a modo pause, mientras que sus ademanes, sus gestos, sus miradas, sus sonrisas, ocupaban el primer plano de la escena, y mi llegada solo suponía la aproximación de la cámara hacia ella, y yo, ocupaba un modesto contraplano, más de sombras que de luces, más de complemento que de esencia, más de un actor invitado que de una estrella. Ella era la constalación entera, una vía láctea paralela en la que el sol es eclipsado por completo, solo por su presencia.

No agitó su mano, no pronunció mi nombre, no hizo movimiento alguno de cabeza. Se que me divisó unas decenas de metros antes de mi llegada a su mesa. Lo se porque tuve que colocar en mis ojos protección de la buena. Extraer mis gafas del bolsillo de la americana, girarme hacia un lado con discreción y vergüenza, colocármelas en los ojos, y atenuar el brillo de su sonrisa. Pudiera haber presentado cierto rubor en sus mejillas, pero no apostaría al respecto.

Evitado una mirada directa, fui avanzando hacia ella, musité un saludo protocolario, solicité su permiso para ocupar la silla frente a ella, que fue otorgado por un gesto imperceptible, para formar un inédico triángulo isósceles en el que ambos ocupábamos los vértices de los catetos más largos. Como ella llegó primero, supongo que el mérito es mío. Como también el de disfrutar de las vistas más bellas que pueden idearse: La Bahía de Pollença y el brillo de sus ojos. Huelga decir el balance. Al final de la noche podría haber estado frente al Monte Ararat, el Taj Mahal o el mismísimo Everest. No lo hubiera notado.

Y su saludo, demoledor: “¿A qué estás dispuesto?”

 

(continuará)

 

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