sábado, 11 de febrero de 2017

Lecturas De Trayecto

Día tras día ocupabas el penúltimo asiento de la fila de la derecha, justo al fondo del vagón, en el coche número uno. Las primeras veces, absoluta casualidad. Las siguientes, absoluta causalidad.

Traje de chaqueta de confección mediana. Ni muy caro, ni muy barato. Complementos en consonancia. Media melena de moreno rizado. Pendientes discretos, variando con el día de la semana, o eso interpreté. Gafas de lectura mínimas y elegantes, de niña coqueta maldecida por la presbicia. Y una lectura.

Nos mirábamos, o para ser honestos, yo la miraba. A través de las ventanillas, de reojo, en las gafas de su vecino de asiento, pero nunca directamente. Me atraía y me imponía. Podría llamarlo timidez, pero cobardía sería más certero.

En el trayecto, de unos treinta minutos, se organizó un pequeño club, de forma absolutamente espontánea. Sin reglas, sin estatutos, sin carnet. Pero con saludo secreto. Cada uno diseñó el suyo. La secretaria, sonrisa amplia de décimas de segundo en orientación panorámica. El joven abogado, un dedo en la sien, como un saludo militar ejecutado con desgana. Juan, el electricista, el que ocupaba más de un asiento con su maletín de trabajo de aluminio integral, simulaba insertar un enchufe. Yo enarcaba las cejas. Ella solo nos concedía una mirada serena, pero de camarada, justo hasta que su libro emergía de su bolso-mochila de cuero negro. Después no estaba para nadie.

Con el devenir de los meses, estudiamos nuestras costumbres, comprobamos nuestras ausencias y adivinamos sus causas. O no. Nadie se molestó en contrastar las hipótesis. Da mucho más juego mantener el misterio. A mí me llamó la atención lo del libro. El cambio de género era dramático. Si el lunes se iniciaba novela rosa, para el jueves un ensayo filosófico. La semana siguiente, uno de autoayuda precedía a un clásico internacional. La poesía acudía los días de buen tiempo, quizás casualidad.

El día que extrajo a Chandler de su mochila, algo se removió en mi interior. Chandler y la bella. La bella y la bestia, se me ocurrió. Tuve que sonreír y me pilló in fraganti. Me devolvió la sonrisa, sin que pudiese ver ninguno de sus dientes, solo extendiendo el carmín (¿Rouge Dior?) hasta formar una perfecta línea recta de efímera duración, que dio paso a un cabeceo lateral y vuelta a la lectura.

Me volví loco. Chandler, ella, el rojo y yo. El perfecto triángulo amoroso. Vale, cuadrilátero, pero en mis planes, el Rouge iba a durar bien poquito. Me quedaban tres paradas para decidir si mi lóbulo frontal, el de la represión, triunfaría sobre la amígdala cerebral, la de las emociones, la de la pasión. La que estaba de fiesta era la testosterona. Como casi siempre.

El primer tramo, hasta Estrecho, de planificación. Elegir la frase, debía ser perfecta. Caso contrario todo podría arruinarse. Me despreciaría, me echaría del club, cambiaría de asiento, no lo sé. No elegí ninguna. Demasiada presión.

El segundo tramo, hasta Alvarado, de angustia. No se me ocurría nada brillante. Plan B . Espontaneidad y simpatía. Sin quemar las naves, solo amistad intrínseca. Poco riesgo, pero un avance. Decidido.

El tren abandonó la estación, rumbo a Cuatro Caminos. Recogí las cosas. Me aproximé una micra. “Hola, perdona mi atrevimiento, pero no he podido dejar de observar cómo abordas en tu lectura géneros tan dispares como poesía, filosofía, etc. Y hoy, novela negra. ¿Qué te motiva a tanta variedad?”

Ella sacó un marcapáginas de un bolsillo interior del abrigo. Lo colocó con cuidado en la página impar, asomando discretamente por exterior del lomo. Cerró el libro, lo depositó en la mochila, se quitó las gafitas de leer, las guardó en su funda. Cerró los broches y me miró fijamente.

“Era mi último cartucho. Solo me quedaba traer una guía de teléfonos. Mira que eres un tío difícil”


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