domingo, 26 de febrero de 2017

He Visto La Luz (VII)

En la última llamada, asió con firmeza su trolley, colocó el bolso de mano, me besó con ternura, y esgrimió su tarjeta de embarque, en la que se veía adherido con códigos alfanuméricos la etiqueta de su equipaje facturado, y una mancha de color Rouge Dior, seguramente procedente del sangrado de mi alma.

Los segundos siguientes a su partida, al momento en el que dejé de ver su melena rubia en la zona de embarque del aeropuerto, provocaron en mi apacible existencia una especie de falla, una profunda quiebra de los graníticos cimientos que conformaban la morada de mis sentimientos hacia la gente, hacia mí mismo. Si hasta ese momento pude diseñar un equilibrado sistema de bajo riesgo, en el que únicamente me permitía algún pequeño exceso de naturaleza eminentemente sexual, bajo la premisa de satisfacer necesidades muy primitivas, la llegada de la belleza trigueña había conseguido poner en jaque todo ese sólido entramado.

Pero una vez en el parking donde había depositado uno de mis últimos besos al calor de los asientos del Fiat Panda, ese cohesionado entramado de resistencia a la acción erosiva de los sentimientos, experto, veterano y astuto, logró imponer su solidez ante unos sentimientos mucho más novedosos, débiles e inconclusos. La batalla se decantó con facilidad, ya que las dificultades que acarreaba una hipotética pérdida de posiciones y rendición ante el amor emergente, no eran pocas ni débiles. No solo se trataba de cambiar un punto de vista que me había hecho inmune al dolor de naturaleza amorosa, sino que los inconvenientes logísticos no eran cosa baladí.

Entre ellos, desechar toda una estructura de vida organizada, jerarquizada, con su agenda, sus rutinas, sus gateras, sus goteras, sus barreras, su banda sonora, su escenario. Probablemente es el límite de lo que la vida le puede solicitar a una persona. Que deje todo lo que ha construido durante todo su tiempo en ese mundo y que lo deje por una nebulosa de sentimientos, por una realidad etérea, por un universo paralelo confuso, extraño, inseguro e incómodo. Incluso en el caso de que tu actual existencia sea un completo desastre, es el desastre que tú mismo has construido, el que te ha costado tanto esfuerzo, tantas horas de lucha y de llanto, tantas ganas de explotarlo y otras tantas de conservarlo.

Acepto pocas bromas con este tema. Seguro que hay lectores que piensen: “Es un cobarde. Si quieres algo, lucha por conseguirlo. Arriesga.” Y a todos ellos les contesto: “Y tú, ¿por qué no lo hiciste?” A todos se nos ha presentado este tipo de situaciones en nuestra vida. Todos hemos tenido la posibilidad de decidir entre diversas opciones a lo largo de nuestro periplo mundano. Y hemos elegido, y casi siempre hacia un plano de seguridad y confort. ¿O qué pasó con esa deliciosa novia de juventud que se nos diluyó entre las horas, días, semanas y meses? ¿Y ese sueño juvenil de dedicarte a pintar o escribir? ¿Donde quedó? Eras francamente bueno, pudiste haberlo hecho, y si no, hubieras disfrutado del más delicioso fracaso imaginable.

En conclusión, y siguiendo a Maslow, las necesidades afectivas, incluso las sexuales, se encuentran en un escalón inmediatamente superior al de las necesidades de seguridad y protección, por lo que no debo ser un bicho tan raro. Imagino que Maslow estudiaría a un montón de individuos antes de llegar a sus conclusiones, por lo que mi comportamiento no difiere del de la mayoría de la gente.

Este pensamiento me acompañó y reconfortó durante bastante tiempo. Me permitió una base sólida desde el que afrontar los hechos históricos de nuestra relación, y cómo podrían evolucionar en un futuro. Me atreví a construir una pequeña terraza en ese bunker impenetrable de mi alma, y desde ahí, me asomaba con cierta frecuencia para mantener una cierta proximidad en la ausencia de mi gallego-teutona. La escribía, le daba un “me gusta” aquí y allá, un mensaje en las efemérides, incluso alguna corta llamada. Desde esa perspectiva, creí mantener algo parecido a una relación amistosa con posibilidad de recuperación estival.

Ahora que lo pienso, no estoy seguro de que ella hubiese aceptado este tácito arreglo. Y cuando comencé a observar en sus redes sociales la presencia de un prototipo germánico con rostro armónico, esculturales proporciones y actitudes afectuosas, sopesé la posibilidad de que ella hubiese pasado página. Y ahí, olvidando mi inacción, mi actitud contemplativa y mi escaso grado de compromiso, me cogí un cabreo del quince. Vale, yo soy yo y mis contradicciones. Una cosa es que yo no hubiese hecho nada por retenerla, y otra muy distinta es que ella se liase con el primer alemán que se le pusiese a tiro. Digo yo que debiera haber un tiempo mínimo de velatorio, una tregua  entre amores que dignifique las rupturas.

En la película “Uno, Dos, Tres”, de Billy Wilder, el protagonista, James Cagney, debe renunciar a una pacífica existencia como responsable de Coca Cola en Berlín Occidental, cuando la hija de su jefe intenta escapar al bando soviético con un comunista. A partir de aquí, la película adquiere un ritmo trepidante, en el que el protagonista debe dar la vuelta a la tortilla y transformar el antaño bolchevique en un reputado noble capitalista. A mí, debió sucederme algo por el estilo. En un momento dado, algo, en este caso la presencia en las redes del macizo teutón, removió profundamente mi interior, y provocó una explosiva reacción que yo mismo tardé en reconocer. Los celos.

Ese monstruo de ojos verdes consiguió lo que nadie habría conseguido en condiciones normales: Revolucionar mi vida. Lo que me lleva a reflexionar al respecto de la Pirámide de Maslow. El paso de uno a otro nivel de la misma, solo depende de adquirir una energía de activación suficiente y ésta, puede variar enormemente de unos a otros individuos. En mi caso, la mezcla de diferentes pensamientos. El primero, ¿cómo podía haberme reemplazado, si estaba coladita por mí, vaya usted a saber por qué? El segundo, ¿cómo no había hecho nada por recuperarme? Independientemente del pequeño detalle de que yo había hecho mucho menos. El tercero no lo desarrollé, porque mi reemplazo era considerablemente más guapo que yo, y mucho más fornido. La pregunta era qué había visto en ese tipo.

Rebuscando en mis propios pensamientos, deduje que el problema estaba en Maslow de nuevo. Había aceptado con facilidad que todo el mundo habría hecho lo mismo que yo, y por tanto, la mía debía ser la actitud correcta. Es decir, me había jugado mi felicidad eterna siguiendo un jodido silogismo de mierda. Había desplazado a un lado y enterrado una verdad inmutable, mi propia singularidad en el mundo. Soy diferente, todos y cada uno lo somos, y sufrimos y disfrutamos esa singularidad. Y esa debía ser la piedra filosofal que inspirase mi vida, y no Maslow.

Ante tal torrente de descubrimientos y reflexiones, nada como la sabiduría popular para aclarar los pasos a seguir. “El que no tiene cabeza, debe de tener pies”, decía mi madre cada vez que mandaba mi concentración de vacaciones y olvidaba llaves, citas, etc. Vuelos a Budapest, su último destino laboral. “Lo que hay que hacer, a paso ligero” dice Lorenzo Silva. Reserva para dentro de noventa minutos. “Ligero de equipaje, cantaba Nino Bravo. Así que enganché la mochila de campamento, la que archivé con la mayoría de edad, junto a mis sueños y aspiraciones. Me pareció metafórico. En su momento, simbolizaba la traición a mis ideales. Ahora, es el punto de recuperación desde el que trato de alcanzar los anhelos juveniles.

Cerré la puerta sin llave, asalté el primer taxi, y en la misma puerta en la que la vi partir, inicié una frenética carrera para enlazar el último tren que partía hacia la felicidad.

 

 

This image, which was originally posted to Flickr.com, was uploaded to Commons using Flickr upload bot on 06:09, 21 February 2009 (UTC) by Rodrigo.Argenton (talk). On that date, it was available under the license indicated.

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Lo que tu quieras