domingo, 12 de febrero de 2017

He Visto La Luz (VI)

A esas alturas, yo me encontraba tranquilo. Todo iría bien, porque el encuentro se desplazaba hacia un guión algo más conocido, con variaciones esperables o inesperadas, pero en un contexto más accesible. Ibamos a tener sexo, seguramente muy bueno y muy agradable, pero sexo.

Mientras que no volviese a rozarme la oreja, todo iba bien. Si volvía a hacerlo, estaba acabado.

Una de las muchas cosas que nos gustan del sexo es que hay tantos tipos de relaciones como de parejas. Seguramente la base de las maniobras, de los actos mecánicos es más o menos la misma, hay un catálogo “free”, a disposición de casi todo el mundo, que constituye una base bastante sólida para asegurarse que los individuos queremos y querremos mantener relaciones sexuales mientras que el cuerpo aguante, todo esto, dicho así, con espíritu descriptivo, casi como esa guía de instalación básica que acompaña a los gadgets electrónicos que se han incorporado a nuestra cotidiana existencia.

En otras ocasiones, ese catálogo de libre disposición se completa con especiales maniobras, roces, estímulos auditivos, verbales, complementos varios, lugares, modos y maneras que elevan la categoría de las relaciones sexuales a un segundo nivel de excelencia técnica. Espero y deseo que todos nosotros tengamos la posibilidad de experimentar este segundo nivel, de la misma forma que celebraría la disponibilidad de acceso a unas cuantas botellas de Dom Perignon. Se trata de una experiencia diferente y extremadamente gozosa para los sentidos. Me refiero al champagne. Lo otro, también.

Aunque en cualquier caso, hablamos de experiencias hedonistas, es decir, sensoriales, efímeras y desprovistas de carga afectiva o sentimental. Excelentes, magníficas, fabulosas, lo que queráis, pero sensuales. Nos apañan el cuerpo para un/unos ratos, que no está nada mal, por supuesto (donde hay que firmar), pero se las puede identificar claramente. Nos marcarán, recordaremos aquel extraordinario sexo con aquel individuo tan especial, al que queremos tener localizado por si nos vuelve a apetecer, pero al que seguramente no vamos a incorporar a la plantilla de esa peculiar empresa en la que se convierte nuestra vida cotidiana.

En una plataforma paralela, podemos encontrarnos otro tipo de relaciones en la que el sexo es también muy importante, pero en un contexto muy matizado por otro tipo de sentimientos, no tan sensuales. Me refiero a la aparición de la afectividad, en sus diferentes grados, recibiendo diferentes nombres, y presentando formatos tan únicos como individuos existen. Me atrevo a afirmar que la simple existencia de una relación, cuyos cimientos incorporen suficientes elementos de cesión de nuestra propia identidad hacia otro, modifica sensiblemente la relevancia de las relaciones sexuales entre ambos. Obviamente no quiero decir que carezcan de importancia, o que sean secundarias. Quiero decir que colocan a ambos en una situación preferente para que éstas sean tan satisfactorias en el plano sensual como en el afectivo, reforzándose y retroalimentándose ambos componentes.

Y toda esta reflexión se basa en una experiencia absolutamente inexistente, por lo que puede ser completamente falaz desde la primera a la última letra, pero no me negaréis que está bien construida y expuesta.

En cualquier caso, como esta propuesta argumental se basa en la existencia de cariño mutuo, y entre Katherina y yo aún no había podido surgir ese tipo de sentimientos, por razones cronológicas, al menos, decidimos investigar todo lo posible en el ámbito técnico, bien inspirados por un excelente champagne francés. E investigamos todo lo que fue posible, obteniendo jugosas conclusiones (Metafóricamente hablando, se sobreentiende para la mayor parte de los lectores. Pero es que hay algunos…) Anotamos mentalmente cosas que salieron bien, cosas que salieron muy bien, y cosas que fueron un completo desastre y olvidamos muy rápido.

En el desayuno comenzaron las dudas. Katherina se iba. Yo me quedaba. La acompañaría a recoger sus cosas a la consigna del hotel que ambos compartimos, procuraría colocarlas en el Fiat Pansa, la llevaría al aeropuerto. Un tal vez, algún beso, un seguro vacío. No había muchas soluciones intermedias. Muy pronto para arrojarlo todo por la borda y correr tras ella, y muy tarde para poder generar el tiempo suficiente para tener razones suficientes para hacerlo. Una típica situación de zugwang.

Yo diría que en esos últimos momentos que compartimos en el aeropuerto no se respiraba tristeza, sino pesar. Hubiéramos estado tristes si habiendo algún tipo de estrategia disponible, no la hubiéramos ejecutado por  alguna razón: Falta de voluntad, miedo, egoísmo, que sé yo. Aquí simplemente nos pesaba que el acertijo fuese irresoluble, bajo el prisma de la racionalidad consciente. Me sorprendió que Katherina no ejerciese de gallega ni de teutona, evitando el conflicto o analizándolo de forma cartesiana, sino que fue investida por una especie de manto latino, en el que la rebeldía y la pasión luchaban por permanecer por dentro de su epidermis, quizá por miedo a que ambos explotásemos de dolor, quizá por evitar exponerse públicamente a mis ojos.

En la última llamada, asió con firmeza su trolley, colocó el bolso de mano, me besó con ternura, y esgrimió su tarjeta de embarque, en la que se veía adherido con códigos alfanuméricos la etiqueta de su equipaje facturado, y una mancha de color Rouge Dior, seguramente procedente del sangrado de mi alma.

 


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