domingo, 5 de febrero de 2017

He Visto La Luz (V)

Evitado una mirada directa, fui avanzando hacia ella, musité un saludo protocolario, solicité su permiso para ocupar la silla frente a ella, que fue otorgado por un gesto imperceptible, para formar un inédico triángulo isósceles en el que ambos ocupábamos los vértices de los catetos más largos. Como ella llegó primero, supongo que el mérito es mío. Como también el de disfrutar de las vistas más bellas que pueden idearse: La Bahía de Pollença y el brillo de sus ojos. Huelga decir el balance. Al final de la noche podría haber estado frente al Monte Ararat, el Taj Mahal o el mismísimo Everest. No lo hubiera notado.

Y su saludo, demoledor: “¿A qué estás dispuesto?”

Su saludo precisaba de una respuesta lo suficientemente sólida y comprometida como para evitar que la magia del encuentro se desvaneciese como la espuma de las olas al forzar el malecón. No estaba la cosa para devaneos o incoherencias.

“A llegar tan lejos como las circunstancias lo permitan. Soy Toni. Tú debes ser Afrodita”

Le tendí mi mano, que estrechó y acarició simultáneamente. Un leve estremecimiento recorrió mi piel. Y no creo que fuese la electricidad estática, aunque nunca se sabe. Mientras recogía la servilleta del plato, donde se encontraba formando una especie de escultura geométrica, y la colocaba en mis rodillas, pensaba que la cena se haría muy complicada si andábamos toda la noche jugando a quién era más ingenioso y ocurrente para superar al otro. Me propuse reducir el nivel intelectual de la conversación, para hacerla un poco más humana y menos tensa, hablando de temas mundanos en términos coloquiales, frescos, sin grandes alardes gramaticales, citas de extrema agudeza, etc. Pero Katherina no me dejó. Me puso a prueba desde el principio, una especie de trivial etéreo en el que partecía muy difícil hacerse con alguno de los quesitos. Supuse que al final de la noche sabría si había superado la prueba. Eso me hizo sonreír, y ni eso se le escapó. Me preguntó por la razón de mi sonrisa, y aproveché para hacerle ver lo extremo de su planteamiento.

“Simplemente me preguntaba si obtendría una calificación cuantitativa o cualitativa tras el examen. Es decir, si tu rango oscila entre el cero y el diez o entre el Insatisfactorio y el Progresa Adecuadamente”

Le hice reír. A ella y a medio salón, porque su risa no es contagiosa. Es viral. Y la mitad de los comensales decidieron hacerle coro, como en “La Boda De Mi Mejor Amigo”, pero sin Aretha. Me sorprendió y me gustó. No es que fuera un defecto, pero sí un rasgo de normalidad humana. Obviamente ella lo era. Quizá no tan obviamente.

Ese episodio contribuyó a aflojar la tensión que había entre nosotros. Cuando se habla de tensión, inmediatamente pensamos en algo negativo, en nerviosismo, agresividad, discusión,…Yo quisiera otorgarle un matiz mucho más positivo. Llámemosle atención, concentración, intensidad, empuje, vigor. No sabría expresarlo atinadamente, pero ambos estábamos poniendo toda la carne en el asador, con el lógico desgaste energético, y quizás podría acarrear una especie de distracción sobre el hecho más gozoso, simplemente estábamos allí, compartiendo nada menos que nuestro tiempo, nuestro espacio, nuestras intimidades (o parte de ellas) Como tomar la medida adecuada de un excelente whiskey, al ritmo del paladeo, frente a un tequila a golpe de barra de bar. Hay un momento para todo, y este debiera ser el de la pausa y la degustación. Tiempo habría para la anarquía y el exceso, si procediese.

Se conoce que procedió pronto. Pidió la cuenta al finalizar el segundo plato, me pasó una especie de canastilla de bebé en la que me sorprendió no hallar un frasco de nenuco. Cogí el papelito, saqué la cartera e hice el amago de pagar con tarjeta de crédito. Observé un rictus de desaprobación en Katherina; Reintroduje la tarjeta; Saqué los billetes, los puse entre los pañales, perdón, en la cesta, y no me atreví a esperar el cambio, porque ella había cogido su bolso y me esperaba al lado del empleado de la levita. Deduje que la cena había finalizado.

Mi Fiat Panda estaba aparcado a pocos metros de allí, y me dirigí hacia él. Me tomó del brazo y me acarreó hacia el lado contrario, izándome a una escalinata de granito blanco que culminaba en la entrada principal de un hotel, que bien podría haber sido la residencia de verano de El Gran Gastby. No saludó, no hizo preguntas, no le preguntaron. Ascensor, segunda planta, primera habitación, llave en mano. Sin palabras. Bolso al suelo. Mirada de milésimas de segundo, y cuando pensé que iba a ser devorado, y me solazaba con ello, la primera sorpresa de la noche. Elevó sus manos hacia mi cara, desplegó unos dedos interminables, rozó la parte superior del pabellón auricular y deslizó el dedo corazón a lo largo de la convexidad del pabellón auricular. Me estremecí, buscando involuntariamente su calor. Persistió en su recorrido y me fundí en ella. Tuvo que hacer fuerza para arrastrarme hacia el centro de la habitación, rozar mi mano, correr las cortinas, permitiendo que las luces del faro marcaran el ritmo de nuestro encuentro. Desplegó sábanas y arrojó almohadas, una clara declaración de intenciones. A esas alturas, yo me encontraba tranquilo. Todo iría bien, porque el encuentro se desplazaba hacia un guión algo más conocido, con variaciones esperables o inesperadas, pero en un contexto más accesible. Ibamos a tener sexo, seguramente muy bueno y muy agradable, pero sexo.

Mientras que no volviese a rozarme la oreja, todo iba bien. Si volvía a hacerlo, estaba acabado.

 


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