sábado, 17 de diciembre de 2016

En Justa Reciprocidad (y IV)

Viendo que el pobre Santi solo había adoptado la única posición posible, nos concentramos en conversar con el entrenador, que nos explicó que el partido ya había terminado. ¿Podíamos llevarnos a Santi? “Imposible. Penales”

El partido había terminado, pero con empate. El ganador, a lanzamientos de penalty. Obviamente, con Santi de portero.

Valoramos la situación en un improvisado Gabinete de Crisis. Pensamos en salir corriendo, pero teníamos cincuenta metros de maravillosa arena color marfil hasta ganar la avenida. Pensamos en intentar convencerles, pero el idioma era un inconveniente no menor. Pensamos en buscar a la Policía, pero la mezcla de los dos inconvenientes anteriores desaconsejaba la maniobra.

Por tanto, solo nos quedaba esperar y desear que la tanda de penalties fuera rápida y favorable al equipo de Santi. En esa línea, nos dividimos. Dos al aeropuerto para coger tarjetas de embarque, llevar equipaje y simular un infarto si era preciso para retrasar la salida del vuelo. Otros dos se encargaban de gestionar el transporte. El resto, apoyo moral a Santi y generar una Línea Maginot para protegerle si perdían. Aún así, era mucho riesgo. Tampoco sabíamos cómo tiraban los penales, nunca les habíamos visto. Me extraño cómo Juanan se acercaba al equipo contrario, para hablar con el que parecía ser el utillero, dada la edad y el estado físico. Le ofreció una cerveza de la cosecha del hombre orquesta, y comenzaron a departir animadamente en un pequeño aparte. Cuando volvió, le pregunté de qué iba la charla, pero se negó a contestarme. “Solo hablaba con gente de futbol”, me respondió el ex-delantero centro de un buen número de equipos de la Preferente madrileña. Juanan se acercó a Santi, le dio unas palmaditas en la espalda y le cuchicheó alguna cosa.

No sé qué le diría, pero el primer penalti se lo colaron por la escuadra. Miré a Juanan, y me hizo un gesto de tranquilidad. Afortunadamente el compañero de Santi metió el suyo, tras rebotar en ambos postes y el culo del portero. Empate. El siguiente penalti lo atajó Santi, como si supiera a la perfección por donde iba lanzado. Me levanté a aplaudir enfervorizado. Estaba absolutamente implicado en esa tanda. De perder, tanto Maika como Santi me matarían, previa tortura. Y la culpa me perseguiría en todos los sueños de todas las noches hasta el fin de mis días. Ese puñetero esférico había recibido toda la energía positiva de la que era capaz. A veces para entrar, y otras para salir. Metáfora de lo volátil que es nuestra existencia. En unas ocasiones, la cosa va directa a la escuadra. En otras, el portero se resbala y tu vida al retrete.Ya me vale estar pensando en metafísica cuando, si acaso, se trataba de un problema de física. De movimiento uniformemente acelerado. Busqué consuelo en Juanan, que repitió ese gesto de tranquilidad, imitando el movimiento de samba con el que nos orientaba en los partidos cuándo había que retener el balón.

Samba o bossa nova, la cuestión es que Santi había parado todos los lanzamientos y que sus compañeros habían fallado todos. Solo faltaba tirar uno, y lo pidió el propio Santi. Yo jamás le había visto meter un gol. Ni en el futbolín. Su puntería con el pie era digna de choteo general en cada entrenamiento, y de bronca colectiva en los partidos. Pero el tío agarró el balón, lo colocó como esa judía que nos daban de pequeños para realizar el trabajo de ciencias. Con mimo, algodón y agua. Bueno, fue un escupitajo, por lo que algo de agua llevaba.

Se fue hacia el balón. Amagó el zapatazo y le tiró flojito al centro y bombeado. El típico penalti a lo Panenka. Había dado la victoria a su equipo, y a mí, la esperanza de seguir viviendo. Le enganchamos entre Juanan y yo, aprovechando la euforia del momento. Protestó tímidamente que quería recoger su trofeo, y le recordamos qué tipo de trofeo nos esperaba en Madrid si no hacíamos un milagro. No creáis que le convencimos del todo, eran sus quince minutos de gloria y se los habíamos arrebatado. Pero había una meta, un objetivo colectivo, y las individualidades deben estar al servicio del equipo. Juanan dixit.

En la avenida dimos rápidamente con los amigos que gestionaban el transporte, con resultado nulo. Y la cosa empeoraba. Los del equipo de Santi se acercaban a toda prisa, ebrios de éxito. Aquí Santi se vino arriba, chocó manos y explicó que era crucial para nosotros llegar al aeropuerto y que no había transporte disponible. Pequeño concilio de sus compañeros de equipo, y todos al microbus oficial del Botafogo Praia F.C. Oviamente no cabíamos, pero la legislatura del transporte discrecional en Río no era muy exigente. En caso de necesidad, se arreglaba con unos reais doblados en la cartera del permiso de circulación del microbus, y pudimos llegar al aeropuerto entre cánticos victoriosos con mesaje autóctono que no supimos comprender, y el casi obligatorio We Are The Champions, que coreamos a pleno pulmón.

La carrera por el aeropuerto, sorteando pasajeros, carritos, y duty frees hasta la puerta de embarque, fue épica. Digna de youtube. Obviamente estábamos en last call, pero los compañeros ya habían iniciado el numerito del infarto, y las azafatas de la puerta casi agradecieron que todo se tratase de una performance. No debían tener muy al día los conocimientos de RCP, por lo que nos dejaron pasar aliviadas. La llegada al avión, todos con los bañadores de flores, excepto Santi y su mítico Bob Esponja, causó el regocijo del pasaje, que nos perdonó el retraso.

Ya en el vuelo, decidimos descansar unas horas y reunirnos después para comentar la logística. Dormimos lo que pudimos en los asientos turista de Iberia, y recibimos la espectacular hospitalidad de sus tripulantes de a bordo. Lo mejor que podemos decir de ella es que no nos insultaron. Faltando un par de horas, despertamos a todos y revisamos el plan. En primer lugar, enumeramos las cosas que nos faltaban para presentarnos en El Paular.  Lo teníamos prácticamente todo. Solo nos faltaban los anillos, el traje del novio, la plata para pagar el convite, el coche y el pendrive con la música de la boda. Y tiempo. Mucho.

Como el trayecto hasta El Paular, un sábado por la mañana, suele tener mucho tráfico, decidimos que necesitaríamos un vehículo ágil y rápido. Una moto, por ejemplo. Entre todos, juntábamos una Vespino de 50 cc., si es que conseguíamos arrancarla. Optamos por alquilar una en el aeropuerto. Ninguno tenía permiso de conducción de motocicletas, pero a esas alturas, era un inconveniente menor. El traje era imposible de rescatar, por lo que revisamos nuestros atuendos y localizamos un par de jeans negros y una chaqueta tipo Teba que, con unas zapatillas adidas casi nuevas, vendría a conformar un smoking…alternativo. Si encontrásemos abierto una tienda de conveniencia, quizás una pajarita de pega, de esas que se usan para los niños. Recopilamos el dinero, y decidimos que Juanan llegaría tarde a la misa para vaciar sus tarjetas de crédito en diferentes cajeros, porque obviamente se sobrepasaba el límite. Lo de los anillos era más jodido, pero uno de los compañeros conservaba en un llavero su anillo de pedida y de pedido. Es decir, el suyo y el de su ex. Obvio que no llegó a usarlo, por razones que no vienen al caso. Hizo montar el llavero para que cada día que llegase a su casa no olvidase que, a pesar de que el día quizás no había sido perfecto, siempre hay situaciones peores: Podía haberse casado.

Al llegar a Barajas, los sacrificados, Juanan y Manu, se encargaban del equipaje y llegarían tarde a la Iglesia. El resto, al Rent a Car. Moto para Santi y para mí (resulté agraciado en el sorteo), y Seat Panda para el resto. Recogimos la moto, los cascos y suplicamos unos guantes. No había disponibles y no había tiempo para comprarlos. Mientras que yo recogía el vehículo, Santi se vistió con los retales que encontramos.

El día había amanecido en Madrid con la habitual brisa de la Sierra de Guadarrama, tan pura y sana como fría. Unos ocho grados centígrados y viento del norte. Solo en el trayecto entre el parking y la puerta de salida donde había quedado con Santi, ya me había congelado. Esa era mi penitencia, pensé. Qué equivocado estaba.

A la altura del Circuito del Jarama, a poco mas de treinta kilómetros de Madrid, pensé en suicidarme directamente. Las manos moradas, las piernas blancas. Obviamente, el bañador no me tapaba mucho. La camiseta sahariana, parecía sobreimpresa en mi piel, casi tatuada. En fin, empaticé rápidamente con el gran Amundsen, con el sherpa Tenzing y con los cubitos de hielo, pero llegamos al Paular.

Santi corrió como un loco. Habíamos logrado una nueva proeza. Modificar la ancestral costumbre de que la novia siempre llega tarde. ¿No queremos igualdad? Pues el novio también tiene derecho a hacerlo. Veinte minutos. Pero las tradiciones hay que derribarlas así, a machetazos. Corrió por el centro del pasillo y ocupó su sitio al lado de Maika. Esta no movió un músculo. El sacerdote le pidió permiso para comenzar, y ella le hizo un gesto inapreciable de aprobación.

Salvo el “que se besen”, porque no parecía estar el horno para bollos, todo transcurrió normalmente. Arroz, vítores, caras de emoción. Lo de siempre. Parecía que Maika no se lo había tomado muy mal, aunque procuré no acercarme. Sin incidencias, nos dirigimos al Hotel anexo para el convite.

Mis amigos llegaron un par de horas después, y me trajeron algo de ropa, que agradecí efusivamente. Llegué a olvidarme de todo el viaje y disfruté del convite con los amigos y el resto de la pandilla, que querían detalles de la despedida de soltero. Solo atinamos a decirles que fue …diferente.

Epílogo

Al día siguiente, recibí una llamada de Santi. Me pedía que le dejara quedarse en mi casa. Al parecer, Maika, en justa reciprocidad, le había dejado sin noche de bodas, sin luna de miel, sin casa, sin beso, y con una amenaza muy seria de separación. Habían tragado con la boda por respeto a los invitados, pero no podía seguir casada con un individuo que había sido capaz de dejarla en ridículo y jugarse un futuro juntos. Y eso que no conocía todos los detalles. Me pidió consejo. Solo pude aconsejarle lo que hicimos a continuación.

 Puedo aceptar, como hipótesis de partida, que se nos pudo ir la mano. Pero no es menos cierto que ella no tiene el menor sentido del humor. Y heme aquí, sentado sobre los fríos escalones de granito, vestido como un moderno juglar, con mi jubón, mis medias, mi capa y maltratando una guitarra española veterana en estas lides.

Y como improvisados tunos, nos dejamos la voz y la afinación por un amigo, por su futuro con una mujer que le haría infeliz el resto de su vida. Porque ahora, además de la mala leche, tenía un recuerdo inolvidable, que esgrimiría en cualesquiera discusión que tuviesen el resto de sus vidas.

 


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