sábado, 13 de enero de 2018

Una Simple Confusión (IV)

En ciertas ocasiones, un elemento mundano es capaz de aportar la cordura que nos falta, simplemente estando ahí, pasivo, indiferente, formando parte del paisaje urbano. Y en cambio, nos ofrece una salida, una respuesta, como la presencia de un faro en el horizonte. En este caso, algo tan poco sofisticado como la luz verde de un taxi libre, consiguió arrancarme de los más profundos pensamientos para colocarme en la senda, ya fuese correcta o lo contrario. Me abalancé hacia la portezuela trasera, dispuesto a dar por finalizada mi noche de cumpleaños, mis ilusiones y mi vida, para abrirme paso en la monotonía del día a día, cuando sufrí una parálisis motora generalizada, justo al oír una frase a mis espaldas.

“¿Vas a dejarme plantada otra vez, como siempre, como cuando éramos chiquillos?”

No sé si me molestó más el tono o el contenido. Es cierto que a veces cuesta trabajo extraer la esencia, la verdad de un mensaje transmitido, pero en aquel caso, en ese preciso instante, interpreté que Estela había mentido. Y con chulería. No es cierto que yo la dejase plantada, y mucho menos debía hacerme llegar ese mensaje desde una posición de superioridad. Podía aceptar que no me hubiese hecho ni caso, porque para eso es muy libre de elegir a sus amigos, sus amantes o sus novios, pero me parecía el colmo de la desfachatez que transmitiese una realidad alternativa y radicalmente opuesta a lo que sucedió.

Barajé dos opciones: Decirle que estaba mintiendo como una bellaca o, por el contrario, decirle que mentía como una bellaca. Opté por introducirme en el taxi, mirarla con cara de asombro y desearle una feliz noche. Tuve tiempo, desde la puerta de la discoteca hasta su casa, porque la muy meretriz se metió en el taxi unas décimas de segundo antes de que cerrase la puerta trasera. Y una vez dentro, lo que no podía hacer era olvidar mis deberes de caballero hidalgo español.

Me sorprendió oírle pronunciar la dirección de destino. “Paseo de Santa María De La Cabeza, a la altura del Puente de los Capuchinos“. Lo último que podía esperarme de ella era que siguiese viviendo en casa de sus padres. Se vio obligada de aclararlo, a la vista de mi cara de asombro. “Me he divorciado y, de momento, vivo con mis padres“. Ese detalle me permitía iniciar una línea de conversación interesante, qué duda cabe. Y abordé el asunto con extraordinaria intrepidez y audacia. “¿ Y cómo están tus padres?“.

Me miró, incrédula. “¿De verdad te interesa más saber cómo están mis padres que cómo estoy yo?“. Desde luego, la niña no se iba por las ramas. Decidí que hasta ahí habíamos llegado. “Mira, discúlpame si te parece que no actúo o hablo cómo tú esperas. Quizá sería más fácil que me explicases qué coño esperas de mí. Llevamos sin vernos décadas, y me estás empezando a acariciar mis partes nobles con una lija del siete. No sé si te alegras de verme, y lo disimulas de maravilla, o si de verdad esperabas un recibimiento con loores, confeti y alabanzas. O…“. Se me encendió la lucecita. “O es que alguien o alguienes te han dicho alguna cosa que te haya hecho pensar…“.

En ese momento puso cara de extrañeza, como si le estuviese hablando de las costumbres de apareo del cangrejo de río. O era una gran actriz o no sabía de qué le estaba hablando. “Oye, guapo, yo tengo la sana costumbre de pensar por mí misma“. Y aquí le cambió la expresión facial. Menos mal que ya estábamos doblando por la calle Antonio López, y la tortura sólo se extendería unos minutos más. Volvió la cara hacia la ventanilla, aparentemente extasiada, como si estuviese en Budapest, contemplando el paso del Danubio por debajo del Puente de Las Cadenas, cuando en realidad pasábamos frente al Cuartel de Bomberos. Simplemente no quería verme, o no quería que la viese.

La despedida fue cortés por mi parte, y gélida por la suya. El balance de la noche no había podido ser peor. Un cumpleaños inolvidable, en el sentido literal de la palabra. Y tenía no menos de media hora hasta mi apartamento. Le sugerí al taxista que tomase la ruta del centro, accediendo a Atocha y subiendo por el Paseo De La Castellana. Quizá no quería llegar a casa, acaso buscaba compañía exterior. Al poco de rebasar el Estadio Santiago Bernabéu, pedí al taxista que me dejase en el lateral. Necesitaba o quería una última copa. La conseguí por los pelos. Ya nada era como antes, como cuando cerrábamos los bares al amanecer, cuando se echaban los cierres y comenzaban a suceder las cosas. Cuando no te esperaba un apartamento vacío, sino un poco más de juerga. Cuando te partían el corazón a diario y cicatrizaba como por arte de magia. Nada era como antes. Cuando los amigos eran leales, te arropaban y te mimaban. Hoy por ti y mañana por mí. Cuando ellas eran el enemigo y el objetivo. Cuando las reglas estaban claras.

Salí casi a rastras del local. Afortunadamente,  tenía todo el día para recuperarme de la borrachera. La fatiga física pasaría. Otra cosa era la mezcla de sentimientos encontrados que abordaban mi alma. Quería sentirme utilizado, pero para ello me faltaban evidencias. Humillado, porque para ello me sobraban evidencias. Inútil, porque lo era. No supe ver más allá de mis recelos, de mis almenas, de mi orgullo adolescente. Lo único relevante en esa noche de locos era la presencia de ella. Los últimos años había intentado borrarla de mi corazón, pero había utilizado la táctica equivocada. Como cuando intentas cambiar una palabra sobreescribiendo encima de ella. Lo lógico, lo más eficaz hubiera sido borrar y comenzar de nuevo, pero jamás lo hice. Admítelo, siempre estuvo allí, me dije. Y ahora que de verdad estaba, la expulsé de mi vida, con el método más burdo concebible, el de negarme y negarle sentimientos y emociones que en realidad presidían todos los actos de esa noche. Sólo quedaba desear que las pocas horas que quedaban hasta el alba, pudieran mitigar o camuflar el dolor que sentía. Al menos, disimularlo.

Como era de esperar, la mañana no cambió nada en absoluto. Al despertar estaba exactamente igual de jodido y mucho más resacoso, lo que únicamente aportaba a mi diatriba sentimental, un punto de vista mucho más radical. Consideré esa noche como una señal del destino, un signo inequívoco de que jamás debía permitir que hechos o sentimientos, ya fueran pasados o presentes, alterasen el equilibrio inestable que mantenía conmigo mismo. Y ello obligaba a mantener un cierto alejamiento de cualquier elemento perturbador. Así, ignoré los mensajes y llamadas de mis supuestos amigos, indagando al respecto de mi prematura huida de la discoteca, preguntándome si me había gustado la celebración y “las sorpresas”. Y ya, envalentonado, rechacé una llamada procedente de un número fijo que conocía indirectamente, ya que comenzaba por los números habituales de mi antiguo barrio. En el mejor de los casos era una llamada de Estela, desde la casa de sus padres. Por supuesto, la ignoré.

En lugar de intentar aclarar las cosas con mis amigos, incluso con ella, opté por una estrategia mucho más inteligente. El proceso analítico que utilicé para justificar mi elección, no podía ser más sólido. Si interrogaba a mis amigos al respecto de una posible encerrona, previamente pactada con Estela, para hacerme pensar que la llama del pasado se había reavivado misteriosamente, ellos lo negarían. Bien. Por tanto, se habrían debido producir los siguientes hechos independientes y simultáneos. Número uno. Una simple coincidencia espacio-temporal; Nosotros y ella, a la vez, en el mismo garito. Número dos, que ella decidiese, como por arte de magia, que quería no solo salir del local conmigo, sino que, además, la noche acabase con los dos compartiendo lecho. Número tres, que sus sentimientos hacia mí hubiesen sido reprimidos, no solo por mí, que eso era una certeza, sino por ella. Porque en el caso de que esos sentimientos fuesen sobrevenidos, es decir, que nada más verme en la disco, se hubiese encoñado conmigo, sería el hecho número cuatro. Y si todo eso se hubiese producido simultáneamente, tendría tres actuaciones a reprochar. La primera, a mí mismo, por ser un completo gilipollas. La segunda, a ella, por no haberse percatado de que yo era un gilipollas. Una cosa es que yo no reparara en ello ya que, al ser un estúpido integral, estaría plenamente justificado, y otra muy distinta, es que ella, siendo la chica, y por tanto lista y aguda, no se hubiese dado cuenta. Y la tercera, no haber jugado mucho más dinero a la Lotería de Navidad, dado el acúmulo de hechos favorables en mi entorno.

Imagen destacada tomada por Concepcion AMAT ORTA… [CC BY 3.0], via Wikimedia Commons

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