miércoles, 3 de enero de 2018

Ella, Hegel Y, Si Acaso, Yo (Y VI)

El post de hoy atiende a la petición de Ana, desde su blog http://ift.tt/2Ei9qAo y el de Mayte Blasco. La entrada de hoy, continuación , se inicia en una biblioteca, como solicita Mayte, prosigue en un entorno de debate filosófico, como ha solicitado Ana, y  concluye en una biblioteca, siguiendo los deseos de Mayte.

Obviamente, la concurrencia no tomó mi negativa en serio, y detectando que el juego podría alargarse definitivamente hasta la salida del sol, momento en el que el chocolate y los churros tomarían el relevo de los besos y caricias, propusieron miles de estrategias para evaluar el resultado final del desfile ciego.

Y una vez más, Julia tomó la voz cantante. Se había convertido en una extraordinaria maestra de ceremonias, en lo que se refería a tocarme los huevos. Mira que yo había llegado a la noche con perspectivas muy escasas, con el afán de pasar cuasi desapercibido y, todo lo más, iniciar algún tipo de contacto que pudiera llegar a ser confirmado en los próximos días o semanas, pero de forma mucho más convencional. También había considerado la posibilidad de tener algún fugaz encuentro sexual, pero más o menos como cuando compras un billete de lotería, con ilusión, pero sin esperanza. Pero su presencia, lo había cambiado todo. Ahora era una especie de bufón medieval, en un entorno cuasi medieval, pero con el noble propósito (inducido), de entretener a la concurrencia. Había que ponerle fin, pero ella no consintió.

“Bien, ya que Toni ha recibido los besos y caricias de todos los asistentes, se le insta a que revele el nombre de la afortunada besadora misteriosa, en el caso de que lo haya podido averiguar”. Desde luego que no tenía ni puñetera idea, pero no iba a reconocer ese hecho. Ni el contrario. Alcé los brazos, protesté con débiles argumentos y recibí un diluvio de chanzas y risas. Yo solo esperaba que aquello acabase para volver a mi vida habitual, tras los churros, por supuesto. Pero ya saben aquello de que el hombre propone, y siempre hay una mujer para joderlo. ¿O no era así? En cualquier caso, vino una mujer y lo jodió, pero del todo.

“En estos momentos de duda, desconocimiento y sospecha, no tenemos más remedio que recurrir a la ayuda de los expertos”, declamó a voz en grito, aquella que se había convertido en alma mater de la fiesta. “Este desempate ha de resolverse al estilo hegeliano, ¿no estáis de acuerdo?”. Las vibraciones procedentes de los gritos de jolgorio de los asistentes, seguramente habrían tambaleado los cimientos del monasterio. Yo estaba completamente seguro de que el noventa por ciento de los asistentes no había oído hablar de Hegel, y el diez por ciento restante, no se imaginaba cómo alguien podría retorcer los postulados de Hegel, hasta tal punto que pudiera resolver una disputa en un concurso de besos. Tuve que callar, porque no tenía ni puñetera idea de las intenciones de aquella Mefistófeles improvisada (o profesional).

“Ya sabéis que Hegel defendía que la historia se explicaba porque un grupo formulaba una idea, lo que era conocido como tesis. Otro la rebatía (antítesis), y de la confrontación entre ambas ideas, el debate se enriquecía con la propuesta de una síntesis, que pasaría a ser la nueva tesis. Pues bien, nosotros hemos asistido a la Tesis, es decir, a los besos que le hemos proporcionado a Toni. Como éste es un tanto ceporro, un poco insensible, quería decir, vamos a lanzar una antítesis. Y va a ser él quien la formule, besando a las chicas que se presten, pero con los ojos vendados, con el fin de enriquecer la concentración, explotar la sensibilidad de los sentidos, y evitar que nos estafe, eligiendo a la chica que a él más le guste. En cualquier caso, habríamos obtenido la deseada síntesis, la resultante de la tesis y la antítesis, o sea del beso recibido, y del proporcionado. Si el mejor beso se lo otorga a una chica fea (que no es el caso, porque todas estamos buenísimas), pues tendrá que cargar con la culpa el resto de sus días). Si no es capaz de detectar a la chica que le ha proporcionado el beso que ha originado todo este sutil proceso deductivo, se quedará vagando por la vida, sin otro recurso que el sufrimiento eterno, o la autosatisfacción crónica “. No estoy seguro de que fuese este último destino, o simplemente la cabronada que estaba proponiendo. El hecho es que nuevamente había obtenido un extraordinario éxito en mi función de bufón improvisado.

En esta circunstancias, no cabía otra opción que la de pensar rápido. Con disimulo, localicé el post-it donde había anotado los detalles de la cita de la reunión, que aún mantenía ciertas propiedades adhesivas, y antes de que procediesen a vendarme los ojos, condición sugerida por Maika, a la que el cambio de año no había conseguido convertirla en otra persona, y que seguía siendo la reina de los zorrones, me acerqué a Julia decididamente, como si fuera a implorarle piedad, asiéndola suavemente del hombro izquierdo con mi mano derecha. En ella llevaba el post-it, que deposité suavemente en su omóplato izquierdo. Alea jacta est.

Y ya sólo quedaba disfrutar. Fui besando una a una a todas las asistentes, disfrutando de un catálogo variado de los mejores ósculos, proporcionado por las exquisitas jóvenes presentes. Pero el fugaz y delicado piquito que había recibido de la misteriosa joven se tornó en un descarado beso de tornillo, con el que disfruté como un enano, atizado a todas y cada una de las mujeres presentes. El procedimiento, el mismo para todas. Las asía delicadamente con la mano posada en su hombro, y procedía a ejecutar la maniobra. Variedad, calidad y gozo. Extraordinario Hegel, vive Dios.

En un momento dado, creo que fue en el séptimo beso, detecté la presencia del post-it en el omóplato de la afortunada, y ahí me vine arriba, más por venganza que por deseo. Y me dediqué en cuerpo y alma a ajustarle las cuentas a ese diablillo, esperando haberle proporcionado el mejor beso que hubiese recibido en su vida. No sé si lo conseguí, pero que lo intenté, puedo certificarlo. Y protestas, no recibí ni una.

Al finalizar el recorrido, me quitaron la venda de los ojos y me preguntaron por el diagnóstico. Yo, a esas alturas, ya estaba muerto de risa, y carente de cualquier tipo de sensación vergonzosa. Manifesté, alto y claro, que no había podido detectar a la misteriosa besadora, pero que estaba seguro de poder hacerlo, tras una segunda ronda. Las risas y los lanzamiento de cojines, coincidieron con las campanadas que marcaban las ocho de la mañana, hora de apertura de la churrería local y, como un ejército bien entrenado, acudimos a recoger los restos de la cena y nuestras pertenencias. Nos citamos en la puerta principal en diez minutos. Yo tenía poco que guardar, por lo que me dirigí a la biblioteca para esperar al resto, curioseando nuevamente entre los magníficos volúmenes existentes. Y entre ellos, mirándome fijamente, con una expresión adusta, confundida o acaso reprobadora, la “Fenomenología Del Espíritu”, de Friedrich Hegel. En su interior, un retrato que, ruego a Dios, no le hiciese justicia. Desde luego, no tenía el aspecto de un hombre que hubiese proporcionado muchos besos en su vida. Supongo que es lo que tiene filosofar durante décadas para que luego, unos pervertidos como nosotros ajásemos sus pensamientos con propósitos lujuriosos. Ya se sabe que cuando el autor pone a disposición del público su obra, ésta pasa a ser patrimonio de éste. Así que, a joderse.

Mientras fastidiaba a Hegel con este tipo de pensamientos impuros, las risas iluminaron la habitación. La reina de la fiesta había hecho su aparición. Ya desprovista del sexy vestido negro, se había colocado unos tejanos que la hacían mucho más terrenal. Mientras que con el vestido parecía lo que había sido esa noche, una revolucionaria, interesante, inteligente y brillante mujer, con esos pantalones vaqueros, se convertía en esa vecina del piso de arriba de la que has estado enamorado toda tu vida, y a la que contemplas traspasar el portal con uno y otro novio, hasta que finalmente se casa y se muda de tu barrio, mientras que tú te quedas destrozado en el descansillo de la planta baja, preguntándote por qué no le dijiste nunca lo que sentías.

Complementaba su atuendo con un asexuado pero eficaz jersey de lana, que me recordaba a esos privata de mi adolescencia, seguramente inspirado en ellos, unas botas altas de montar, y un pañuelo colorido colocado en la cabeza, con el que me hubiese gustado atarle las manos y besarla hasta la siguiente Nochevieja. Sobre la marcha, me preguntó, así, a bocajarro, dos cosas, casi sin esperar respuesta. “Toni, me he fijado en que el vestido que me acabo de quitar tenía un post-it, escrito con letra de médico. ¿Por un casual, tú no sabrás a quien pertenece, ni el propósito del mismo?”. Contesté, un tanto burlón: “Chica, ni idea. A lo mejor se trata de una versión moderna de las miguitas de Hansel y Gretel, o el hilo de Ariadna, para marcar el camino de salida. O podría tratarse de un remake de los cantos de sirena, los que llevaban a los marineros de Ulises a las rocas donde naufragaban”. Y acto seguido, el obús: “¿Y estás completamente seguro de que no sabes quién te dio el beso?”. Ahí, creo que tuve un momento de inspiración. “Estoy tan seguro de que no sé quién me dio el primer beso, como de quién me hubiese gustado que lo hubiera hecho. Y mucho más seguro aún de quién me ha proporcionado el mejor beso de la noche.”

Y, con el único propósito de no dejar interrogantes abiertas, así con fuerza la cintura acolchada por el jersey de lana, coloqué mi mano izquierda por debajo del pañuelo, y acerqué sus labios a los míos. Creo que la solté porque entraba en apnea, no por el hecho de que todos nuestros amigos nos hubiesen encontrado morreando en la biblioteca, y mucho menos porque nos esperasen el chocolate y los churros.

Alguna vez le he preguntado si ese beso misterioso procedió de sus labios, o aún pulula por la Sierra de Guadarrama alguna admiradora secreta. Lo hago para chincharla, porque lo único que me interesa en la vida es estar a su altura. Pero solo obtengo una respuesta, sean cuales sean las circunstancias en la que le formulo la interrogante:

“Tú, es que eres gilipollas”

Jakob Schlesinger [Public domain], via Wikimedia Commons


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