viernes, 5 de enero de 2018

La Guitarra Y El Metro (Wiwichu 2017)

Wiwichu 2017

Hoy atendemos la petición de Víctor Nanclares. Se trata de un Artista, y lo recalco. Lo es por capacidad, por convicción, y por ejercicio diario. Formal e informal. De estas personas que regalan risas, sonrisas y muecas. De los que te regalan entradas para compartir su talento en cualquier escena cotidiana. De los que no pueden contener una risa cuando se cae una grapadora, o cuando se bloquea el disco duro. De los imprescindibles, de los necesarios en nuestras vidas.

Y además, es un devoto del Cine. De los que adoran las obras maestras y de los que dinamitarían un montaje final inadecuado. De los que sufren con una mala peli. De los que lloran con una obra maestra. Y de eso va su blog, de cine. Se trata de una especie de crítica de revista, pero con más pasión y objetividad, y siempre desde la perspectiva del actor.

Y Víctor solicita lo siguiente:

Así como petición…un relato que incluya las palabras: Oscar, tabaco y turrón.

Y con esta entrada, atendemos su Wiwichu

La Guitarra Y El Metro

 

Coincidíamos todos los días, excepto los jueves. Su guitarra acústica, su amplificador minimalista, su cartón de tabaco para las monedas. Ocupaba la parte trasera de la entrada al metro, casi adosado al kiosko de periódicos. Una ubicación perfecta, con una densidad de paso extraordinaria en las horas punta. No cumpliría los setenta, pero mantenía un porte comparable al de un veterano Director de Orquesta. Agil, dinámico, con ojillos vivaces. Más delgado que enjuto, y más cordial que simpático. Nunca supe su nombre, simplemente era El Músico, y creo que para él significaba más que un Ducado.

Con el tiempo, me fui familiarizando con el repertorio. Nada de grandes éxitos, nada de estruendo, nada de ritmos agitados. Alternaba el blues con el pop melódico, algún rock muy suave, el que siempre interrumpía mi paso ligero, y provocaba que una y otra vez, perdiese el mejor de los trenes.

Poco a poco desarrollamos una especie de código de silencio, mediante un amplio catálogo de intercambio de muecas. “Hoy hace frío”, se traducía con un estremecimiento general, algo exagerado, realizado por los dos al unísono. “Los de hoy no dejan ni para un café”, se representaba a través de un ejercicio exagerado de cierre de puños. “Hoy ha venido tu amiga, la guapa”, me era comunicado a través de un cambio de estrofa forzado, fuese cual fuese la melodía que estuviese interpretando. Digno de un Oscar de Hollywood.

Esta mañana no le he visto. Y hoy no es jueves. La del kiosko no sabe nada. He forzado mis horarios por si le veía. He caminado en torno a los bares más tradicionales y baratos, donde de cuando en cuando podría solicitar una taza de café. Compré algo de turrón, como una especie de aguinaldo navideño. Me acerqué a vigilar otras estaciones próximas, por si hubiese realizado algún cambio de emplazamiento por razones estratégicas. Creo que hice lo que razonablemente se me podría solicitar.

Pero ésta es mi duda. De haber hablado, de haberme interesado por su vida, habría detectado algún hipotético problema de salud, algún problema familiar. Quizá un abuso de alcohol. Acaso se trataba de un vagabundo sin suerte, sin domicilio estable ni amigos en los que apoyarse. Y yo sólo intercambiaba algunos gestos, poco comprometidos, de baja intensidad, los que podría hacer en el trayecto del ascensor con un vecino lejano.

En cambio, él formaba parte de mi vida. En esos quince minutos, los que tardaba de mi casa al metro. En esos veinte minutos de trayecto hasta el trabajo. El conseguía generar una ilusión que duraba treinta y cinco minutos cada uno de los días de mi existencia. Y yo no fui capaz de intercambiar con él, siquiera dos palabras.

 

 


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