miércoles, 30 de noviembre de 2016

La Buena Educación

Se trataba de una consulta a la antigua usanza. Llegabas, dabas tu nombre, te anotaban y esperabas. Nada de internet, ni de turnos automáticos ni reservas de plaza. Se aguantaba a pie firme lo que fuese necesario hasta que la enfermera sesentona pronunciase tu nombre, con mayor o menor precisión.

Y que no se te ocurriese corregirla. Si te cambiaba el nombre de pila, ni un comentario. Lo hacías tuyo y seguías adelante. Si confundía el primer apellido y le hacías la matización con extraordinaria mansedumbre, a veces repetía tu nombre con el apellido corregido, aunque con un tono de voz similar al de los ujieres del Congreso: Engolado, Marcial, Solemne. Seguramente para hacerte ver que no eres tan importante. Un simple paciente que tendrá la inmensa dicha de ser examinado por esa colosal figura de la Medicina. Qué más podías pedir.

Esas eran las reglas del juego. Las aceptabas o te ibas a un médico privado. On-off. No hay opciones, no hay alternativas, no caben opciones imaginativas. -Y después de todo, es tu salud la que está en juego. Y tragas. Por si acaso.

Pero en todo juego existe el típico jugador tramposillo, liante, irredento y anárquico, que admite tácitamente una laxa interpretación de las normas. Siempre se las apaña para vencer, de manera más o menos ética, más o menos legal, más o menos discreta. Yo tengo cierta tolerancia a esa figura, tan directamente emparentada con la literatura española clásica, con personajes como el Lazarillo de Tormes y El Buscón de Quevedo. Los respeto porque actúan como verdaderos profesionales. Siempre he admirado a los ejecutores, más que a los ideólogos.

Y en este juego, el tramposillo suele ser tramposilla. Suele tener una edad avanzada, suele tener aspecto cansado y enfermizo, pero sus movimientos son felinos, precisos, fugaces. Demuestran una osadía extraordinaria, una intrepidez a toda prueba y un arrojo digno del Capitán Trueno.

Se trata de estas típicas ancianas que aprovechan el mínimo atisbo de duda en jóvenes o varones para realizar una hábil maniobra de distracción y adelantarse en el acceso a consulta. Todo les sirve: “Joven, ¿puede ayudarme con los papeles del médico?” para una vez enfrascado en los mismos, darte cuenta de que son recibos de la compañía aseguradora, que además debes custodiar porque cuanto te has querido dar cuenta, la anciana ya está en consulta. La clave está en la interjección “Joven” ahí ataca tu vanidad y crea una mezcla de alhago y confusión que le permite una rápida incursión por la banda, hasta alcanzar su objetivo: La consulta.

Reconozco que me la hicieron en dos o tres ocasiones. Debían ser compañeras de la clase de “Estafa al inexperto”, porque el modus operandi era muy similar. Amago, despiste, sprint. Pero aquella tarde venía preparado. Marqué a mi predecesor en la cola. Revisé que mi nombre estuviese debidamente colocado en la lista, y me coloqué en una posición oblicua 30º que me permitía visión periférica de la sala de espera, pasillo y entrada a la consulta. Identifiqué a las sospechosas y las marqué estrechamente.

La estrategia funcionó correctamente. Lo intentaron dos de ellas, pero esa vez no estaba para bromas, y debieron darse cuenta. Me miraron y mi lenguaje corporal debió persuadirlas de que no había nada que hacer, y mantuvieron posiciones.

Llegamos a los minutos de la basura ocupando la pole position para acceder a la consulta. Problema resuelto. O no. La escuché justo cuando estaba a mi altura.

“Joven, he visto que es vd. el próximo en entrar en consulta” “Así es, señora”, contesté con un cierto deje de orgullo.

“Me preguntaba si sería vd. tan gentil de cederme su posición en la cola” Por supuesto, no estaba dispuesto e inicié el proceso de articulación de una firme aunque correcta negativa.

“Cuando nos quedamos solas, sin marido ni hijos a los que recurrir, hasta la más minima gestión diaria se nos hace un mundo. Algo tan sencillo como venir al médico se nos antoja una extraordinaria dificultad. El estado de salud, el ánimo que no está muy boyante, y hasta la pensión, que nos condiciona. Ahora mismo necesitaría salir enseguida, porque he de llegar a mi casa antes de la hora de tomar el sintrom. Cuando lo tomo más tarde, me revuelve, lo he notado. Por eso le pedía a vd. que tuviera la amabilidad de cederme su turno”

No tuve más remedio que reflexionar al respecto de sus palabras. Estas personas vienen totalmente condicionados porque la sociedad, las ciudades, los gobiernos, no están preparados para atender este tipo de necesidades. Claro, son colectivos con escasa capacidad de movilización, a veces analfabetos, cuando menos funcionales. Y el poco tiempo que les queda de vida, han de adaptarse a esa especie de gimkana que es la sociedad moderna.

Obivamente le cedí el turno. Me lo agradeció con una sonrisa, se adelantó a la llamada de la enfermera y salió a los quince minutos. Me sonrió, extrajo un auricular bluetooth del bolsillo, y tras teclear tres o cuatro veces, inició una llamada por face time en su flamante iphone 7, revestido de una funda personalizada con una fotografía en blanco y negro del que debiera ser su marido. Le contestó una chica joven, con la que quedó en la puerta de la consulta en cinco minutos justos, porque la anciana tenía que pasar por el Ikea para recoger una estantería Bönde.

Tras una mezcla de estupor e indignación, decidí olvidar el incidente de la forma más discreta posible y encaminarme a la consulta, con el infortunio de ser adelantado en el recodo del pasillo de acceso por una anciana precedida de un andador de aleación ligera.

 


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