jueves, 24 de noviembre de 2016

Ni Siquiera El Tiempo

La reconocí enseguida. Como ella a mí. Yo miré hacia la botonera del ascensor. Ella hacia un punto indeterminado en el techo. Solo eran tres pisos más y podría olvidarla. Si lo logré durante diez años, podría prolongarlo un poco más. Y supuse que ella no estaría más interesada que yo, pero ahí me equivoqué. Simplemente fue más discreta. Esperó a que el ascensor alcanzase mi destino. Y me siguió. Me alcanzó y me habló.

Me facilitó mucho las cosas al preguntarme si iba a ser tan estúpido como para intentar evitarla. Yo le recordé que tenía suficiente capacidad para ello. Que “no era lo suficientemente maduro”, según sus propias palabras, para aceptar una decepción. Y por tanto, tenía derecho a comportarme como un perfecto imbécil. Ella me dio la razón. “En efecto, tienes todo el derecho a seguir comportándote como hasta ahora, como un completo idiota, no faltaría más””Celebro que estemos de acuerdo. Propongo que me permitas seguir actuando como si no te conociera ni te hubiese querido nunca””Por supuesto que no. Que tú seas un inmaduro y un rencoroso, no significa que yo lo sea. Por tanto, voy a apelar a una de tus virtudes, la caballerosidad, y te voy a permitir que me invites a tomar un café. No puedes negarte, eso sería traicionarte a tí mismo. Una dama te pide que la invites. No puedes hacer otra cosa”

Sí que podía, desde luego. Pensé en las peores maldades del mundo. Fingir que había olvidado la cartera y que ella tuviese que pagar el cafe, por ejemplo. Pero no era capaz, y ella lo sabía. Abusaba de tanteo, como se dice en el mus. Sabía mis puntos débiles. Donde tengo las cosquillas. Los poemas de Baudelaire que me inquietan. Los temas de Supertramp que me aplacan. El café de la mañana. Esas caricias que me rinden. El protocolo y la buena educación, que es una liturgia para mí. Es difícil luchar contra quien sabe todo de tí, porque lleva el carcaj lleno de flechas venenosas. Y raro es que en el fragor de la batalla no cargue su ballesta de unas cuantas, hasta que te mata. Por el veneno, por el impacto, por la pena que te causa, o por tu contraataque. Pero muerto.

La violencia con la que rotaba la cucharilla provocó un pequeño tsunami en el platillo del café. Creo que esbozó una sonrisa. Mientras que le preguntaba por los temas más socorridos, pensaba cómo podría ser tan fría como para forzarme a pasar un rato juntos, sabiendo como sabía que me había hecho daño. De hecho se lo pregunté. Ya estaba allí, así que esa inusitada reunión podría, al menos, informarme de cómo funcionan ese tipo de cosas. Cómo se hiere a otro ser humano y se convive con ello. Para mí es un completo misterio, pero me consta que hay verdaderos profesionales en esas artes. Y de los profesionales siempre se aprende.

Del lenguaje verbal no pude sacar más información que un “hijo de puta” Interpreté que mi pregunta le pudo disgustar. Creo que no me expliqué del todo. Intenté trasmitirle toda mi admiración y mis deseos de aprendizaje, y no debió comprenderme. Deduzco que pensó que me estaba metiendo con ella. Nada más lejos de mi intención. Pero no me dejó aclararlo, y eso pudo enturbiar tan agradable velada. Las saetas volaron como en Semana Santa. Unidireccionales. Desde su carcaj a mi pecho, casi todas. Algunas en el cuello, las más en mi corazón. La última en el alma.

“Tienes un hijo precioso. Se parece a tí. Es un caballero. Y a mí. Es listo y duro”

 

 


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