martes, 21 de marzo de 2017

Los Jardines Del Museo

Frecuentaba los jardines de aquel pequeño museo, a la manera del cazador apostado, dejándose ver lo imprescindible, mimetizado con el entorno. Sincronizaba sus escasos movimientos con el torpe aleteo de las palomas, que le proporcionaban la coartada sonora de la naturaleza.

Desde la frondosa, ganaba los sólidos muros del edificio, donde instalaba el campamento base, justo tras uno de los pilares exteriores. Allí colocaba su silla de campaña, su botella de agua y una pequeña mochila de camuflaje. Y desde su posición, se deslizaba por doquier, recorriendo los cuatro puntos cardinales, aprovechando cada árbol, cada sombra, cada estatua, para reforzar su invisibilidad.

Y así, día tras día, con puntualidad extrema, su aspecto dickensiano irrumpía veloz y sigiloso a la apertura del Museo, esquivando turistas, vigilantes y empleados.

Salvo a ella.

Fichaba con puntualidad germánica a las ocho de la mañana, y desde que franqueaba la puerta principal e iniciaba la subida de la escalinata principal, rumbo a los vestuarios del personal, hallábase acompañada de una sonrisa, como si estuviese grabando una celebración familiar de cumpleaños. O quizá hubiese depositado una moneda en aquel imaginario dispensador de optimismo, vecino del expositor de mapas del Museo, y hubiese recibido una doble recompensa.

Y mientras acompañaba a cada uno de los grupos que se concentraban a las horas en punto, justo en el rellano principal, mostrando salas, muebles, estatuas o pinturas de diversos años, de diversas procedencias, despistaba su mirada entre los visillos de las ventanas orientadas a los jardines, intentado capturar su presencia. Casi nunca pasaba de la mera intuición, de esa sensación indefinida que recorre nuestro cuerpo cuando sentimos la presencia del amado.

Y en la ruta obligatoria que discurría entre edificio y jardines exteriores, solo podía contemplar el reflejo en la fuente de los rosales, donde el amante, como un moderno Narciso, parecía contemplar su desdicha, su tragedia, recordando los tiempos en los que ambos trotaban, retozaban y se besaban de niños en aquellos mismos jardines, hasta que su vida cesó sin aviso.

Y en el regreso al edificio, como un arcaico ritual, las lágrimas difuminaban las letras que narraban las maravillas del Museo, anegando la guía, las mejillas y el alma.

 

 

 Museo Cerralbo. Madrid

 Luis García [GFDL or CC BY-SA 3.0], via Wikimedia Commons


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