lunes, 20 de marzo de 2017

He Visto La Luz (VIII)

“El que no tiene cabeza, debe de tener pies”, decía mi madre cada vez que mandaba mi concentración de vacaciones y olvidaba llaves, citas, etc. Vuelos a Budapest, su último destino laboral. “Lo que hay que hacer, a paso ligero” dice Lorenzo Silva. Reserva para dentro de noventa minutos. “Ligero de equipaje, cantaba Nino Bravo. Así que enganché la mochila de campamento, la que archivé con la mayoría de edad, junto a mis sueños y aspiraciones. Me pareció metafórico. En su momento, simbolizaba la traición a mis ideales. Ahora, es el punto de recuperación desde el que trato de alcanzar los anhelos juveniles.

Cerré la puerta sin llave, asalté el primer taxi, y en la misma puerta en la que la vi partir, inicié una frenética carrera para enlazar el último tren que partía hacia la felicidad.

 

Desde que dejé la mochila en el compartimento superior y ocupé mi asiento, llegué a la conclusión de que estaba cometiendo una extraordinaria locura. No me refiero al aspecto emocional, ni siquiera al filosófico. Esa decisión ya había sido adoptada y las consecuencias formaban parte de la decisión, por lo que no había mucho más que reflexionar. El problema estaba en los aspectos logísticos, es decir, cómo iba a encontrarla en Budapest, dónde me iba a alojar, cuando podría volver a España, y ese tipo de pequeños detalles.

Obviamente, en el avión no iba a poder resolver mucho, por lo que decidí tomarme las cosas con calma, disfrutar del vuelo y olvidar momentáneamente las dificultades; Para ello, simplemente decidí concentrarme en las ventajas que podría conllevar el hecho de que todo saliera bien. Podría estar con ella, y si ella quisiese, el resto de mi vida. Cualquier consideración pragmática palidecería ante tamaña dicha. Incluso observado desde la perspectiva de la lógica presocrática, la decisión estaba más que justificada, ya que lo peor que podría ocurrir, sería que ella me rechazase, y por tanto, que quedase humillado, triste, desvalido, hundido y desecho. Es decir, lo que experimenta mucha gente a lo largo de su vida en muchas ocasiones, y suelen sobrevivir. Pero la alternativa conformaba una época vital en la que una persona estaría conmigo en todo momento, me toleraría tal y como soy, me apoyaría en los malos momentos, recibiría con atención los relatos de las miserias de mi día a día, aportaría un punto de vista cercano y cariñoso ante todas y cada una de las decisiones que se presentar a lo largo de la existencia, compartiría conmigo todos sus éxitos, sus alegrías, sus buenos momentos. Me besaría por las mañanas, y si la pudiese convencer, cada hora en punto. Podría ser la madre de mis hijos, podría ser mi amante desbocada, mi ninfa recatada, mi poetisa privada. Y todas esas cosas, a cambio de la posibilidad (probabilidad, más bien) de hacer el ridículo. A cada momento estaba más convencido de que la decisión era la adecuada. Pocas veces en la vida se presenta la opción de obtener tanto, a cambio de tan poco. Cuantas veces nos arrastramos a los pies de algo o alguien, a cambio de muchísimo menos. Y en esta ocasión, el premio podría ser nada menos que la felicidad.

No obstante, la empresa se antojaba difícil. Encontrarla, en primer lugar. Obtener el beneplácito para exponer mis argumentos. Hallar la fibra sensible y estimularla. Convencerla. Y llevármela de vuelta a España. Y todo ello, considerando que se trata de una de las mujeres más bellas que he tenido oportunidad de conocer en mi vida. Y que no hablábamos hacía tiempo. Y que probablemente tenía algo parecido a un novio. Bastante más guapo y rubio que yo, aceptémoslo deportivamente.

Es cierto que las mujeres siempre dicen que la belleza no lo es todo. Pero también que las más guapas suelen atrapar a los más guapos. Vamos, no dispongo de ratios oficiales, pero no hay más que estar en el mundo para verlo. Es probable que se trate de una feromona especial, algún neurotransmisor de nivel alfa, que sólo esté al alcance de los bellos y bellas del planeta, y que debamos conformarnos con ser betas, en el mejor de los casos, parafraseando a Huxley. Aunque también puede ser que en Un Mundo Feliz, no me refiero a la obra de Huxley ahora, sino ese al que podría llegar a pertenecer si Katherina me aceptase, pudiese existir un escenario en el que se llevasen a cabo matrimonios mixtos alfa-beta. Suponiendo que yo fuese un beta, que tampoco lo tengo tan claro. Podría ser un simple gamma, y que el episodio de la playa fuese un simple…desliz, un episodio aislado, quizá por una disminición temporal en los niveles de soma de Katherina. Un cuelgue, vamos.

Esta última reflexión pasó a mejor vida muy rápidamente. Porque los argumentos racionales eran contundentes: En primer lugar, ella era una mezcla de gallega y alemana. No iba a comportarse como lo hizo, sin un periodo de reflexión sensato, una planificación germánica, y un análisis gallego de pros y contras. Por tanto, no pudo ser un cuelgue temporal, o sería el primero de la historia celta-teutona. En segundo lugar, un dato contundente: Que no soy tan guapo, ni tan sexy. Lo se, porque mi espejo se descojona a diario.

En estas diatribas hallábame inmerso, cuando el Comandante avisó de nuestra inminente llegada a Ferihegy o, como se le conoce actualmente, Aeropuerto Internacional Ferenc Liszt. Tras una breve parada para el cambio de moneda, cogí un taxi y solicité que me llevase a algún hotel no especialmente lujoso. Me dejó en la puerta del Hotel, que tenía buena pinta, en el lado moderno, en Pest, en una moderna avenida. Tras ocupar la habitación, inicié el diseño del plan de ataque.

Lo único que sabía de Katherina es que estaba (o había estado) en Budapest trabajando. Revisé a fondo sus redes sociales, pero no pude obtener datos adicionales. Mientras que se me ocurría algo mejor, bajé a hacerme una foto en los alrededores, subirla a las redes y esperar que Katherina la viese y optase por averiguar qué demonios estaba haciendo por allí. Así, salí del hotel, en dirección a Buda, caminando a lo largo de la orilla del Danubio. A la altura del Puente De Las Cadenas, realicé unos cuantos selfies, para que mi estancia en la ciudad fuese inequívoca. Al llegar al hotel, subí las fotos a las redes sociales, y me eché una pequeña siesta. Al despertarme, tuve la sensación de que Katherina estaba informada de mi presencia en su ciudad, porque recibí un lacónico whatsapp, con un mensaje firme, pero no exento de cariño:

“¿Te has vuelto completamente gilipollas?”

 


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