domingo, 22 de octubre de 2017

La Estrofa Que Lo Cambió Todo (y X)

Tuve que darle muchas vueltas. Se me ocurrieron ideas disparatadas, razonables, de las otras…Pero la ganadora, la imbatible, la definitiva, solo dependía de una cosa: Que los cabrones de los ingleses tuviesen una joyería abierta más allá de las seis y media de la tarde, hora a la que parece acabarse el mundo en la isla.

La búsqueda de una joyería abierta a primera (para nosotros) hora de la tarde en Norwich, finalmente no supuso un gran problema. No había. Sin más. Busqué algún comercio tipo esos que en España llamamos “chinos” y que suelen mantener un stock básico de la gran mayoría de las necesidades. No había. Busqué algún tipo de vendedor callejero que al menos pudiera disponer de bisutería original o ecológica o biodegradable. No había.

Pero no soy de los de cometer errores ya cometidos, y puse proa inmediatamente al único establecimiento que podría salvarme la vida a esas horas. Ikea. El taxista me llevó en el acto, y me esperó. Supongo que vio en mí un cliente leal, y una carrera con diez o quince tipos de suplementos de nocturnidad, alejamiento, alevosía, y así hasta las treinta y cinco libras. El anillo me costó solo cuatro libras. Venía envasado a granel en una especie de cubo de plástico, en la misma zona que las cortinas y visillos. Me pareció un sitio extraño para los complementos de ropa, hasta que caí en la explicación. Digamos que en el “anillo”, cabía el dedo de Irene, y el de otras tres amigas. Incluso cabía la barra de una cortina. “Arandela Bönde”. Ese era su nombre técnico. “Imbécil profundo” Ese era el mío. Sin traducción al sueco, que yo conozca.

Había poco tiempo. Saqué dos cocacolas de una máquina automática. Unas patatas fritas “Walkers” (pronúnciese falquers, o quédese sin ellas). Las arandelas, mi testigo Moleskine, y yo. Al otro lado del ring, (véase el doble sentido), ella. Sonrisa preocupada en ristre. Preciosa, dulce, bella, pero más mosqueada que un pavo escuchando una pandereta. La coloqué a un metro de distancia. De pie, frente a mí. Saqué de la bolsa las arandelas y las oculté de su vista. Coloqué las bebidas y las walkers encima de la mesa. Y acto seguido, me arrodillé ante ella.

“Irene, he revuelto todas las fuerzas cósmicas que podrían haber influido en el devenir de nuestra relación. Me he colocado patas arriba, me he arrastrado ante ti. Me he humillado ante mis propias convicciones, ante el espejo de lo que ha sido una vida, y por mucho que pueda ser consciente de la inutilidad de la misma, ha sido mi vida, la única que he tenido.”

“Y finalmente, estoy ante ti, y en estos momentos quiero arrodillarme para solicitar que me permitas formar parte de tu existencia, de tus días, de tus noches, de tus desvelos, de tus certezas. Tengo la convicción de que ahí, contigo, me encontraré tan perdido como Ariadna, y solo espero que me dejes pequeñas pistas para poder seguirte hasta el Minotauro, o salvarte de él, o dejar que tú me rescates.”

“Creo que puedo serte útil en tu vida, creo en mí, en mis convicciones, en mis manías, en mis extravagancias. De hecho, creo que puedo serlo con carácter inmediato. Porque el tránsito que te propongo compartir, tendrá momentos de absoluta mansedumbre, pero quizás se vea agitado con pequeños sobresaltos, con incertidumbres, y ahí, mi experiencia como planificador, como hacedor de escenarios estables, nos puede ser muy valiosa. Y de hecho, lo que te voy a proponer, no es sino el paradigma de la duda, el escenario más incierto que podamos concebir, la fusión de tus miedos y los míos, de los actos espontáneos que pueden herirnos, de la traducción a la convivencia de los más bajos instintos egoístas, de la eterna lucha de malentendidos y reconciliaciones.”

Y en ese momento, extraje una de las argollas Bönde, le tomé la mano, coloqué en su dedo anular la anilla. Añadí el dedo medio, para evitar que la improvisada alianza saliera rodando escaleras abajo, y pronuncié las palabras mágicas:

“¿Querrías ser mi esposa?”

Y según iba pronunciando esas palabras, fui consciente de que por fin todo iba a salir como había planificado, porque ninguna mujer podría resistirse a una declaración de amor, tan profunda, tan sentida y tan espontánea como aquella. Y la traición a mis ideales de planificación, vendría a ser recompensada por ella, por su sonrisa eterna, por permanecer a mi lado a diario.

Por esas razones, el bofetón me pilló de improviso. No tanto como el primero, porque uno va cogiendo la dinámica y, en lugar de mantener la cara a pie firme, lo que debe hacer es acompañar el movimiento rotatorio de la mejilla, hasta que la inercia de la violencia del golpe se va reduciendo poco a poco. Estos conocimientos de física elemental me ayudaron en ese y otros momentos futuros. Ya decía mi padre que todo lo que uno aprendía en su vida, en algún momento le serviría para algo.

En mi caso, sirvió para colocar la cara en posición de volver a recibir, lo que afortunadamente no sucedió. Tras mucho reflexionar, con el tiempo he llegado a la conclusión de que el gesto de pedirle matrimonio le incomodó ligeramente. También es cierto que ella no me facilitó ningún tipo de aclaración. Simplemente declamó, con la seguridad del que se aprendió de memoria “La Canción Del Pirata“, cuando solo era un adolescente. Y lo que salió de sus labios, poco tenía que ver con el romanticismo incurable de José De Espronceda.

Alegó los siguientes argumentos: ” ¿Pero es que te has pensado que voy a casarme contigo para que me hagas la agenda de la semana, so imbécil?” Ese me hizo pensar poco, porque obviamente ya lo daba por hecho. Una chica que se va a estudiar a Norwich, sin haber desarrollado un plan al efecto, no podía llevar la Moleskine semanal, pocas dudas había. Vale que yo me salté un control de la estación, y me lancé como un poseso al primer taxi que vi, solo para seguirla. Pero no es menos cierto que era una situación desesperada. Caso contrario, hubiese necesitado seis meses para desarrollar el oportuno plan.

Otro de los argumentos que utilizó, me dolió especialmente. “El matrimonio es una cosa mucho más seria, y con tus actos estás banalizando el momento más importante de la vida de una mujer, que también debiera ser el tuyo, so inconsciente”. Veamos. El matrimonio debe ser un asunto tan importante como ella lo considera, no es que me oponga a esa valoración. Pero si es una circunstancia tan relevante y positiva, ya la hubiese tenido planificada hace tiempo, y no me suena. Revisé la agenda y, en efecto, no pude hallar ningún apunte al respecto. Lo que estuve a punto de hallar, mientras que revisaba la Moleskine, era un segundo directo de derecha a la mejilla, que falló por milímetros. Sin duda había identificado a mi Moleskine como una rival femenina directa. No es que no apreciase que estuviese celosa, pero la relación entre mi agenda y yo, no podía ser más asexuada. Espero que al final lo comprenda.

Lo que me costó mucho trabajo aceptar fue el último de los argumentos que usó. Quiero decir, de entre los que fui capaz de anotar mientras soltaba el torrente de epítetos, reconvenciones, sarcasmos y algún insulto suelto, que salió de su boca tras colocarle la argolla. Me dijo textualmente: “Si no entiendes todo esto, es que no estás enamorado de mí, y yo jamás voy a rebajarme a compartir mi vida con un tipo que no tenga claro al menos ese punto”. No, por ahí no podía pasar. No solo era un argumento falaz, sino que podía probarlo. Y no tuve más remedio que revolverme.

“Quiero que sepas que estoy completamente colado por ti. Por tu sonrisa, por el ángel que llevas dibujado en el contorno de tu rostro, por esas variaciones que hacen que tus ojos parezcan una sima sin fondo, o un cañón de escopeta, en función de tu estado de ánimo. Te quiero por todo eso, te quiero porque has extraído un nuevo ser de mí, has modelado una especie de persona con sentimientos y vivencias, donde solo había una especie de amasijo de barro, cañas y plastilina infantil. No concibo ningún otro tipo de existencia que no esté acompañada de tu presencia a mi lado. No sabría volver al pasado, porque siempre recordaría que tuve la oportunidad de vivir, de ser feliz. Y en este tiempo, he podido aprender lo suficiente de la infelicidad como para intentar evitarla por todos los medios. Entiendo que tengas dudas, yo las tengo también, pero no de eso. Te quiero y estoy enamorado de ti.”

Creo que fui lo suficientemente convincente, porque ese lago oscuro en el que convierte sus pupilas,  pareció abrir sus puertas, como si fuera temporada estival. No obstante, no quise arriesgarme. Busqué en mi mochila, y extraje el documento que despejaría cualquier incógnita al respecto.

En Madrid, a diecisiete de septiembre de dos mil diecisiete

“El abajo firmante, Profesor D. Gonzalo López-Müller De La Rosa, 

CERTIFICA

Que a la vista de las entrevista mantenida con D. Sergio Tapia, y habiendo analizado los hechos y declaraciones desde la perspectiva presocrática, epicúrea, existencial y surrealista, puede concluirse lo siguiente:

  • Que está enamorado hasta las trancas de la señorita Irene, lo que se sostiene por el simple hecho de que haya decidido solicitar mis servicios profesionales, así como la incansable búsqueda del apoyo teofilosófico de Santo Tomás de Aquino, lo que ya en sí mismo demuestra los hechos
  • Que en el caso hipotético de que no sea correspondido, el Sr. Tapia pasará a convertirse de nuevo en lo que se conoce vulgarmente como “un tipo de esos que están por el mundo porque tiene que haber de todo”

Lo cual declaro a efectos oportunos”

Puede decirse que el hecho de esgrimirle el Certificado, quizás no obtuviera el efecto pretendido. De hecho, vislumbré en ese polígrafo natural que eran sus pupilas, la silueta de un cañón de escopeta, que me apuntaba directamente entre los ojos. Pero tuve los reflejos de anticiparme, arrebatarle el papel y rasgarlo a toda prisa. Un instinto. De esos que no sabía que tenía. Y es que sus ojos obraban magia. Magia negra. Y blanca. E irradiaban fuegos artificiales. Y de los otros. Pero del bofetón, no pude librarme. Seguiré entrenando, porque espero que existan otras muchas situaciones en las que esa habilidad me resultará muy útil.

Ahora que nuestras circunstancias se han modificado sensiblemente, lo veo un poco más claro. No porque ella me lo explicase. Es curioso cómo las mujeres evitan dar explicaciones que no quieren dar, apelando al consabido “sabes perfectamente porqué lo he hecho”, cuando la puñetera realidad es que ninguno de los varones de este mundo tienen la más ligera idea de cuál es la razón exacta que lleva a las chicas a enfadarse. Podemos tener algún tipo de aproximación, pero nunca las coordenadas exactas. También es cierto que esa ignorancia nos permite seguir vivos, porque nos mantiene permanentemente en alerta. La convivencia, en mi humilde opinión, consiste en el sumatorio de los momentum que se extienden entre cada una de las broncas que te mete tu pareja. Y ya me gustaría decir que a mayor sumatorio, más felicidad, pero no estoy realmente convencido. Lo deseable sería que hubiese cierto grado de regularidad, más que nada para poder planificar la cotidaneidad, que como el lector sabe, no es ni más ni menos que mi objetivo vital, solo inmediatamente detrás del de capturar a diario la sonrisa de Irene.

Justo tras sonar el bofetón, pude captar la estrofa que había provocado el desorden universal en el que me veía sumergido:

De haberlo sabido
me hubiera ido sin decirte nada
no hubiera sido tan duro contigo
no habría corazón en la garganta

Pensé en apagar inmediatamente el reproductor, intentando olvidar que una simple estrofa me había llevado a la ruina, pero de inmediato enlazó con la siguiente, y allí me dejó, inerme, derrotado, vencido y esperanzado. Qué hijo de la gran puta. En dos estrofas te lleva al subsuelo y te alza a los cielos. Odio a los cantautores. Y a los trovadores de oficina.

Peor que el olvido
fue frenar las ganas de verte otra vez
peor que el olvido
fue volverte a ver

Así que, entre el cantautor y la sonrisa, solo cabía una opción: La rendición incondicional. La entrega de armas, escudos, cotas de malla, carcaj, lanzas y flechas. El enemigo no solo era mucho más fuerte, sino que encima no era el enemigo. La situación es completamente ingobernable.

Domingo por la tarde. Billete de vuelta en la cartera. Ella mirándome con odio y esperanza. Rasgué los billetes por la mitad. Escribí mi dimisión. Se la mostré. Deshice el equipaje. Ahuequé las almohadas. Me puse el pijama, fui al baño y abrí la Moleskine. Aparté el grupo de páginas de diez en diez, y comencé a arrancarlas. Escribí en la última página la fecha del día, y solo me quedé con las tapas. La miré. La invité a unirse a mí. Y ella, con más miedo que vergüenza, se hizo un hueco en la cama.

Llamé a mi madre delante de ella. Le dije lo que podía. “Mamá, he dejado mi trabajo, me he ido a vivir a Norwich, y he encontrado el amor de mi vida. Te mandaré un email con los detalles de lo que ella decida que vamos a hacer de ahora en adelante, y pasaré por el pueblo para veros en cuanto me sea posible.” Ella solo pudo decir lo que dicen las madres: “Hijo, abrígate que por allí hace mucho frío. Recuerda cómo te pones con un simple catarrillo”

Y sorprendentemente, sus palabras me colocaron en esos veranos de mi adolescencia, donde la planificación consistía en devorar el bocadillo de nocilla, solo inmediatamente después de la siesta, y justo antes de coger el balón y la bicicleta para esperar la noche en la era. Reglas básicas pero seguras, referencias menores pero sólidas, tiempos felices, cimientos firmes. Como ahora. todo estaba por decidir, pero a mi lado, a mi izquierda, la criatura más deliciosa que uno puede soñar, y que además dispone de un estimable crochet de derecha, me sonreía como si no pudiese hacer otra cosa en la vida. Nunca supe porqué recibí las bofetadas, ni las unas, ni la otras. De lo que estoy seguro es de que ella jamás me lo aclarará. Y también estoy seguro de que he de actuar como si lo supiera, porque corro el riesgo de que vuelva a atizarme, delante de nuestros hijos.


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