sábado, 7 de octubre de 2017

La Estrofa Que Lo Cambió todo (VIII)

Mis limitados conocimientos de la geografía británica situaban a Norwich en el este de la isla, relativamente próxima al Mar Del Norte. Sin más. Pero pronto tendría opción de aumentar mis conocimientos. En el mismo momento en el que dos maletas y una sonrisa me resultaron terriblemente familiares.

Me colé. Me colé como hacían mis compañeros en sus años mozos. Saltando el torno como jamás osé saltar el plinto de la clase de gimnasia, como si la vida me fuera en ello.

Quizás porque, en efecto, algún tipo de vida podría estar localizada en el vagón número dos del tren destino Norwich.

La visita del muy británico revisor no fue nada placentera. No atendió a mis justificadas razones para no disponer del reglamentario billete de tren. No pareció entender nada de lo que intentaba explicarle en mi dudoso inglés. Lo deduje porque al final de cada párrafo pronunciaba con mucho entusiasmo la palabra “pounds”. cuando le mostré la American Express, se relajó considerablemente. Me explicó que no podía pagar en el vagón con la tarjeta de crédito, pero que al finalizar el viaje me acompañaría a la taquilla y resolvería el embrollo. En aquel momento me pareció estupendo, hasta que caí en que podría volver a perder a Irene en la estación de Norwich, entre maletas, tickets y zarandajas varias. Decidí escaparme nada más llegar.

Una vez aposentado en el tren, decidí recorrerlo hasta el vagón número dos. La expedición fue exitosa hasta la misma puerta de éste. Me encontré con la puerta de comunicación cerrada a cal y canto. Me encontré con la figura del revisor en la misma. Me encontré con los ojos de Irene. Desvió la mirada enseguida. Estoy seguro de que no me reconoció. Supongo que no daba crédito a encontrarse con una cara conocida en el vagón número dos del tren de Norwich. Hice aspavientos, llamé, grité y le supliqué al revisor, que me mandó de inmediato a mi asiento. Mantuve la calma. Eran sólo dos horas. Dos horas me separaban de mi amada sonrisa. Podía superarlo. Anoté en la Moleskine: “Leer hasta que el tren entre en la estación”. Y a ello me dediqué. Encontré un panfleto gratuito que hablaba extensamente de la última jornada de cricket. Solo la disciplina de la agenda pudo retenerme.

La llegada a la estación de Norwich me avisó de que debía realizar dos acciones de zapa: Por un lado, evitar al revisor y sus pounds. Por otro, no perder de vista a Irene y sus maletas. Esto me obligaba a salir del tren antes que ella, colocarme a la cabecera del tren y recibirla en el andén. Y que no me viese el revisor. Me preparé inmediatamente. Al no llevar equipaje, no me resultó difícil. El único problema es que se me había adelantado una familia hindú con cuatro maletas de considerable volumen. Volví sobre mis pasos y me encontré de bruces con el revisor. El plan de huida, a hacer puñetas. Sonreí cordialmente al revisor, le hice un gesto tranquilizador, al respecto de sus pounds, y me resigné a no poder adelantar a Irene. La ciudad no parecía muy grande. Pensé que al menos la tenía plenamente localizada, en un entorno más reducido. Aún así, casi 200.000 habitantes. Mi Moleskine y yo deberíamos esmerarnos.

Una vez descendida la familia Singh, o como diantres se llamase, acompañado al revisor a las taquillas, abonado el billete y recibida la sonrisa comprensiva de la totalidad del personal de la estación, a excepción del revisor, abandoné el recinto hacia la parada de taxis. Intenté peinar la zona, por si Irene se hubiese retrasado. No pude verla. Me resigné. Habría que establecer un nuevo plan de geolocalización, asedio y ataque definitivo.

Tras consultar un pequeño mapa gratuito, llegué a la conclusión de que la ciudad podía recorrerse a pie, al menos los lugares más interesantes. Enfilé una de las calles que parecían principales, y que según el mapa, me incorporaban al torrente arterial de la ciudad. Poco a poco fui siendo consciente de que, a medida que pasaba la tarde, la arteria se secaba o taponaba. Los comercios cerraban a las siete de la tarde, pero la afluencia de gente se reducía considerablemente. Localicé un Centro Comercial de cierto tamaño, compré lo imprescindible para pasar la noche y opté por localizar un hotel.

No tuve suerte. Aquello no era un hotel. En comparación con las veteranas pensiones de los alrededores de la Gran Vía madrileña, éstas eran hoteles de al menos cuatro estrellas.  Tampoco podía elegir. No tenía pasaporte, solo el DNI. No tenía maletas, solo una bolsa de papel del Primark. No sabía mucho inglés. En fin, carne de cañón para un hostelero británico, que se tomó cumplida revancha de algunas de las veces en las que hubiese estado en un chiringuito de Torremolinos, y le hubiesen calzado treinta euros por una paella precocinada y una sangría a base de vino de Noblejas, algo así como un Parker 100 para los pobres británicos que visitan nuestras costas, y cuya cultura vinícola es más bien justa.

No pasé mala noche, después de todo. Estaba realmente cansado, y dormí de un tirón. El británico desayuno terminó de espabilarme. Las siete de la mañana. Hora británica. Hora de Moleskine, hora de los planes. Lo primero que anoté fue buscar otro hotel. Posteriormente, llamé a la nueva Directora de Recursos Humanos para trasladarle mi decisión de tomar una semana de vacaciones. Supongo que le habían hablado de mí, porque nada más transmitirle mi petición, oí un golpe sordo, como si se hubiera caído de la silla. Por el altavoz escuché que la auxiliaban otros compañeros. Cuando se repuso, les transmitió que estaba hablando conmigo porque había solicitado vacaciones. Escuché cómo el de mantenimiento llamaba al 112, e intentaba transmitirle lo que ello podría significar. Ataque biológico, descompensación de una esquizofrenia previa, secuestro. Nada podía hacer. Mi problema era bien otro. Localizar la sonrisa de España.

Programé un plan de acoso y derribo, basado en el big data, o al menos, en algún data. Si bien era cierto que una española en Norwich podía ser localizada con cierta facilidad, no era menos cierto que el tiempo del que disponía era limitado. Por tanto, decidí organizar las prioridades de una española en England. Qué cosas iba a realizar, dónde las iba a realizar, en qué días de la semana, y en qué horarios. Sencillo. Supuse que dedicaría las mañanas a desayunar y trabajar. Imaginé que no haría un viaje tan complicado sin tener ya una oferta de trabajo estable. Y dado que su último puesto había sido de camarera, decidí empezar por ahí. ¿Donde podrían contratar a una camarera española en Inglaterra? Pues en cualquier sitio. Burger King, McDonalds, y todos los pubs imaginables. Decidí trazar unas elipses en el mapa de Norwich y pasarme por allí a diario durante la mañana.

Además de trabajar, debería ir a la compra. Eso seguro. Dudo que decidiese cenar a diario fuera de su casa, sea la que fuere. Por tanto, los supermercados serían objetivo de seguimiento. ¿Cuándo? Por la tarde a última hora, cuando se supone que ha terminado de trabajar. Decidí aprovechar el mapa de elipses, y utilizar las tardes para vigilar los supermercados. También detecté la existencia de un mercado, digamos tradicional. Imposible resistirse. Seguro que utilizaría los sábados por la mañana. Y el Primark, no lo olvidemos. Para el sábado por la tarde.

El plan de acción me convenció del todo. A pesar del rotundo fracaso, sigo pensando que era el mejor. La Moleskine lo aprobó de inmediato. Es cierto que si no llega a ser por ese golpe de suerte, me habrían adoptado en Norwich, como una especie de español errante. Quizás me habrían detenido, quizás me habrían hecho ciudadano honorario, o me habrían brexetizado. Pero el planteamiento era impecable. Yo no podía predecir que Irene se había matriculado en la Universidad de East Anglia. Acúsenme de clasista, podría ser. Pero, ¿cómo podía imaginarme que la camarera de mis sueños se había convertido en toda una universitaria inglesa?. Podría haber estado en Norwich unos cuantos meses y no habría podido imaginarlo.

¿Que cómo lo descubrí? Por absoluta casualidad. Tras varios días siguiendo al detalle el plan de Moleskine, me di cuenta de que era sábado, la semana se acababa y yo no había progresado ni lo más mínimo. Inicialmente me convencí a mí mismo de que la empresa era realmente compleja. Mucha gente, muchos sitios, muchas cosas podían salir mal. Pero en mi fuero interno, yo sabía que había un defecto de planificación. No sabía cuál, pero existía. Simplemente, porque nunca había fracasado en ninguna empresa que me propusiera, siempre y cuando hubiese llevado a cabo una planificación adecuada. Y eso, que yo recordase, solo había sucedido en el Jardín de Infancia, una vez que le arreé una bofetada a un niño que borró un diagrama de Gantt de la pizarra, en el que había dibujado la agenda del día, con sus juegos, su comida, su siesta, y la hora del pis. No lo planifiqué, y así salió. Me castigaron sin tizas durante dos días.

Cuando caí en la cuenta del error, me daba de bofetadas. Si es que era absolutamente evidente. ¿Cómo pude pasarlo por alto? Pues porque el mapa de las elipses solo incluía el casco urbano, el núcleo histórico de Norwich. Fue en una de esas marquesinas de las paradas de autobus donde lo vi. En efecto, había una tienda Ikea en las proximidades de la ciudad. Y si había un Ikea, y era sábado, tenía que haber un español. Paré el primer taxi. tuve que explicarle varias veces que quería ir al Ikea. Lo pronuncié hasta en sueco. Intenté describirle al taxista lo de los muebles, lo del montaje, en fin, lo que viene siendo un Ikea. Al final pronuncié la palabra mágica: Bönde. Y el taxista arrancó sin problemas. Para que luego digan que leer no aporta nada. La librería de salón más famosa del mundo salió a mi rescate.

Me dirigí directo a la zona de organización, mi preferida, obviamente. Y allí, semioculta tras un buen número de auténticas cajas de plástico, bautizadas con sonoros nombres con diéresis, pude observar cómo la dueña de la sonrisa más bonita de Norwich se disponía a anotar con esos pequeños lápices de madera de algo, algún número de referencia de una caja, una vela, una almohada, o quizás un sueño. El mío. Permanecí impasible unos segundos, dejando que sus pupilas se acomodaran a mi presencia. Se dilataron, se contrajeron, se diluyeron, se asombraron y se alegraron. Todo en unas décimas de segundo. Relajó las facciones, adoptando la única expresión posible. Esa que dice: “Tú estás como un cencerro”, pero en realidad quiere decir: “Esto es lo más grande que me ha pasado en la vida”.

Aunque lo que salió de su boca, no fue precisamente una declaración amistosa

“Si crees que por haberme buscado por España, haberme seguido hasta aquí, y haberme encontrado, no tengo ni idea de cómo, voy a caer rendida a tus pies, es que no me conoces en absoluto”

Y recalcó ese “en absoluto” después de impactar sus labios en los míos, de forma tan hermética como la de esos colgaderos de ventosa que vendían en la tienda.


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