Solo era un pequeño concierto, en uno de esos clubes cualquiera del barrio de Malasaña. Y yo, como siempre, ocupaba un discreto rincón, el que generaba la cabina del DJ con la pared del garito. Podrían haberle puesto una placa, porque era mío, aunque solo fuera estadísticamente.
El rincón solo tenía de especial dos cosas: Que se veía muy bien el escenario, y que podía detectar presencias agradables y novedosas. Pero eso era todo lo que buscaba en esas noches de sábado. Digamos que tenía el resto de la semana para filosofar, para entablar relaciones sociales convencionales, para enamorarme y para sufrir como un perro. Estas noches estaban reservadas para el placer, para la superficialidad, para la traición y para el olvido. Y solo admitían dos tipos de resultado: El éxito clamoroso o el más bajo de los fracasos. Eran noches de doble o nada, sin grises, sin consideraciones parciales, sin subjetivismo existencial .
Ella hizo su entrada. Acompañada, como corresponde a las chicas guapas. Rubia de excelente tinte, palidez matizada por carísima cosmética . Cuello longilíneo, de los que piden a gritos cien besos . Talle estrecho, busto sencillamente elegante. Caderas modestas y piernas largas , embutidas en botas de media caña. Lo que se dice un excelente ejemplar de señora. Un objetivo difícil, pero deseable. Uno de esos tantos estrepitosos fracasos, previsiblemente. Mucha mujer para mí, probablemente. Quizá tendría éxito en una tertulia de amigos, pero las noches de sábado no incluyen esos escenarios . Era cuestión de jugársela y fracasar, para sobrevivir el resto de la noche.
Al acecho, como veterano cazador furtivo, detecté un momento de debilidad. Su pareja se entretenía con alguna de las redes sociales al uso, y ella quería una copa. Se encaminó a la barra, mi territorio. Una seña al camarero desde el rincón. La señora estaba invitada. Observé todo el proceso. No pareció un combinado al uso, a tenor de las múltiples pautas con las que orientaba al camarero, y con las que éste parecía complacido. Qué se yo, un Manhattan, un Daiquiri, un simple gin tonic de categoría. Cuando el proceso concluyó, echó mano de una pequeña cartera, de las de más de doscientos euros. Fue a pagar, pero el camarero le informó de su suerte. El caballero del rincón la había invitado. Ella no pareció muy sorprendida, obviamente estaba acostumbrada. Echó un vistazo prolongado, como acomodando las pupilas. Sonreí. Al menos parecía miope. Nadie es perfecto.
No pareció darle gran importancia, y volvió con su pareja. Aparentemente se extrañó de que no le llevase una copa a él también. Ella, con un gesto a medias entre la disculpa y el desdén, le señaló la ubicación de la barra. Y él, como un corderito regañado, se dispuso a abastecerse. El camarero me preguntó con un gesto, y yo negué vigorosamente. Una cosa es que fuese a fracasar en mi misión de caza, y otra muy distinta es que hiciese de pagafantas.
Se montó un pequeño follón alrededor de su copa. Alguien derramó, alguien rompió, alguien metió la pata. Y me decidí.
Avancé sin prisa, pero muy decidido. Ella solo levantó la vista cuando me vio prácticamente a su lado. Iba a presentarme, pero ella se me adelantó.
-“¿Me has invitado a la copa?”
-“Desde luego”
-“¿Por qué?”
-“Es una excelente pregunta. Hasta llegar aquí, no tenía respuesta”
-¿Y ahora sí?”
-“Naturalmente”
-“¿Y puedes compartirla conmigo?” La mueca que esbozó me hizo sospechar que me estaba vacilando, como habría hecho tantas noches, con tantos otros tipos que intentaban entrarla, por lo que decidí cambiar de táctica.
-“Podría, pero veo mucho más interesante que intentes adivinarla”
Me miró, dubitativa. Se volvió hacia la barra. Su pareja parecía haber resuelto el problema de la copa, pero no el de las redes sociales. Debió entender que podía estirar un poco los juegos florales.
-“De acuerdo. Posibilidad número uno. Intentas conseguir un ligue fácil de sábado por la noche. Posibilidad número dos. Te parezco atractiva, y has iniciado una maniobra de aproximación, sabiendo perfectamente que vengo acompañada. Es decir, estás como una cabra. Posibilidad número tres. Piensas que de este frugal contacto puedes obtener mi teléfono, y posteriormente intentar una relación algo más…pausada.”
-“Hay otra posibilidad que no has tenido en cuenta”
-“En efecto. Posibilidad número cuatro. Eres un tipo especial, de esos que se encuentran una vez en la vida, y ésta es mi noche de suerte” Su mirada burlona, indicaba claramente que esta última opción no estaba entre sus favoritas.
-“No. Simplemente puede que haya pensado que todas estas opciones, debidamente combinadas, podrían hacer que ahora, o en un futuro a corto o medio plazo, pudiese averiguar el secreto que te acompaña”
-“¿Qué secreto?”
-“Lo desconozco. Por eso he venido a verte”
La jugada no estaba tan mal tirada. Todos tenemos secretos. Pensamientos, acciones, intenciones, traiciones, que no contamos absolutamente a nadie. Rectifico. Algunos se los contamos a nuestra pareja. Otros a los amigos más íntimos. Otros a desconocidos. Pero todos, lo que se dice todos, a nadie.
Ella dio el primer paso. Inició un breve, pero enérgico paso hacia delante, rodeando la columna que protegía parte del escenario, y que le ocultaba de miradas indiscretas procedentes de la barra. La seguí, lógicamente. Ella me esperaba. Mirando hacia el lado contrario, ofreciendo el lateral del cuello. Tonterías, las justas. Era noche de sábado. Solo posé los labios, pero mi cerebro se vio imbuido de extraordinarios matices. Su piel, su perfume, su deseo, el mío. Aprendí de ella mucho más de lo que hubiera supuesto. Que podía ser cálida, que podía ser despiadada, que deseaba, que vivía, que sentía. Aprendí que las noches del sábado eran uno de los conceptos más estúpidos que podría haber generado alguna de mis neuronas, porque un solo beso convertía en algo ridículamente insignificante, todas y cada una de esas experiencias frugales, superficiales y absurdas con las que ocasionalmente me consideraba premiado, y que se desvanecían como por ensalmo el domingo de madrugada.
Y, siendo plenamente consciente de todos mis fracasos previos, gasté los últimos segundos que pasamos tras la columna, en pensar cómo había conseguido meterme yo solito en un abismo infernal.
Imagen de Honky Tonk, en Madrid, donde está inspirado este microrrelato
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