martes, 19 de mayo de 2015

Como un susurro que recorre la ciudad (del Determinismo como trampa vital)

Como un susurro que recorre la ciudad (del Determinismo como trampa vital)

 
¡Qué bueno es tener memoria de los ilustres poetas urbanos!. Cuando uno no tiene muy claro el título para un post, no hay más que dejar volar la imaginación y realizar un breve recorrido por el álbum de los recuerdos.
En este caso me he detenido en Ramoncín por pura casualidad, diría yo, pues no creo excesivamente en el omnipotente poder del subconsciente. Tampoco es que tenga la teoría sujeta con firmes armazones, la verdad, pero esta noche la veo muy poco prometedora. Es como lo de la cosa del destino; Nunca lo he visto claro del todo. ¿ Lo que me va a pasar en adelante es mi destino, y venía prefijado? Hombre, como poco me parece aburrido.
No obstante, dado que uno es teóricamente un científico, y recalco con el máximo énfasis lo de “teóricamente”, cuando menos debería someter dicha postura anti-determinista, a un mínimo contraste de hipótesis. Voy a seguir opinando exactamente igual, pero si realizo una prueba estadística seria, qué duda cabe de que salgo muy reforzado ante mí mismo. Lo cual nos trae completamente sin cuidado tanto a mí como a mi otro “mí”, porque previsiblemente no vamos a cambiar de opinión ninguno de los dos. Pero uno de los dos “yo” lo hará de forma un poco menos sólida.
Supongamos que la Teoría Determinista no tuviera fundamento alguno. Esto significaría que cualquiera de nosotros tiene una posibilidad (o muchas) teórica/s, de poder construir un futuro, que debería acoger la práctica totalidad de las posibilidades imaginables. Es decir, si los Deterministas están equivocados, cualquiera de nosotros puede alcanzar un futuro en el que no existan delimitaciones previas, en el que todo es posible.
Hasta aquí, todo parece correcto. Y esperanzador. Y positivo. Y optimista. Muy yo. Pero claro, viene el pesado de mi otro yo, y me dice que aunque yo pueda sustituir a Cristiano con el número 7 a la espalda, siempre siguiendo el desarrollo de mi hipótesis, que él no acaba de verlo claro. Y encima le asoma una sonrisita malvada, únicamente perfilada, sin excesos, lo que aún me jode más.
Intento contraatacar con el hecho filosófico por bandera, pero me levanta la camiseta y señala el diferente perfilado de mis abdominales, e incluso cuestiona su existencia. No es muy agradable viniendo de mí mismo, pero me lo tolero y me aguanto, porque a ver qué otra cosa podría hacer. No me iba a pegar.
Reconozco que el contraargumento que me hice a mí mismo era francamente sólido. Y desde luego, me ponía en jaque. Pero no me dejé arrastrar por el huracán dialéctico y propuse una matización de mi teoría. Quizás más bien una reformulación. Vale, puede que haya cosas aparentemente imposibles, pero se debe a que analizamos la teoría en unas coordenadas espacio-temporales actuales. Si nos hubiésemos remontado al pasado, a aquellos momentos en los que la cadena de acontecimientos no se había engarzado tan íntimamente, quizás hubiese tenido la oportunidad de hacerlo.
Viniendo este argumento de mí mismo, sólo podía ser impecable, en cuanto a la ejecución teórica del mismo. Hablamos de un Cristiano Ronaldo del futuro, siempre en relación a un momento pretérito, lo que incuestionablemente iría en contra de un análisis lógico.
Como tenía que reconocerme a mí mismo, había estado muy hábil evitando el argumento CR7, que hubiera diluido mi teoría como un azucarillo en el café. Mi otro yo sólo podría argumentarme que tampoco hubiera podido ser Amancio ni Butragueño, pero yo podría rebatirle con Puskas, que cuando llegó al Madrid, estaría más o menos en mi peso actual y su tableta de chocolate solo luciría en la taquilla del vestuario.
A pesar de las amenazas, mi teoría y yo habíamos podido escapar de las garras inquisitorias de mi “yo” determinista. Pero la lucha no había acabado, en absoluto. Aunque ahora el que tenía que defenderse era el otro.
Mi alegato contra la teoría Determinista era simple, pero sólido y contundente: “Y según tú, (refiriéndome a mi otro yo), ¿en qué momento uno tiene que dejarse llevar por el destino? A los 5 años, en la pubertad, la primera comunión…”
Mi contrincante, es decir, yo mismo, se revolvió ligeramente en su asiento. Desde luego, había sido un directo a la mandíbula. Pero con su capacidad dialéctica habitual, o sea la mía, esquivó el segundo directo explicándome que su teoría no especificaba tiempos exactos ni tenía porqué hacerlo, ya que admitía una variabilidad individual. O sea, aceptaba la posibilidad de que en unos individuos el destino comenzase a tumba abierta en una determinada época, y en otros individuos, en otra diferente.
Siguiendo el símil pugilístico, se había escapado del rincón y volvía a subir la guardia. Estábamos como al principio. Pero estábamos condenados a entendernos. Su teoría no era muy deportiva para con los mortales, nos dejaba muy poco protagonismo. Si todo viene determinado, es que aquí estamos de relleno. Pero la mía tampoco podía ser aceptada en su totalidad. Hay cosas que no puedo hacer aunque tenga la capacidad teórica de hacerlas. ¿O sí?
Al final, ambos encontramos el siguiente punto de encuentro: “En el caso de que cualquiera de nosotros, es decir, yo o yo, queramos alcanzar algún objetivo concreto, y en el único y exclusivo caso de que estemos dispuestos a hacer todo lo necesario para lograrlo, la probabilidad de alcanzarlo son lo suficientemente elevadas para que merezca la pena”
Y como se presume de dos tipos listos como nosotros, nos dispusimos a hacer lo posible para que este teoría presidiese nuestras vidas. En el suponer de que mi otro yo haya metido la pata hasta el fondo, porque si no , vamos listos.

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